Carl Schmitt
Domingo González
Pocas ideas condensan tanto la mezcla de teología, política y tragedia que caracteriza al pensamiento de Carl Schmitt como el Katechon, esa enigmática palabra griega que aparece en la segunda epístola de san Pablo a los Tesalonicenses. El Apóstol escribe que hay algo —o alguien— que “retiene” la llegada del Anticristo, una fuerza que frena el despliegue final del mal hasta que llegue el momento de la revelación. “Y ahora vosotros sabéis lo que lo detiene” (2 Tesalonicenses 2:6-7). Salta a la vista, a tenor de las referencias insistentes en el Glossarium, que se trata de un arcano, un concepto llave, pues el Katechon es una especie de espectro, una esfinge que atraviesa casi todos los estudios schmittianos. No sólo se sitúa en la retaguardia argumental de muchos de los conceptos del autor de El concepto de lo político, sino que también fundamenta en buena medida las posiciones existenciales que anudan la en ocasiones ensortijada coherencia entre su vida y obra.
Desde los primeros siglos del cristianismo, teólogos y místicos se han interrogado acerca de este misterio. Un hombre de la talla de san Agustín reconocía con humildad: “Lo confieso, su sentido se me escapa completamente.” Muchos siglos después, ese mismo desconcierto hechizó a Carl Schmitt, el pensador más temido y a la vez más influyente del siglo XX en materia de teoría política. En una carta escrita en 1975, sólo diez años antes de morir, Schmitt confiesa a Hans Blumenberg: “El tema del Katechon me fascina”. No era una curiosidad pasajera: llevaba más de cuarenta años reuniendo materiales sobre esa figura misteriosa. Para él, el Katechon era la clave secreta de la historia, la fuerza que hace posible que el mundo no se precipite en el caos.
“¿Cuál es el pensamiento central de la teología política de Schmitt?”, se preguntaba en un artículo publicado en la simbólica fecha de 1989 el editor alemán Günter Maschke (1943-2022), quizá el mejor conocedor de la obra del jurista alemán, antes de responder con convicción: “Es el pensamiento del Katechon, de aquél que retiene, de la fuerza que hace obstáculo en el camino de la reducción total de la existencia a la funcionalidad, a la economía y al aquí-abajo”.
¿Quién es el Katechon?
El término Katechon significa literalmente “el que retiene” o “el que frena”. En el pasaje paulino, se trata de aquello que impide que el mal se desate del todo en la tierra antes del fin de los tiempos. Pero Schmitt, agudo lector de la historia europea, le otorga una interpretación más concreta: el Katechon no es sólo un símbolo espiritual, sino una fuerza histórica y política que mantiene el orden frente a la anomia, es decir, frente a la disolución del derecho, la moral y la autoridad.
En su obra El nomos de la tierra, escrita tras la Segunda Guerra Mundial, Schmitt identifica el papel del Katechon con el Imperio cristiano medieval, el Sacro Imperio Romano Germánico. Aquel Imperio habría sido el gran obstáculo que detuvo durante siglos el avance de la anarquía y el caos, el dique frente a la anomia. No era un poder eterno, pero sí una institución que, aun consciente de su finitud, encarnaba una vocación trascendente: retener el mal en la historia.
Para Schmitt, el Imperio simbolizaba la unión entre poder y misión, entre política y teología. Era el recordatorio de que el poder terrenal, si quiere tener sentido, no puede renunciar a su dimensión espiritual. Una corona sin misión es un mero cesarismo, como el de Napoleón. Por eso, cuando ese poder se degrada y se convierte en puro instrumento técnico o económico, pierde su vocación katechontica, su capacidad de frenar la disolución.
Una teología política personal
El pensamiento de Schmitt se suele recordar por su célebre definición de lo político —la distinción entre amigo y enemigo— o por su teoría del soberano como aquel que decide sobre (y en) el estado de excepción. Pero detrás de esas fórmulas jurídicas late una teología política: la convicción de que no se puede entender la política sin una idea del destino último del hombre y del mundo. Si aquí se habla de teología política no se hace en el sentido de aquella sociología histórica que el propio Schmitt exploró a lo largo de su dilatada y brillante carrera como arqueólogo de la genealogía teológica de los conceptos políticos modernos. Porque, como recuerda con razón Massimo Cacciari, “la expresión ‘teología política’ no puede limitar su significado a definir la influencia ejercida por ideas teológicas en formas de soberanía mundana, presuponiendo una separación originaria entre las dos dimensiones, sino que debería captar en especial la orientación o el destino político inmanente a la vida religiosa, que es el fundamento de la propia elaboración teológica”.
Schmitt veía en el cristianismo una tensión permanente: el Reino de Dios ya está aquí, pero todavía no ha llegado plenamente. Esa espera genera un tiempo intermedio, un “entretiempo” donde la historia humana se desarrolla bajo la sombra del fin. En ese intervalo, el Katechon tiene su función: dar sentido a la historia mientras llega el final, mantener el orden del mundo frente a las fuerzas que buscan su disolución.
Desde esta perspectiva, el Katechon es el puente que une la fe en el más allá con la acción en el aquí y ahora. Frente a quienes entienden la escatología cristiana como una espera pasiva del fin del mundo, Schmitt sostiene que el cristiano debe comprometerse con el mundo y con la historia. Esperar no es lo mismo que paralizarse. Así, contra la parálisis escatológica, la política, lejos de ser un juego de intereses o una mera gestión técnica, es el escenario donde se libra la batalla espiritual entre el orden y el caos. Ahora bien, ¿cuál es la naturaleza de esa fuerza o figura que frena la llegada del Anticristo? ¿Es una fuerza espiritual o política? ¿Qué relación se puede establecer entre dicha fuerza misteriosa, personal o impersonal, y el concepto schmittiano de lo político?
La fuerza del bien, el bien de la fuerza
Schmitt no fue un pensador optimista. Como realista político de fundamento trascendente creía que el hombre, aunque social por naturaleza, es también un ser conflictivo, marcado por el pecado original. Esa misma condición caída hace necesaria la existencia de instituciones políticas, de leyes y de autoridad. En su libro Catolicismo romano y forma política, Schmitt afirma que el poder y la bondad nunca coinciden plenamente en este mundo, pero rechazar el poder en nombre de una presunta pureza moral es el peor de los errores políticos. “En el marco de lo temporal, la tentación del mal que subyace en todo poder es, ciertamente, eterna, y solamente en Dios se ve superado enteramente el antagonismo entre el poder y la bondad; pero lo peor y más inhumano sería querer escapar a ese antagonismo rechazando todo poder terrenal”.
Quien renuncia al poder deja el campo libre al desorden. Por eso critica a las ideologías antipolíticas que pretenden neutralizar los conflictos en nombre de una humanidad abstracta. En ambos casos, el resultado es el mismo: el debilitamiento del Katechon, la pérdida de la fuerza que mantiene el mundo en pie. Schmitt podría haberse hecho eco aquí de la visión expresada por Charles Maurras, el jefe de escuela de Action Française: “Existen debilidades tiránicas, debilidades malvadas y vencidos dignos de serlo, del mismo modo que hay vencedores benefactores, héroes de la energía y de la potencia a quienes la humanidad debe inmensos progresos, colosos de salud y fuerza que merecieron la bendición del pasado y del porvenir. La fuerza en sí misma, despojada de sus caracteres adventicios y circunstanciales, la fuerza que no está todavía al servicio ni del bien ni del mal, la nuda fuerza es por sí misma un bien, y muy precioso, y muy grande, porque es la expresión de la actividad del ser. Es imbécil pretender ignorar sus beneficios”.
De Roma al Sacro Imperio: el Katechon en la Historia
La fascinación de Schmitt por el Katechon tiene también un componente histórico y nacional. A sus ojos, el Imperio romano-cristiano había sido el gran Katechon de la historia europea, y su herencia continuó —aunque de forma imperfecta— en el Imperio germánico. De ahí el tono “germanocéntrico” de su interpretación: Alemania, en la medida en que representó la idea de Imperio y de orden frente al caos revolucionario, habría cumplido una misión katechontica en la historia de Europa.
Cuando ese espíritu imperial se derrumbó —primero con la Reforma, después con la modernidad liberal y el Estado-nación—, el mundo quedó huérfano de esa fuerza de contención. La historia, a ojos de Schmitt, entró entonces en un proceso de debilitamiento progresivo del Katechon, un declive del poder con vocación trascendente. La política moderna, dominada por el cálculo económico, la técnica y la moral individualista, ya no detiene el mal: simplemente lo administra.
De ahí su amarga constatación de que los Estados modernos son sólo katechones débiles, sombras de aquella fuerza que alguna vez dio sentido a la historia. En lugar de frenar el caos, el Estado liberal lo disfraza con un orden aparente, fundado en la neutralidad y el consenso. ¿Pero no es acaso la neutralidad el rostro amable de la decadencia? La equidistancia política se alimenta de la parálisis escatológica, y esta desemboca en la negativa a afrontar la lógica binaria del amigo y el enemigo. Una negativa que asumen los pueblos y civilizaciones que se dejan engullir alegremente por la mandíbula del tiempo.
De todo esto era perfectamente consciente Francisco Javier Conde, intérprete español de la obra de Schmitt, cuando afirmaba que “la idea de que es soporte el Leviatán español, su entraña misma es la antítesis de la neutralidad, es decir, la catolicidad, o sea, la universalidad, en otros términos, el Imperio. Soberanía, en España, no quiere decir síntesis lograda por la neutralidad, sino autoridad suprema. Imperio. Estado antineutral equivale, pues, a Imperio. No es un Estado hacia dentro, sino hacia fuera”. Para Conde fue Richelieu, “uno de los enemigos más admirables de España” (“¡Admirable Francia, enemigo admirable!” exclamó Giménez Caballero en Genio de España), quien entendió mejor el sentido del proyecto político español. “Es que, en efecto, Francia nace Estado, es decir, Estado hacia dentro, y España nace no Estado, sino Imperio”. E Imperio, aquí, quiere decir Katechon. “Esto –afirma Dalmacio Negro en El Estado en España-– se estableció ya en la para-estatalidad de los Reyes Católicos y se confirmó con Carlos I, a partir del cual evolucionó hacia el Imperio, caracterizado por su sentido universalista, organicista y de katechon o dique frente al Anticristo, en contraposición al Estado, de naturaleza particularista”.
El espejo del siglo XX
Schmitt vivió el siglo más convulso de la historia moderna: dos guerras mundiales, la caída de los imperios, la irrupción del totalitarismo y el triunfo de las democracias liberales. No fue un simple observador y eso le costó caro. No canta la palinodia y después de 1945, apartado de la docencia y del debate público, se convierte en una figura solitaria, encerrada en su casa de Plettenberg, donde escribe sus diarios y mantiene una rica correspondencia con algunos de los grandes pensadores europeos. Pero en esos años de retiro, el Katechon se volvió para él un símbolo personal y trágico. Observaba en la historia moderna la progresiva desaparición de esa fuerza que frena, y en su lugar, el avance imparable del nihilismo, el economicismo y la despolitización. En sus notas del Glossarium, su diario personal, lamenta que ya no se encuentra el Katechon. El poder que frena parece haberse extinguido para siempre, al menos el Katechon en su versión fuerte, que para Schmitt exige alguna forma de manifestación política efectiva. Veía signos de esa extinción por todas partes: en el Estado neutral, en el pacifismo utópico, en el dominio del dinero, en la tecnocracia sin alma. Lo que antes era una batalla por el orden se convertía ahora en una administración de lo inevitable. “Nada goza hoy de mayor actualidad que la lucha contra lo político”, escribió con amargura. Una lucha que solo podía ser el preludio del fin.
¿Quién frena hoy?
En sus últimos años, Schmitt seguía preguntándose quién podría desempeñar el papel de Katechon en la era moderna. Dudó de todos los candidatos: la casa de Habsburgo, los jesuitas, los imperios coloniales, Hegel, Savigny, los caudillos nacionales, incluso la democracia liberal. Le reprochó a su admirado Donoso Cortés no haber sabido incorporar el arcano del Katechon a su repertorio, haciendo fracasar su teología. A veces pensaba que figuras como Franco (“el humilde katechon”) o el general polaco Pilsudski, que resistió a la invasión soviética tras la Primera Guerra Mundial, habían sido modestos katechones locales, capaces de frenar, aunque sólo temporal y acotadamente, la disolución del orden. En otros momentos llegó a considerar al presidente y filósofo checo Thomas Masaryk (1850-1937), símbolo de la democracia liberal derrotada de entreguerras y fundador de la República checoslovaca, como el último katechon europeo. El suicidio provocado de su hijo, el diplomático Jan Masaryk (1886-1948), a manos de los comunistas en la tristemente célebre defenestración de Praga, le “afecta profundamente y de modo muy personal”, según confiesa en su diario.
Esa paradoja revela mucho sobre la desesperanza del Schmitt de posguerra. Incluso la democracia liberal, que había combatido con tanta dureza, podía convertirse —a falta de algo mejor— en el dique más tenue frente a la barbarie totalitaria. Pero ese reconocimiento no era una reconciliación, sino un diagnóstico trágico: si el katechon se había debilitado hasta ese extremo, la historia estaba ya al borde del abismo. Este hipotético Schmitt apocalíptico recuerda al René Girard lector de Clausewitz. Ninguno de los dos encuentra ya al Katechon. Huérfanos del poder que frena.
Un legado incómodo y fecundo
El pensamiento de Schmitt sigue siendo inquietante porque obliga a mirar la política desde su costado más oscuro y desagradable. No hay en él ninguna ingenuidad sobre la naturaleza humana ni sobre la función histórica de las instituciones. Su reflexión sobre el Katechon puede leerse como una advertencia: las sociedades que renuncian a defender un orden político con sentido trascendente están irremisiblemente condenadas a ceder ante las fuerzas del caos.
Hoy, en un mundo saturado de relativismo, tecnocracia y discursos apolíticos humanitarios, el diagnóstico de Schmitt conserva una extraña vigencia. No se trata de compartir diagnósticos pretéritos ni de apelar a una nostalgia imperial anacrónica, sino de entender su intuición de fondo: sin un principio trascendente que frene, sin una autoridad superior que imprima un sentido vertebrador, la historia y lo político se desintegran.
El año 1989 selló el presunto fin de la historia para los hegelianos de salón. Schmitt hubiera visto confirmados sus peores augurios. Pero no se puede cerrar la puerta de la historia sin abrir el paso a la tragedia. Y hoy la historia, con la tragedia, parecen regresar de la mano a la vida de Occidente.
El hombre-katechon, ¿el último hombre?
La soledad katechontica y la orfandad política de Schmitt se revelan en las enigmáticas palabras anotadas en su diario el 25 de septiembre de 1949: “El Katechon, ésa es la carencia, ese es el hambre, necesidad e impotencia”. Unas palabras que solo adquieren su sentido oculto en el único y enigmático apunte de ese mismo diario el 25 de marzo de 1948: “Yo soy ahora más que Thomas Masaryk”.
Quizá, como sugería Schmitt, el Katechon ya no pueda hoy ser representado en una institución o poder políticos sino en una actitud íntima de resistencia espiritual interior, resistencia lúcidamente consciente de la cartografía epocal que el hombre occidental debe afrontar para combatir en cada momento y circunstancia a las potencias disolventes de la anomia. En tiempos de crisis, esa consciencia —más que cualquier ideología— puede ser la verdadera fuerza que frena. La mayor debilidad histórica del Katechon debe compensarse con la fortaleza inexpugnable de la inteligencia y el espíritu. Una fuerza interior que no claudica ante los cantos de sirena del mundo y que será, quizá, semilla de la restauración. Lo acaba de recordar Carlos Marín-Blazquez en una pieza magistral publicada precisamente en esta tribuna, Por qué luchamos, verdadero manifiesto de la resistencia del espíritu.
Así, podemos leer la lucha personal como lucha katechontica: no porque garantice un orden global en ruinas, sino porque mantiene vivo lo que todavía puede perderse —la persona, la identidad, la libertad—y conserva encarnadamente vigentes depósitos de sabiduría, audacia y coraje entre aquellos que esperan y no desesperan. Que esperan una recompensa mayor que la victoria mientras custodian el castillo de las realidades ignoradas hasta que fluctúe el signo de la época: en ese entre-tiempo, esa resistencia interior es ya un acto pleno de sentido. Y que no desesperan, igual que los griegos de Jenofonte, hombres libres que perseveran en la alegría y, armados con ella, se lanzan al combate. La alegría, nos dice Marín-Blazquez, “que naturalmente se desprende del hábito de pensar como alguien que, en su fuero íntimo, se niega a someterse a la tiranía del número”. Un hombre-katechon, un hombre-dique, un hombre que atesora en su fuero íntimo la energía moral que frena todas las miserias, todas las mezquindades y cálculos del mundo. Quizá este haya sido siempre, desde los días de la lejana comunidad cristiana de Tesalónica hasta el fin de los tiempos, el único hombre que ha entendido y entiende al Apóstol: “Y ahora vosotros sabéis lo que lo detiene”. Y tal vez este hombre sea hoy –y en realidad haya sido siempre– el último hombre.
La Gaceta de la Iberosfera