San Luis de los Franceses
Jean Juan Palette-Cazajus
La siguiente etapa se impone: San Luigi dei Francesi está a la vuelta de la esquina. Giacomo della Porta diseñó la iglesia. Dada mi predilección por este señor, me cuesta admitir que haya sido también el autor de la fachada, ancha, pesada y mal proporcionada. No me acordaba del interior que me produce muy grata impresión. Los estucos dorados y las bóvedas afrescadas en ningún momento alcanzan el peligroso límite de la saturación barroca. De las arquerías de la nave mayor, de las pilastras que alternan con ellas y de sus capiteles jónicos, brota un espíritu claramente renacentista, sin duda manierista, en el que quiero ver la mano acertada del diseñador, si bien quien la construyera fuese Domenico Fontana, diez años más joven, que tampoco era manco como ya hemos podido comprobar. Las naves laterales tienen una sobriedad casi florentina pero el barroco ya se suelta el pelo en las capillas adyacentes. Fue consagrada en tanto que iglesia nacional de los franceses en Roma en 1589, y como en la Trinità dei Monti, la información viene preferentemente en francés. Evidentemente no tardamos en encontrarnos delante de la capilla Contarelli que alberga los tres cuadros de Caravaggio. La luz es de pago y el tiempo dispensado por un euro, roñoso.
Caravaggio. La Vocación de San Mateo
Siempre me irritó la tópica pregunta sobre el escritor preferido de uno, el filósofo preferido o el torero preferido. Esa clasificación «liguera» de las preferencias no vale fuera del futbol. Pero Caravaggio «podría» ser – si me apuran y me descuido - mi pintor preferido. Y en este momento me estoy quedando desconcertado. Recuerdo haber visto en Siena, hace muchos años, un gran cuadro del pintor manierista Domenico Beccafumi, recién restaurado. El lienzo lucía tan absolutamente nuevecito, que todavía recuerdo mi alto grado de perturbación. Tras la restauración, en 1994, del Juicio Final, en la Capilla Sixtina, se montó una bronca muy grande que nunca dejó de colear. Aquí, los tres cuadros de Caravaggio lucen también rutilantes y la sensación es muy desestabilizadora. Mi mirada se pierde un poco en la lisura ya impecable de las formas y de los colores. No sé bien que pensar. Prefiero no hacerlo. Tal vez porque, así y todo, comparados con el resto de las pinturas de la iglesia, en capillas y bóvedas, todas de primeros y renombrados pinceles, los cuadros de Caravaggio, incluso tan radicalmente «aggiornati», nos trasladan efectivamente a otro planeta. Tanto «la Vocación» como «el Martirio de San Mateo» reducen a entretenimiento decorativo la mayoría de la pintura que satura las iglesias de Roma. Aquí, los lienzos tienen una organicidad y un dramatismo lumínico que fagocitan al espectador. La vivencia narrativa de las descripciones palpita y traspasa los siglos como si fuera rayos X. El ángel macarrilla que habla con San Mateo y cuenta algo con los dedos es lo menos angelical que uno se pueda echar en cara y tan rotundamente físico que llega a metafísico. Llevo un rato largo alimentando generosamente el cepillo de los focos y ya está bien. Comunico a los varios y aprovechados circunstantes que pongo fin a la financiación de sus emociones estéticas. Alguno incluso se molesta.
Caravaggio. El Martirio de San Mateo
Paseo por las distintas capillas con arreglo al protocolo elegido en este viaje: nada de tirarme dos horas ante un cuadro para captar las diferencias entre la pincelada de Jacopino del Conte y la de Siciolante da Sermoneta. En una capilla presidida por un Crucificado tardogótico, se expone, al pie de una bandera tricolor, el retrato del Padre Hamel, aquel sacerdote degollado hace dos años en Rouen por dos islamistas, mientras decía misa. Encuentro a mi hermana perpleja ante una gran lápida, colocada sobre una pilastra de la nave lateral derecha y dedicada, en francés, «A los soldados franceses muertos bajo los muros de Roma en MDCCCXLIX». «¿Qué hacían aquí en 1849?». Es complicado de explicar. 1848 es el año de la famosa «Primavera de los pueblos» y el 9 de febrero de 1849, una insurrección liberal proclama la República romana que despoja al papa Pío Nono de sus prerrogativas temporales. En Francia, el presidente electo es Louis-Napoleón Bonaparte que, por las bravas, se proclamará Napoleón III dos años más tarde. Se vota el envío de un cuerpo expedicionario a Roma. La izquierda piensa que para ayudar a los republicanos romanos y la derecha que para reponer el papa al frente de sus territorios. Louis-Napoléon dice que sí a todos.
San Mateo y el Ángel
El 30 de abril de 1849, 5000 soldados franceses piensan que tomar la ciudad será un paseo y pierden 500 hombres. Louis-Napoleón humillado solo piensa en desquitarse, refuerza el cuerpo expedicionario, bombardea la ciudad y los franceses terminan entrando en Roma el 3 de julio de 1849 por el Trastévere así como por el Pincio y la Porta del Pópolo. Los combates destruirán la prestigiosa Villa Pamphili y dejarán seriamente tocados el convento e iglesia de San Pietro in Montorio, actualmente Academia de España, ahí donde está el famoso «tempietto» de Bramante. Los franceses reponen Pío IX a la cabeza de los Estados Pontificales. Diez años más tarde será el mismo Napoléon III el que dé el empujón decisivo a la unidad y la independencia italianas venciendo a los austriacos en Magenta y Solferino. Pero, necesitado del apoyo de los católicos franceses, siempre se opondrá a que la Roma papal sea capital de Italia y mantendrá una guarnición – los llamados «Zuavos pontificales» - hasta 1870 cuando se los llevará para la Guerra francoprusiana. Entenderá mejor la complejidad del contexto quien recuerde que el pontificado de Pío IX (1846-1878) fue a la vez el más largo de la historia y el de la publicación del famoso «Syllabus errorum...» que concluía negando toda posibilidad para la Iglesia de «reconciliarse o transigir con el progreso, con el liberalismo y con la moderna civilización».
Lápida a los soldados franceses de 1849
Tras echar un vistazo al escaparate de la librería Stendhal y dudar si tomar un café en el «Centre Saint Louis de France», ambos juntos a la iglesia, decidimos acercarcarnos a la Piazza Navona, a 80 metros escasos a ver si hoy Sant’Agnese está abierta. ¡Lo está! Hay mucha gente, tanto de pie como sentada, y suena gratamente una cantata de Bach. Efectivamente hay un coro, excelente, en plena acción a la izquierda del Altar Mayor. Bach bien interpretado mientras contemplamos las suntuosas cornisas marmóreas y los frescos de la elegante cúpula de Borromini no es el peor de los ratos posibles. Me pasan una hojita donde leo que hoy es el día de Santa Agnese y habrá misa cantada, concelebrada por el cardenal Gerhart Müller. Efectivamente al cabo de unos minutos vemos que viene procesionando un cortejo formado por buen número de caballeros mayores primorosamente peinados, con solemnes cuellos cerrados ribeteados de rojo y capote talar. Todos parecen compartir una gran satisfacción de haberse conocido.
Sant' Agnese in Agone
A continuación, entre exhalaciones de aromático incienso, desfila con sobrepellices blancos una formación de lo que tal vez sean diáconos, jóvenes, altos y romanamente guapos, seguidos por un escuadrón de sacerdotes en orden jerárquicamente ascendente ya que, según van pasando, la solemne comitiva viene adquiriendo un color morado y finalmente ya purpúreo. Pronto se perfila la silueta de un prelado imponente, aumentada su natural estatura por las amplias vestiduras litúrgicas y la aparatosa mitra. Mediante augusto ademán de la mano viene bendiciendo la asistencia con los preceptivos índice y dedo mayor, momento en que su mirada tropieza con la mía. Ya está casi encima de mí y su mirada sigue fija en la de este humilde pecador a quien viene impartiendo la bendición con expresión ciertamente bonachona. Lo único que se me ocurre es agachar la cabeza respetuosamente, gesto sin duda suficiente por parte de un descreído pertinaz pero relativamente educado. Posteriormente, lamentaré amargamente no haberme unido a la general aparatosidad hincando una rodilla en tierra, como Dios manda. «Cum Romae, ut Romani faciunt fac», dice la máxima: en Roma, haz como los romanos. La secuencia que acabamos de vivir pertenecía a una Roma que yo creía obsoleta.
¿Seré un bendito o un bendecido?
Tenemos una parada del 628 casi al pie de la fachada de Sant’Andrea della Valle, la iglesia donde transcurre el primer acto de la «Tosca» de Puccini. Sigue abierta porque hay un oficio en una capilla lateral. Aprovechamos para pasar un rato dentro de lo que es uno de los más grandes y majestuosos templos de Roma, algo posterior al Gesú. A media luz, solo iluminadas las bóvedas, la amplitud de los espacios marmóreos y casi desiertos sobrecoge. Considerando que los 43, 44 m de diámetro de la del Panteón militan en otra categoría técnica, Sant’Andrea della Valle es la segunda cúpula de Roma tras los 41,47 m de San Pedro. Diseñó la iglesia el gran Giacomo della Porta y levantó la cúpula Carlo Maderno. Las bóvedas, pintadas hacia 1625, son de lo mejorcito dentro de la tradición todavía manierista de las escenas enmarcadas. Faltan dos generaciones hasta la época de los grandes trampantojos barrocos que tapan y anulan la arquitectura. Han instalado en el suelo unos largos y espectaculares espejos en forma de semitubo que permiten apreciar las bóvedas con asombrosa nitidez y exquisito respeto por la salud de las cervicales. ¡Genial ocurrencia! Cenaremos, correcta y sencillamente, en Luccarelli, cerca de casa, alrededor de un Salento siciliano, varietal «neroamaro», que salió con cuerpo, soleado y afrutado.
Sant' Andrea della Valle