domingo, 28 de febrero de 2021

P-4R


 

Orlando Luis Pardo Lazo

Vine a Reykjavík porque me dijeron que aquí vivía mi padre. Y era cierto. Lo he visto. Aquí vive aún. Mi padre y el resto de mis perdidas palabras.
Eyjan. Fjarlægð. Skák. Fortíðarþrá.

Sonidos sin sentido que respiran de nuevo a mi alrededor. En la violenta soledad del paisaje. En el vértigo de la noche, asomado al abismo del balcón de este planeta. En el humo de una bahía que es todas las bahías del mundo y es ninguna y es exclusivamente aquella que se evapora en la boquita pútrida y puta de La Habana.

Vine a Reykjavík porque me dijeron no sólo que vivía, sino que aquí podría abrazarlo.

Oler su barba. Refugiarme en los surcos de su camisa, mientras me mece en un sillón que le sacaba música a la madera. Recordar los cuentos que contaba en mis madrugadas de asma y miedo a morir antes del amanecer. Cuentos con misterios o acaso con mentiras sobre otra isla inventada que él bautizó Íslandi. Hielo, andi, espíritu, ís. Tierras tiernas y extrañas que se pronunciaban justo como él me llamaba a mí: Landi.

Aquí a Dios no le da pena lamer con un lenguaje de fuego su amor por los hombres y los hijos del hombre. Eso, en los años setenta en Cuba significaba amor por mi padre y por mí. Aquí la muerte nunca debería de verdad. Ni la mía, ni la de mi padre. Porque de niño yo no quería morir. Porque de niño no quería dejar sin hijo al hombre que era mi padre, papi, pipo, pabbi, papá.

Vine a Reykjavík porque no nos dio tiempo a terminar una larga y penosa partida de ajedrez. Era agosto y la angustia. El verano en Cuba es la estación más venenosa. Mi padre accedía gustoso a interpretar el rol de un rusito malo, Boris. Mi padre concedía gustoso que yo encarnase al héroe prodigio norteamericano, Bobby. Eran los setenta y el socialismo, fueron Spassky y Fischer: dos vidas inverosímiles, como las nuestras ahora.

Biografías que se fueron vaciando hasta repletarse de un blanco terminal. Palabras imperdibles pero impronunciables, sacadas como del sombrero del mago Mumín. Y de los mil y un diccionarios baratos que tampoco nos decían nada: fortíðarþrá, skák, fjarlægð, eyjan.

Vine a Reykjavík porque la fuerza de la ingravidez no deja otra opción. Por el magnetismo de la memoria. Para que la muerte de mi padre recobre el peso irreparable de su irrealidad. Para que la muerte del hijo de un hombre sea menos huérfana, pero más única. Para ver de nuevo cómo nos aguantábamos la cabeza con ambas manos, doblados como auroras de sombra sobre el tablero de ajedrez. O cómo era secar la nieve miope de sus gafas de Gran Maestro sin título. Y para retarlo. Y vengarme. Y pagarle con la misma moneda de infancia, sin despedida ni desesperación: Peón-4-Rey.

Es tu turno ahora, padre, papi, pipo, pabbi, papá.

[Septiembre de 2015]