Jerónimo Molina
Alain de Benoist, mucho más como nombre escrito que como amigo frecuentado, junto a otros, forma parte, para utilizar una de sus expresiones favoritas, de mi chemin de pensée. Al mismo tiempo, su obra –la parte de una bibliografía inmensa, oceánica, a la que he tenido un acceso franco, con altibajos, desde hace más de veinte años– ha contribuido a decantar en mí, podría decir, con suma modestia, «une certaine idée de la France» (C. de Gaulle) y su cultura.
Estudiante de bachillerato cuando todavía el francés era en España la «langue étrangère» por excelencia de los planes de estudio y la historia de Francia del siglo XIX era casi toda la historia de Europa que venía en nuestros libros de texto, me he sometido de buen grado –por una casualidad que se hace después vocación y pasión– a ciertas radiaciones, tal vez de signo rival, cuando no antagónico, que me alcanzan desde mediados de los años ochenta y finales de los noventa del siglo pasado: a/ Serge Gainsbourg (Live 1986), Julien Freund (L’essence du politique), Henri de Montherlant (La relève du matin) y Jean Renoir (Toni), en ese orden, y b/, correlativamente también, Daniel Darc (Sous influence divine), Alain de Benoist (Communisme et nazisme), Pierre Drieu la Rochelle (L’homme à cheval) y Marcel Carné (Hôtel du Nord). Lo que decía, mi imagen de Francia.
Puedo explicarme así, por mi cercanía intelectual o estética con la obra que hay detrás de todos esos nombres, la impresión que me causa el ejemplar de Krisis, el número 8 (abril de 1991), que recibo sorpresivamente en casa de mis padres. El destinatario era un joven doctorando que, entonces –de 1992 a 1998–, desayunaba, comía y cenaba con Julien Freund para escribir su tesis. Krisis venía con una nota en la que reza «De la part d’Alain de Benoist» –la he visto ahora de nuevo y reconozco, entonces no, su característica caligrafía, ganchuda y aparentemente desgarbada– y que imaginaba escrita no por él, sino por el menestral de un emporio editorial eurasiático o, por lo menos, transiberiano, siguiendo las instrucciones del ficticio gran Tamerlán de las Ediciones del Laberinto, M. A. de Benoist.
Una cierta frialdad o, tal vez, un retraimiento congénito, natural en los espíritus contemplativos –Alain de Benoist se reconoce absolutamente «hombre reflexivo»–, no están reñidos con una cordialidad y una solicitud que nunca hace acepción de rango (académico o de otra especie). Le pedía yo en aquella ocasión, desde mi pueblo remoto, animado a escribirle por Günter Maschke, una fotocopia del artículo «Politique et morale», del maestro Julien Freund, y me encontré con el inesperado obsequio del volumen que lo contenía –arranque de generosidad con novilleros del oficio que no son tan frecuentes en los pagos «intelectuales» y «universitarios»–.
Lo que para mí revela este sucedido, anecdótico pero absolutamente personal e intransferible, es la calidad humana de una inteligencia silenciada o marginada por el circuito académico, aunque en modo alguno marginal. Hay, a mi juicio y servata distantia, un cierto paralelismo, formal y exclusivamente relativo a su presencia pública y a sus lectores y seguidores, en Francia y en el extranjero, con Charles Maurras. Puedo entender las razones de fondo que De Benoist arguye para oponerse, en cuanto tiene ocasión, por consideraciones tanto estéticas como políticas, a esta opinión, que, evidentemente, no es solo mía. En cualquier caso, como decía, no abundan perfiles como el suyo, podría decirse que nodales y creadores espontáneamente de sinergias, refractarios al autorreferencialismo característico, como tipo estadísticamente promedio, del profesor patentado.
Fue una suerte encontrarme entonces con él, en una etapa de madurez científica de su órbita, de su «mouvance», en la que ya quedan atrás, reabsorbidos, los periodos –él diría seguramente «trayectorias»– de efervescencia ideológica de la Nouvelle Droite, ND (años 1970, hasta Les idées à l’endroit) y de creación de estructuras intelectuales (años 1980, hasta L’empire intérieur). Ajeno, pues, a las vicisitudes de la etiqueta «ND», de sus réplicas europeas, en algunos casos con contribuciones originales al acervo común (Italia), y de los prejuicios y proscripciones que trae implícita, llego a Alain de Benoist sin mediatizar por su cartel de «ideólogo», «polemista» o «jefe de filas», atraído exclusivamente por su realismo político, su facilidad literaria, su método de lector a destajo y su bibliomanía.
En este sentido, Alain de Benoist, «víctima de una falsa imagen», nunca ha sido para mí una referencia para el combate político, que no desprecio, pero que no me interesa –legítimamente sí lo ha sido para algunos de mis amigos, activistas del gramchismo, tan famoso como estéril cuando lo cultiva la derecha, pues fácilmente se transforma en un «conspiracionismo banal»–, sino un revulsivo contra ciertas rutinas escolares de la historia de las ideas políticas y los movimientos sociales. De su «obra» objetivada, tan difícilmente clasificable –¡necesitaríamos para ello al «custodio de las fuentes», Piet Tommissen, la «ardilla de Flandes»!–, me inclino, mayormente, a/ por su crítica sistemática y profunda del liberalismo, como doctrina económica, ideología política, modelo antropológico, axiología y filosofía del progreso –y que no hay razón para aceptar en bloque, íntegramente–, b/ por sus aproximaciones sucesivas, presentes en muchas de sus páginas, a la distinción derecha-izquierda, una dicotomía más bien epidérmica y accidental, y c/ por sus catas sobre los escritores epónimos de la Revolución Conservadora alemana y el No-Conformismo francés de las décadas de 1920 y 1930. Estas tres coordenadas (xyz), a mi modo de ver centrales, no agotan en absoluto otros focos de atención: sobre los clásicos políticos ignorados u olvidados, sobre la teología política y las manifestaciones de lo sagrado, etc. De su «método», por último, prefiero la búsqueda de nuevas síntesis, intensificada estos últimos años.
He releído para la ocasión festiva de su octogésimo cumpleaños (el próximo 11 de diciembre), como siempre con sumo interés y gusto y a ratos también con lupa y un lápiz, tres libros en los que comparece un Alain de Benoist que no se deja captar fácilmente en otros contextos o registros de su obra escrita o hablada: el cronista de sí mismo de Mémoire vive (2012), el diarista de Dernière année (2001) y aforista de L’exil intérieur (2022). Aquí y allá se encuentran, paradójicamente, algunas claves para llegar a la obra desde el hombre «que evita escribir en primera persona».
Alain de Benoist tiene por summum de la concisión biográfica la presentación de Aristóteles por Martin Heidegger, simplificada aún más, pro domo sua, por él mismo: «Aristóteles nació, vivió y murió». La misma (poca) importancia atribuía el comparatista George Dumézil a las experiencias personales, a la vida (Erfahrung, vécu) para abordar las teorías y doctrinas de un investigador. Borrar el rastro, también el de la vida, desmontar el andamiaje al terminar cada libro, es el exigente consejo de Dumézil. Y a empezar de nuevo. De Alain de Benoist, felizmente, ya no podremos decir eso, pues tenemos, además de la leyenda oral de tantos correspondientes suyos de todas las latitudes, esos tres libros que acabo de mencionar. En ellos queda el rastro encarnado y vivo de su obra; de las circunstancias incitadoras de su pensamiento; de ciertas ideas que, de pronto, surgen y que, de no quedar consignadas en un cuaderno, se perderían, como el rastro de una estrella fugaz que centellea levemente en la noche, oscura como boca de lobo. Todas esas notas ilustran la cinegética sutil (subtile Jagd) de este «cazador de ideas que son como mariposas», de un coleccionista de la estirpe de Ernst Jünger. Además de «mariposas» conservan esas páginas las «scories de l’atelier» de Alain de Benoist, lo que el poeta Miguel d’Ors llama «virutas de taller», es decir, lo sobrante y gratuito, pero no por ello menos precioso, de la tarea escritora y lectora cotidiana.
Desde el punto de vista de la preceptiva literaria, la prosa de Alain de Benoist es transparente. Los jeux d’esprit y el ingenio que le dan tono no perturban la claridad de su discurso, sino que vienen a acentuar su clasicismo. En español diríamos que su prosa es ática. Me parece que un francés como el suyo tiene que ser inteligible incluso… para quienes no saben francés. Hay en las páginas que han concentrado mi atención segmentos representativos de la versatilidad de su estilo y de sus querencias literarias, inopinada muestra de los registros literarios más dispares. En L’exil intérieur le vemos escanciar concienzudamente decenas de aforismos. «La Realpolitik: esta palabra debería considerarse un pleonasmo». «Sólo en la historia se reconcilian la intensidad (intensité) y la duración (durée)». Una respuesta, la única admisible, a los lugartenientes del «humanismo», aquí va: «Lloraré vuestros muertos cuando vosotros lloréis los míos». Classieux!, que diría, sin duda, Lucien Ginsburg / Serge Gainsbourg. Y este otro, que trae como un aroma neomalthusiano pasado por Gaston Bouthoul: «Natalismo: alegato de derechas a favor del reino de la cantidad». También hay algunos aforismos engastados en Dernière année e, incluso, en Mémoire vive. Un curioso cuestionario Proust a la canadiense. Poemas de juventud. Y un haïku.
No pretendo someter el juicio sobre la obra al juicio biográfico, pero no se puede obviar lo que revelan esos tres libros, que no dejan de ser las facetas complementarias de un mismo libro único in fieri. Particularmente se ilumina en ellos, en mi opinión, a/ lo que en el pensamiento de su autor pertenece al orden los «conceptos políticos» y al orden de las «posiciones políticas», b/ el problema del tiempo, vivido como una obsesión que parece gobernar su vida, y c/ las vislumbres de España y el régimen político decisivo de su historia contemporánea, su clave de arco –la dictadura constituyente de desarrollo del general Franco en la precisa terminología jurídica política de Rodrigo Fernández-Carvajal–.
En el prefacio de Positionen und Begriffe distinguía Carl Schmitt entre conceptos objetivos (Begriffe) y posiciones subjetivas (Positionen). Buscaba poner a salvo su vida de la cuadrilla de facinerosos con la que se ha codeado, intensamente, desde la Pascua de 1933 al verano de 1934. Todo en ese libro, desde el título elegido a la selección de los textos, está concebido como un salvoconducto personal, ya que cultivar el derecho público es un oficio de riesgo mortal. Por otro lado, sabe Schmitt que «nadie puede dar dos veces el mismo discurso ni escribir el mismo artículo». Cualquier obra pertenece al tiempo que fluye y relativiza todo y la suya en grado sumo. No obstante, una «experiencia dura y amarga» le ha permitido alcanzar ciertas verdades científicas indiscutibles (unbestreitbar). Aunque no siempre se expresan a las claras, con ellas aspira Schmitt también a limpiar su honor «en la senda de la verdad científica».
No hay escritor político de algún valor en quien el «concepto» –«constante histórica perfectamente indiferente a nuestras opiniones subjetivas» (Jules Monnerot)–, no se enrede en sus compromisos personales, viéndose por ellos desdibujado. A veces no resulta nada fácil establecer semejante distinción. Puede que el propio autor sea el menos indicado para trazar una línea divisoria, pues cuando la obra se objetiva en un texto decae el interés por su motivación psicológica. Esa misma objetividad tampoco se ha de ver comprometida por el momento histórico –objeto y situación concreta dice Carl Schmitt– en el que la palabra política es pronunciada, pues todo concepto político tiene un sentido polémico (polemischer Sinn) y presupone un antagonismo y una situación concretos. Todo concepto es circunstancia reabsorbida y realidad objetivada, «unidad objetiva de sentido» (Hans Freyer). Un concepto o una regularidad política –en el sentido de las regolarità de Gianfranco Miglio– no dejan de serlo porque su develador sea un mal padre de familia o un personaje sin escrúpulos. O un santo. Hermann Heller creía en el socialismo nacional, pero no por ello dejaremos de admirar su Teoría del Estado. Carl Schmitt creía en la resurrección de los muertos y Thomas Hobbes que «Jesus ist the Christ»: ¿cambiará nuestra opinión sobre El concepto de lo político y Leviatán?
En la obra de Alain de Benoist hay una tensión permanente entre los conceptos y las posiciones, resultando estas de la proyección de aquellos sobre la acción política. Esto es inevitable cuando la inteligencia se entiende como un sacerdocio y la militancia como una escuela en la que uno se compromete absolutamente. Se dice el autor, por otro lado, «enfermo de objetividad». Su vocación es teorética, llegar a la raíz de las cosas su acicate mayor y no ser indiferente al «don» de la verdad su máxima intelectual. Pues únicamente quien se libera de las pasiones del momento (posiciones) puede «franquear el muro del tiempo». Una de esas pasiones, la más perturbadora de todas, es justamente la política. Esta ha sido, según su propia confesión, la maldición de su vida. Ya que por gratificante que pueda llegar a ser, la acción política «no es, en general, sino tiempo perdido». En este sentido, su labor ha sido esencialmente metapolítica.
La metapolítica, sinónimo inicialmente de trabajo intelectual mancomunado, aspira a desarrollar sólidas nociones teóricas, pues sin ellas no hay acción política eficaz. Clarifican el brumoso panorama metapolítico los dos tomos del reciente Trattato de metapolitica de Carlo Gambescia. Pero lo difícil es «mantenerse al margen de la política» sin perder la perspectiva de las regularidades de lo político. No es extraño por ello que, en un principio, la metapolítica se relacionara con el tipo de consideraciones estratégicas sobre la conquista del poder que desembocan en el gramchismo. Pero el escritor metapolítico no se preocupa por la proyección política de sus ideas. A fin de cuentas, lo que más vale de una teoría política es aquello que no depende ni de su realización ni de las circunstancias históricas. Por otro lado, el escritor metapolítico no es un intelectual orgánico, aspiración obsesiva del publicista gramchiano. Su mirada teórica no tiene como objetivo una política particular, sino captar conceptos y definirlos. Escribe Alain de Benoist: «De lo que se trata es de ir a lo esencial debajo de la costra de los microacontecimientos» y, a continuación, obtener una definición, pues, «siempre he experimentado la pasión inmensa de las definiciones».
La dimensión colectiva de la metapolítica, que explica la insistencia del autor en una «escuela de pensamiento», precisamente una Nouvelle École, le impulsa a señalar un cierto paralelismo con la Escuela de Fráncfort. Su experiencia, sin embargo, le lleva a concluir que haber hablado imaginariamente en nombre de un «nosotros» le ha hecho perder 20 años de trabajo. Y esto pone de manifiesto una vida intelectual contrarreloj en la que no hay tiempo que perder. Un solo problema gobierna su vida: el tiempo y su modo empleo. Así le he visto en Uberlândia, en Murcia o en Mazarrón, en París y en La Haya: trabajando incansablemente en sus bibliografías de las derechas francesas, uno de sus pasatiempos favoritos, en los «cartuchos» de Éléments o en la última edición de alguno de sus libro para Italia, su patria electiva. Alain de Benoist, un motor que funciona a pleno régimen 365 días al año, Sr. Stajanov, como le llamaba Günter Maschke, no tiene un minuto que perder, tampoco respondiendo a las críticas superficiales.
Consideración particular merece el interés de Alain de Benoist por España, condicionado no por sus conceptos metapolíticos, sino, más bien, por sus posiciones políticas. Es natural su simpatía por los grupos falangistas de izquierda y, al mismo tiempo, una cierta prevención hacia el «jacobinismo lírico» de José Antonio Primo de Rivera, sin perjuicio de la admiración que despiertan en él el Valle de los Caídos, «grandioso conjunto arquitectónico» y El Escorial, «la perfección en la sobriedad». Pero ya no se entiende tan bien su visión posnacional de las Españas y las identidades nacionales centrífugas (nacionalismos catalán y vasco). Todo ello ionizado por un sutil antifranquismo, que, en perspectiva metapolítica, no comparto. Como diría Julien Freund, Franco no es sólo un «el único ejemplo de un terror blanco políticamente triunfante», sino también, en cierto modo, por su espíritu de resistencia entre 1934 y 1939, un «genio de la decadencia».
Sin embargo, sabemos que a De Benoist no le gustan nada el general Franco ni su dictadura. Esto, más allá de la accidentalidad de los regímenes políticos –de todo régimen político–, tiene su lógica, a mi modo de ver, en un cierto «antispanischen Affekt» congénitamente francés. Pues el antifranquismo no es más que la penúltima actualización de la Leyenda Negra. «Franco me disgusta…», escribe («Je n’aime pas du tout Franco…»). Sin embargo, Hugo Chávez, antiliberal como el general Franco, le resulta «decididamente simpático».
No me imagino a Alain de Benoist viviendo en Madrid –tampoco en Roma ni Berlín, solo en París–, ni siquiera hoy, en pleno neo-posfranquismo, cuando el signo de Antígona y el furor necrófilo de la izquierda han sucedido en España a la sombra de Caín, pero mucho menos le veo yo en Caracas, paraíso del «Socialismo del siglo XXI»: la Venezuela distópica a lo Ernesto Laclau de la que han huido muertos de hambre centenares de miles de venezolanos. Mon cher Alain, je n’aime pas du tout E. Laclau & Wife. Ernesto Laclau, mero «amplificador de sugestiones dominantes», que diría Jules Monnerot, inmune al virus de sinistrismo, fue profesor universitario en Essex (Reino Unido), pero no en la Universidad Bolivariana de Venezuela. Como la urraca de las pampas, Laclau pega el grito en un sitio, pero pone los huevos en otro. A su incoherencia existencial de su cháchara politiquera le cuadra a la perfección un dístico delicioso que tomo de La araucana, poema épico del soldado y poeta Alonso de Ercilla: «¡Qué bien damos consejos y razones / lejos de los peligros y ocasiones!».Pero vuelvo a Madrid, pues la España de Franco (dictator pepetuum), según la percibe Carl Schmitt en su viaje de 1951, había recuperado con su dictadura autoritaria la conciencia y el orgullo nacionales, señalando, como el general De Gaulle (dictator ad tempus), el rumbo de los soberanismos futuros.
Por lo demás, resulta muy esclarecedora la lista de odiadores de Franco. Para no salir de España, aquí apunto algunos made in Spain: el populismo antipopular de la izquierda, pillado en «la trampa de la diversidad»; los liberalios –neologismo ya imprescindible para cartografiar el liberalismo contemporáneo–; los profanadores de tumbas –los del partido de la guerra civil, del fraude electoral de 1936 y la corrupción económica y moral de los años 80 en adelante–; el nacionalismo separatista y los antiguos terroristas reconvertidos en demócratas de la tercera edad, asesinos confesos que aspiran a presidir una Comisión de Derechos Humanos… En el peor de los casos, como dice el propio Alain de Benoist, «hay regímenes defendidos por la estupidez [o la vesanía] de quienes los atacan». Podría ser un buen principio para reevaluar in politicis el último siglo de historia de España y, en su caso, rectificar… ¿Quiénes son los enemigos de España? ¿Quiénes se nutren de odiar lo que representa?
Ea, querido Alain, «¡El alcázar no se rinde!». Ad multos annos!
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