sábado, 6 de abril de 2013

Patrias: el Caribe está unido por la manteca


Alberto Salcedo Ramos
El Puercoespín

En una calle de Estocolmo, un haitiano tal vez piense que el jamaiquino que está a la vista, en la misma acera por donde él anda extraviado, es uno de los suyos. Cuando lo oiga hablar en inglés quizá sienta la decepción del sediento que, en el desierto, acaba de ver un oasis donde no lo había.
Si al frente de los dos está una mesa de fritangas que no es ni jamaiquina ni haitiana sino venezolana, uno y otro –y por supuesto también el señor de Venezuela que vende las frituras– se sentirán en familia.

Lo que nos divide en el Caribe, según el poeta dominicano Pedro Mir, es la lengua. Lo que nos une, según la escritora puertorriqueña Magali García Ramis, es la manteca. Empanadas repletas de carne grasosa y vísceras de res que chorrean aceite, encuentra uno en Kingston y en Cartagena, en La Habana y en Portobello. En el Caribe inglés y en el español, en el holandés y en el francés. A las diez de la mañana o a las seis de la tarde, muchísimas de nuestras calles se convierten en comederos comunales. Y descomunales.

Hay otras cosas comunes, desde luego. En nuestro territorio principió la colonización de América. El mar en el que nuestros antepasados buscaban la armonía con el Universo, nos fue arrebatado por las grandes potencias, que no lo usaron como fuente de belleza sino como teatro de guerra. También nos une el predominio de la luz sobre la penumbra y un cierto garbo de danza que convierte el acto de caminar en la antesala de la fiesta. Luego está el tambor, que nos pone alas en los pies y nos hace pensar, como Giradoux, que el cuerpo no debe ser la primera sepultura del esqueleto. Nadie quiere matar ni matarse cuando suena el tambor, ya sea en un bolero cubano o en un reggae de Jamaica. Tal vez por eso, pese a afrontar los más agudos problemas sociales, el Caribe es la región del mundo que presenta el menor índice de suicidios.

Entre todas las cosas que nos unen, nada tan sabroso como una fritanga que extiende ante nuestros ojos su variedad de colores y texturas. Pienso, por ejemplo, en una Reina Pepiada caraqueña, en un mofongo de San Pedro de Macorís o en una butifarra de Soledad. Se trata de un placer que, en principio, es óptico y después visceral. No importa que, como dicen algunos, esta adicción a la grasa sea la opción que elegimos en el Caribe para, de todos modos, suicidarnos. Para perder lentamente en la mesa la vida que nos había devuelto el baile.

Seguir leyendo: Click