jueves, 1 de septiembre de 2022

Vida del pintor Bonifacio. Cuatro orejas y rabo

 


BONIFACIO

Turner, 1992

 Ignacio Ruiz Quintano


CUATRO
Cuatro orejas y rabo



Bonifacio siempre dice: no hay nadie como Dios. Y en los toros sus sueños son torear como Ordóñez y enriquecerse como Manolete, el torero de los pases engañabobos –aquellos que terminan en ina o illa–, pero que ha llevado el toreo a uno de sus momentos de mayor decadencia artística y de mayor rendimiento económico.

Es la época en que los toreros imponen la costumbre de pasar cerca del toro, y Bonifacio, que es partidario de dejar que sea el toro el que pase cerca del torero, tiene tiempo de aprenderse de memoria el catecismo del paseíllo: se torea y se baila con la cintura, y para eso hace falta el garbo que sólo es propio de algunas razas ágiles y flexibles, como los gitanos, que son los que mejor saben que torear es estar con, y que estar contra no es torear.

Ocurre, sin embargo, que los toros, y esto lo ha dicho Rafael de Paula, son como los hombres: “Unos te dejan que hables de ti, y otros no”. Algo de sangre gitana que le dio una abuela gaditana corre por las venas de Bonifacio, y los toros sólo lo han dejado hablar una vez en su vida: sucedió una tarde de 1955 en la plaza de San Sebastián, cuando Bonifacio, que antes había sido monosabio, cortó como matador cuatro orejas y un rabo.

Bonifacio se anunció en el cartel con Manuel Calero Calerito y con Rafael Sánchez El Saco, sobrino de Manolete. Era una novillada asesina, con picadores y muy gorda. Bonifacio recuerda que en el callejón, mientras Calerito y El Saco despachaban sus lotes, él no paraba de beber agua para quitarse el miedo, un miedo que le secaba la lengua y que no había sentido ni cuando actuaba de monosabio y Antonio Bienvenida le hizo un quite que le salvó la vida.

Los novillos no valían mucho, aunque Bonifacio dice que embestían como chavales. Titubearon en los caballos, y no recibieron castigo. Al citarlos de frente, con la muleta alta en la mano izquierda, los novillos pasaron alrededor de Bonifacio una y otra vez, hasta que con un buen remate de espaldas los dejó listos para la muerte.

No es fácil educar a un toro para la muerte. Si la educación no ha sido la adecuada, el torero corre el peligro de echar a perder en esa suerte, la suerte suprema, todos los logros de su faena. Bonifacio había soñado con un lote de embestida recta y sin desvíos para poder ejecutar esos lances simples y preciosos que se ejecutan aprovechando el viaje del animal, pero sus novillos, broncos, no tenían otro arreglo que no fuera alentarlos dejándolos pasar cada vez más cerca. Este toreo no suele ser atractivo, pero siempre conmueve, y el público estaba tan apasionado que Bonifacio, al entrar a matar, ni siquiera quiso ver los pitones: “Yo lo que quería –dice– era meterle un bajonazo y cazarlo, claro”.

La primera vez, Bonifacio entró a matar con los ojos cerrados, y supo que el novillo estaba muerto cuando se vio los dedos de la mano llenos de sangre, porque el estoque había penetrado hasta el pomo, y en el rincón de Ordóñez. Le dieron las dos orejas y el rabo.

La segunda vez, Bonifacio bajó lo más que pudo la muleta, apuntó hacia el rincón mortal, y, sin mirar los cuernos, salió entre ellos con violencia y sin espada, mientras el novillo exhalaba su último y espeso aliento. Le dieron las dos orejas, y salió de la plaza a hombros.

Bonifacio cree que lo que el público aplaudió aquella tarde con tanto entusiasmo fue el valor: “Bueno, el haberme quedado quieto –dice– ante aquellos dos bicharracos. Eso aplaudieron”. Con cuatro orejas y un rabo.

Cuatro orejas y rabo es el título del libro –el único libro– en que Bonifacio ha recogido todas sus impresiones taurinas, la grotesca verdad de la tauromaquia. Es un cuaderno de dibujos macrabizados que Bonifacio dedica a los autores de las palabras que le han inspirado sus dibujos de tauromaquia a lo largo del tiempo: Eugenio Noel, Gregorio Corrochano, Rafael Alberti, José María de Cossío

Bonifacio se asoma en ese libro a los ojos de los toros, y en cada visión lee como en silabario una jaculatoria. Es un cuaderno de emociones estéticas que ve la luz en Cuenca, editado por el Museo de Arte Abstracto Español, en 1973. Fernando Zóbel, su mecenas, anotó: “No me acuerdo muy bien de cómo surgió la idea del libro. Lo que sé es que desde el primer momento nos pareció extraordinariamente interesante la expresión gráfica del arte taurino por un pintor de categoría que antes había sido un torero de verdad”.

Hoy, a sus cincuenta y ocho años, Bonifacio ha estado a punto de volver por sus fueros, porque en San Sebastián se ha visto con Santiago Mayor El Barberillo, antiguo compañero suyo de cartel, que, con el pretexto de un homenaje, quería torear otra vez en Azpeitia. Dándole al chacolí, El Barberillo le ha dicho a Bonifacio que a la fiesta va a venir Antoñete, y, con el chacolí, Bonifacio ha pensado en vestirse un traje de corto que puede alquilar en Madrid, en la plaza de Tirso de Molina, con botos camperos y pañuelo gitano, para la fotografía y esas cosas, pero al día siguiente se despierta sin valor, considera que todo ha sido una bravata debida al pan con pimientos y al chacolí, y decide no hacerlo, “porque va a servir de choteo”, dice, “y una cogida, a estas alturas, aunque sea de un becerro, no es ninguna guasa”.

Bonifacio sabe que en los toros las epifanías son raras.