domingo, 25 de septiembre de 2022

Remembranzas trevijanistas XXII



 

Martín-Miguel Rubio Esteban

Doctor en Filología Clásica
    


El fracaso de la Junta Democrática, de la que Antonio era el Coordinador, supuso el triunfo, por primera vez en España, de la ideología socialdemócrata, el triunfo de los revisionistas y oportunistas, que mercadeando con sus principios se garantizaban tener ya sus pies metidos en las alfombras del poder, el triunfo de los que en su día Lenin llamó los “liquidadores”, los socialdemócratas de entonces, a los que el mismo Lenin describió como “aquellos oportunistas que nunca están cuando el pueblo los necesita y son omnipresentes cuando ya no hay ninguna necesidad de ellos”.

Trevijano nunca exigió a sus amigos ser correligionarios cerrados, sino leales a una amistad que entrañaba un entorno afectuoso, cómodo y libre, y mostrar sus discrepancias con abierta naturalidad y familiaridad, mostrando sin presión ninguna los argumentos que les hacían discrepar de él, y esforzándose siempre por mantener una coherencia intelectual, precisamente como gesto de amistad. Si las discrepancias se basaban más en intereses personales, en pasiones maniáticas o en puro oportunismo, también las tomaba en serio y las aprobaba si se expresaban abiertamente, con sinceridad, como cosas íntimas que los verdaderos amigos comparten y desvelan. Esta forma de ser le hizo poder ser amigo de personas muy distantes de su ideología, pero que eran personas honorables, honestas, discretas y sobre todo sinceras. En realidad, admitía al amigo con casi todo tipo de pecados, salvo a aquél que no le decía la verdad y representaba ante él un papel falso, o mantenía un argumento falso por soberbia o por un interés inconfesable que no quería compartir como amigo. Ese respeto sagrado que él tenía al pensamiento ajeno discrepante del amigo lo percibí muchas veces. Una de ellas fue en el debate que en las mismas páginas de Otras Razones , de La Razón verdadera, la de Anson, entabló con el filósofo y amigo Javier Sádaba. En este debate, por vez primera, Trevijano expuso su teoría histórico-crítica del concepto teológico y político de “autodeterminación”.

Consideraba Antonio que la nacionalidad es un hecho de existencia, y no de voluntad. Uno es hijo de sus padres, del mismo modo que uno tiene el gentilicio de la nación en que nace. Y no se puede cambiar de apellido o de gentilicio sin violencia. La autodeterminación es un mito. Sólo se autodetermina Dios, y en todo caso no es un derecho humano, porque la realidad de lo que se es no es un derecho, sino un hecho.

Por otro lado, el peregrino derecho a la autodeterminación de una parte del territorio nacional heredado milenariamente forma parte de un mito antropológico de enorme transcendencia política y alcance histórico, el mito de la “autochthonía”. Consiste en la creencia de la existencia de individuos que han nacido de la misma tierra (“chthôn”), como las plantas, en la que habitan, y que como mito fue tratado también con magnífica ironía e inteligencia por José Luis Cuerda en la fantástica película “Amanece, que no es poco”. Este mito no sólo justificó la autodeterminación de algunas comunidades del Mundo Antiguo, sino que fue también la coartada para justificar la libertad de unos (los “autóchthonoi”) frente a la esclavitud, dependencia, innoble prosapia, situación política inferior como los hypomeyones o ilotas, baja clase social de otros, o malas hierbas venidas de otros suelos.

Así, Lisias, en su Discurso Fúnebre, 17-18, e Isócrates, en su Panegírico, 24-25 (diciendo prácticamente lo mismo que el meteco Lisias), acreditan la “epikrátesis” o superioridad de Atenas en relación con las otras póleis griegas debido a su “authochthonía”. “Es nuestro origen tan noble y esclarecido que –como autóctonos que somos– la misma tierra que nos produjo, esa misma es la que en todo tiempo hemos poseído, y a la que podemos dar los mismos nombres que damos a aquellas personas que nos son más próximas y allegadas, siendo nosotros solos entre todos los griegos los que podemos dar a una misma pólis los nombres de nutriz, de patria y de madre”. Quizás la superferolítica y evanescente Yolanda Díaz cuando dice “matria” esté pensando en nutriz. Misterio insondable, como la misma “autochthonía”. ¿Qué mayor autodeterminación tienen aquellos habitantes que “nombran” un territorio como hijos biológicos del mismo que son?

Esta misma razón mítica de superioridad del mismo pueblo autóctono sobre los que no lo son también la encontramos en boca de Pericles en su archiconocido Segundo Discurso de la obra tucididea (Tuc. 2.36.1), así como en los embajadores atenienses que Herodoto nos presenta (Hdt. 7.161.3), absolutamente renuentes a ceder su escuadra a los siracusanos, “vagabundos en busca de nuevas colonias”. Ahora bien, Tucídides es el primer ateniense que advierte que la “autochthonía” puede ser sencillamente el resultado de la infertilidad del suelo o de enormes carencias: Atenas es tan pobre por sí misma que nadie más ha querido habitarla. ¡Hermosa crítica del nacionalismo miserable que valora lo que la Historia ha despreciado! (Tuc. 1.2.5). Aristófanes evoca también el mito de la “autochthonía” en Avispas, vv. 1075-80, no sin cierta sal gorda e ironía ática: la manía del pleitear es también autóctona. Es el fétido pedo que si es nacional huele bien. Finalmente, Jenofonte, en sus Memorables, nos presenta a un Sócrates demasiado vulgar y orgulloso de la “autochthonía” ática. Extraña cosa ésta que representa una de las grandes estupideces del angelical Sócrates, y que desdora un tanto su moralidad universalista –y su penetrante inteligencia, claro– (Jen. Mem, 3.5.12). Pero si Sócrates creyó en que la autochthonía era un bien, ¿cómo no van a creer en la autodeterminación intelectuales más bajitos?

Tal como dejó probado en las páginas de La Razón García-Trevijano, la idea de finales del siglo XIX de la autodeterminación nació en la IIª Internacional Socialista con sede en Bruselas, pero quizás no hubiera brotado en ninguna cabeza si previamente no hubiese existido la idea mítica de que ciertos habitantes sedicentes de algunos territorios fueron los primeros propietarios de los mismos, y que, por tanto, de acuerdo al más arcaico derecho de propiedad nadie les puede impedir que se constituyan en Estado nacional, separándose a su vez del Estado nacional del que en ese momento eran parte integrante. Ahora bien, el derecho a la autodeterminación, tanto individual como colectiva, no sólo es absolutamente imposible porque se asiente en una idea mítica, ajena a cualquier antropología, sino porque hasta los mejores pensadores que en el siglo XX lo defendieron (v. gr. Isaiah Berlin, Herbert Marcuse, Karl Popper o John Rawls) señalaron tantas condiciones previas e hispostáticas, tantos requisitos, para su efectivo ejercicio que “de facto” tal derecho forma parte de los grandes adýnata políticos contemporáneos. No existen ni han existido hombres y naciones cuyo destino no dependa de otros hombres y otras naciones. Si un país perfectamente constituido hoy no goza de verdadera autodeterminación, cuanto menos sus partes.


 [El Imparcial]