lunes, 1 de abril de 2013

La vida en los puños

Alberto Salcedo Ramos con Kid Pambelé
 
Alberto Salcedo Ramos
El Colombiano

Me encanta el boxeo porque estoy habitado por un bárbaro que disfruta viendo cómo dos hombres se muelen la osamenta a puñetazos.

Crecí en un pueblo del Caribe -Arenal, Bolívar- donde pelearse a trompadas era muy común. Se usaba para resolver los conflictos antes de que se tornaran irreparables.

Hasta nuestros propios padres nos preparaban el escenario para que nos aporreáramos cuando veían que estaban surgiendo entre nosotros antagonismos peligrosos.

Jamás hubo un muerto en aquellas reyertas. Tan solo vi pómulos tumefactos y narices enrojecidas. Era el precio que había que pagar para mantener a raya las enemistades.

Después de la pelea, a cada muchacho se le quitaba lo que nuestros tíos llamaban "la rasquiñita".

Sé de otras comunidades donde los chicos resuelven sus diferencias a cuchilladas o a plomo, justamente por no tener los arrestos para darse un buen par de puñetazos.

En los pueblos atrasados del Caribe, las camorras cumplían una función recreativa importante: convertían en una película de acción la vida de las esquinas.

Hasta las mujeres abrían las ventanas para ver aquello. Y cuando dos hombres se encendían a golpes no decíamos que habían peleado sino que habían "alegrado la calle".

Yo me alegro desde niño cuando hay peleas. Todos los que pertenecemos a esta cofradía tenemos, como dice el periodista John Schulian, algo de voyeristas.

Al boxeo le debo ciertas imágenes estupendas: las piernas de Bernardo Caraballo, siempre en trance de levitación; la belleza del gancho zurdo de Joe Frazier, una jabalina que de pronto se convertía en relámpago; el movimiento del tronco de Pernell Whitaker, expresión sublime del engaño, el jab de Kid Pambelé, una mezcla de zarpazo de pantera con luz de bengala.

La egolatría de Mohammad Alí me parece una puesta en escena del Quijote. 

Seguir leyendo: Click