domingo, 2 de julio de 2023

En busca de la prevalencia de los idiotas VIII

 


Benjamin Constant

 

 

Martín-Miguel Rubio Esteban

Ya en el Mundo Antiguo tan gran prestigio alcanzó el término Democracia, como sinónimo del paraíso del hombre en la tierra, que incluso cuando ya no prevalecían los idiotas en el sistema político, los historiadores seguían calificando de Democracia las épocas de paz y felicidad. Así, el historiador griego Elio Arístides llamará Democracia al reinado de los emperadores antoninos, sin duda la «aurea aetas» del Imperio Romano. Paradójicamente la Democracia ha ido adquiriendo sentidos nuevos radicalmente contrapuestos a su originario significado. Entre los griegos helenísticos aún tenía el sentido de «república», principalmente frente a los reinos que se habían originado a partir de las dinastías creadas ex nihilo por los grandes generales de Alejandro Magno, pero entre los griegos sometidos a los emperadores romanos llegaba incluso a aplicarse, en sentido elogioso, al emperador autocrático: «Una común democracia de la tierra se estableció, bajo un hombre, el mejor, legislador y guía, y todos fueron uno, como en un centro urbano común, a la hora de recibir lo suyo» (vid. Elio Arístides, Elogio de Roma, 60). Por eso no nos puede extrañar que la palabra hoy en España siga su curso de depravación.

 Y esto nos lleva directamente al asunto de la libertad, fundamento sagrado en todo régimen político que se denomine democrático. Los atenienses de los siglos V y IV a. C., lo mismo que otros griegos coevos, definieron su propia libertad contrastándola con la esclavitud. Es decir, definieron la libertad de forma negativa. Ser libre es no ser esclavo. La liberación política significaba, psicológica e históricamente, distanciarse uno mismo del status de esclavo. No hay que olvidar que los comienzos del autogobierno ateniense coincidieron con la liberación, gracias a Solón, en el siglo VI a. C. de aquellos que habían sido “esclavizados” para uso de los ricos. Antes de Solón, el deudor pagaba la deuda ante su acreedor con su persona, aunque fuera un ciudadano libre. Solón lo prohibió. El acreedor podía dejarte sin casa y desnudo, pero tú seguías siendo un idiôtês con poder político en la Asamblea —incluso desde tu posición de thetês, a partir de Clístenes—. La libertad tanto de los países como de los individuos no significaba otra cosa que independencia. Se es más o menos esclavo en la medida en que uno es más o menos dependiente. La exitosa resistencia de Atenas a caer en la esclavitud por causa de los persas a principios del siglo V fue, decía Herodoto (5.66), una consecuencia de la liberación ateniense de la tiranía de Hipias. De acuerdo con el autor hipocrático del tratado médico Aires, Aguas y Lugares, los hombres independientes (autónomoi), a diferencia de aquellos que son siervos de sus reyes, son bravos a causa de que corren peligro «en defensa de sus propios intereses, y no en defensa de los intereses de otros» (23). La libertad significa no estar sujeto a otro, no fatigarse a causa de los intereses de otro, ser capaz de realizar los propios propósitos de uno; en suma, no ser como un esclavo. Sin embargo, si el hombre libre no tiene trabas de ningún tipo en la búsqueda de su propio bien, ¿no podría convertirse su propósito en egoísta tiranía? El hombre libre busca evitar estar dominado por alguien que ordena en su propio interés y, sin embargo, el hombre libre intenta él mismo ordenar el mundo de acuerdo con sus propios intereses. Esta tensión se contiene dentro de la pólis: la libertad es compatible con estar gobernado en circunstancias de autogobierno, ya que los ciudadanos ordinarios ( idiôtai ) gobiernan en su propio nombre, y sus propios intereses de idiôtai constituyen el interés colectivo.

 Ahora bien, el viejo Platón de Las Leyes, más Aristocles que nunca y menos Sócrates que nunca, nos complicaba la noción de libertad cuando afirmaba que el hombre es pura contradicción consigo mismo y que, por tanto, no se sabe hasta qué punto quiere uno lo que dice que quiere. «Todos los hombres son pública y privadamente enemigos de todos los demás, y cada uno también es enemigo de sí mismo»(626d). «En cada uno de nosotros existe una guerra contra nosotros mismos» (626e). ¿Has qué punto el desesperado puede ser libre? Más adelante Platón cree en la posibilidad de que tengan coherencia «los buenos», y que, por tanto, sean libres. «Son buenos los que pueden gobernarse a sí mismos y malos los que no pueden» (644b). Incluso el ya rígido Platón sostiene que «los buenos» en libertad llegar a ser «muy buenos». «Los que son buenos entre los atenienses lo son de modo extraordinario, porque sólo ellos son buenos sin coacción, por naturaleza, por don divino, sinceramente y sin fingimiento alguno» (642, c-d).  Sin embargo, conviene que en caso de estar uno «desesperado» sea el propio individuo quien lo diga y busque ayuda y, si es necesario y él lo ve oportuno, se autorreprima y autolimite; pero nunca la sociedad y el mismo Platón tendrán el derecho de no dejarle estar «desesperado» y perplejo consigo mismo. Porque lo que debe quedar claro es que «la libertad no es otra cosa que lo que los individuos tienen derecho a hacer, lo que la sociedad no tiene derecho a impedir» (Bejamin Constant, Principes de Politique, 28 ). De los procesos educadores de nazificación ( o desnazificación ), de comunistización ( o descomunistización ) abomina la Democracia primigenia. El individuo, en aquellas circunstancias que le son propias y que le atañen sólo a él, tiene la suficiente capacidad para desenvolverse por sí mismo, sin necesidad de que ninguna autoridad se ocupe de protegerle, de salvarle o de hacerle feliz sin su consentimiento. Si uno se equivoca, aprenderá de sus propios errores y no persistirá en ellos. Nadie, ni siquiera el Ministro del Interior, ni el más sabio Pretor, ni el Papa, ni Irene Montero —repudiada por otra arpía peor—, tienen el derecho de evitar al idiôtês o prevenirle esos errores, impidiéndole actuar por precaución. El derecho a equivocarse es, desde luego, uno, quizás el primero, de los derechos individuales. «Si los hombres permiten a la autoridad que les quite ese derecho, no tendrán libertad individual, y ese sacrificio no les protegerá del error, sino que la autoridad sustituirá los errores individuales con los suyos propios» (Benjamin Constant, op. cit.).

 

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