domingo, 11 de septiembre de 2022

Remembranzas Trevijanistas XX



 

Martín-Miguel Rubio Esteban

Doctor en Filología Clásica
    


Siempre vi en Joaquín Navarro la espontaneidad y nobleza del viejo español erasmista, cuyo patriotismo descansa en sus virtudes y no en una falsa lengua lacayuna del poder, de cualquier poder (la “Kolakís” aplaudidora de la que nos habla Erasmo). Porque con frecuencia los que tienen contacto con el poder, y tienen la irrefrenable pasión de seguir en sus aledaños, como moscas a la miel, se aplican a un servilismo tan contumaz que no pueden decir ya nada útil al señor que les otorga su cargo, con la mirada impasible de los dioses en calma. Y el que los propios medios de comunicación, como la turba de un circo romano, se pusieran a jalear el linchamiento de aquel buen amigo y excelente juez dará siempre la misma torpe y siniestra impresión que aquella plebe del Renacimiento europeo que bestial jaleaba las monstruosas prácticas inquisitoriales contra pobres gentes, que nos aparecen en el Malleus maleficarum de los inquisidores Jakob Sprenger y Iulius Institoris. Las ideas no delinquen jamás, sobre todo las que nacieron ungidas de generosidad, como aquéllas de Joaquín.

Los artículos sobre arte que durante todo el año 2002 Antonio publicó en el espacio de Otras Razones  de La Razón constituyen la construcción de toda una ontología sobre el arte que no podrá nunca pasar desapercibida ni por los creadores, ni por los espectadores, ni por los estudiosos. Su artículo “Socialidad de la belleza” supone la demostración lógica de la existencia de un creador y un espectador pacientes de una misma experiencia, de una memoria común sobre su roce personal con el gran misterio de la belleza, devolviendo el espectador a la obra creada el sentido humano de la belleza solitaria, que encerraba mientras permaneció escondida o incomprendida, haciéndola social aunque no sea coeva y treinta siglos la separen. El joven György Lukács, en su Teoría de la novela (1916), reconocía ya que el fuego que late en el corazón del artista (hombre universal, perfecto paradigma de la especie, sacerdote de los instintos originarios de la Humanidad), es el mismo fuego que late en las estrellas. Desgraciadamente, otros marxistas, como el hipermaterialista Ernst Fischer, casi un empiriocriticista –vid. su The necessity of Art
, no supieron jamás entender al genial ontólogo marxista húngaro.

La vida como Naturaleza es el fondo del que sale el “a priori” sobre la belleza. La experiencia de este a priori es, según el moralista Brentano, el filósofo de las intenciones y del que tanto se benefició la fenomenología de Husserl y que fue tan mal digerida por nuestro Camón Aznar, sensación de belleza y de verdad, con que sentía Leibniz un teorema sencillo, un axioma evidente, una demostración “sencilla y bella”. La sensación de belleza es una experiencia; la experiencia es una sensación del ser, que sobrecoge intensamente a todo sujeto. No hace falta que el sobrecogimiento que el espectador “sufre” ante la belleza artística sea una sacudida psíquica o éxtasis. Es contemplación como asombro y no pasmo, como de algo esperado y no extraño, gusto y regusto y no embriaguez menádica; sensación adecuada a todo sujeto sensible al que la belleza lo pone más en sí mismo y, así, más en los otros y en el Universo. El asombro ante la belleza siempre es algo esperado, previsto. Con razón Aristóteles definía a la experiencia como memoria de un sentir –temporalmente impreciso
. En la experiencia de la belleza el alma se lee a sí misma; por eso tiembla; por eso la experiencia es recuerdo vivo. En la experiencia de la belleza predomina la sensación de lo eterno, de lo nacido ya como un todo y con todas sus características. Son el fuego de las estrellas de Lukács, cuyas obras me hicieron a mí durante un tiempo un marxista metafísico, un marxista del Marx que estudiaba a Demócrito y Epicuro. Por eso, cuando el arte es un imprevisto, un accidente anómalo con fecha de caducidad, a lo más que puede llegar es a ser un producto interesante, nos enseñaba García-Trevijano.

Hay mucha profundidad en lo que decía Condillac sobre su estatua con sentidos: “La sensación de la belleza no se halla guiada por las especiales cualidades del objeto bello, sino por el interés que el sujeto siente hacia él”. Las Bellas Artes quieren unir el yo limitado a una existencia comunitaria y eterna. Las cosas antiguas esenciales, y aparentemente olvidadas, permanecen en nuestro interior, siguen operando en nosotros –a menudo sin que nos demos cuenta– y un día, súbitamente, vuelven a la superficie y nos hablan como las sombras del Hades que Ulises alimentaba con su sangre. Toda belleza auténtica profetiza el retorno del viejo orden y de los viejos dioses de Hesíodo y Ovidio, una nueva Edad de Oro de riqueza, bienestar y justicia. Toda belleza supone una nostalgia dionosíaca dominada por el saber apolíneo, en donde brilla un Paraíso, un paradeísos, inocente, puro, infantil, del que fuimos arrojados en la época en que éramos dioses.

Si bien parece claro que entre las bellezas naturales y las bellezas artísticas contingentes existen diversas diferencias, también lo está el hecho incuestionable de que el creador, a pesar de ser casi un valor adquirido por la cultura humana de una época, es también Naturaleza por el mismo “casi” ése que le queda. Por lo que también deben mantener ese “quasi” las producciones artísticas que de su mano transcendente salen.

Trevijano fue un pensador clásico y un político clásico en todo aquel significado clásico que tiene el término “clásico”. Él mismo llegó a escribir: “Me encanta que la erudición en humanidades del profesor Martín-Miguel Rubio le permita descubrir paralelismos entre mis ideas y las de los clásicos, de las que yo mismo no soy consciente.” (La Razón, 5 de agosto de 2002 ). El término “classicus” tiene que ver con la más alta classis social de Roma, cuyo crecimiento de riqueza anual, de renta anual, se medía en asses. Esta “prima classis” compuesta por los más ricos estaba compuesta por ochenta centurias más las 18 de los equites. Efectivamente, el prestigio de la riqueza familiar pasó también a significar el prestigio de la alta cultura, aquella que se convierte en un modelo para la posteridad. Para el mundo clásico el prestigio de los modelos clásicos no era menor que el propio prestigio de la riqueza. Ser “un clásico” es lo mismo que ser “un primera clase”. Y Trevijano lo era.

[El Imparcial