CONVERSACIÓN CON EUGENIO NOEL
Madrid, 1885 - Barcelona, 1936
Por Alberto Guillén
Yo vi en la calle un hombre con rizada melena. Parecía un músico de
arrabal. Las gentes lo miraban sonriendo. El hombre era gordo, iba con
capa y llevaba a su lado una mujer y un niño. Entraron a comprar flores.
Al salir, la señora tenía un ramillete de violetas y el niño una
sonrisa en sus ojos celestes.
–¿Es usted Eugenio Noel?
–Sí, señor.
–¿Podría verle en alguna parte?
–Sí, señor. No faltaba más. En la Maison Doré, calle de Alcalá.
–Bueno. Gracias. Estaré allí a las once.
No tuve que preguntar. La melena rubia y la frente de Noel son inconfundibles. Estaba en el centro del café. Solo, sin hacer caso a nadie. Bebía cerveza y desdoblaba periódicos. Un periódico, luego otro periódico.
–¿Es usted americano?
–Sí, señor.
Noel sigue desdoblando periódicos. El humo de los cigarros hace denso el ambiente. Cada corrillo es dueño de una mesa y dueño de hacer la autopsia a medio mundo. Se discute, se opina, se vocifera, se dejan caer razones contundentes como manotazos. Todos aquí son “eminentes”. Fuera de cada corrillo el mundo no existe. Cada mesa es un castillo cerrado. Noel me mira con recelo. Entorna los ojos por encima de los periódicos. Tiene cierta languidez femenina en la mirada.
–Yo he leído de usted, señor Noel, un cuento admirable. Se llamaba, si mal no recuerdo, Alma de Santa.
Noel deja los periódicos sobre la mesa y ahora me mira a la cara. No es ya el Noel de los retratos. Es gordo como una abadesa, con los carrillos un poco descolgados y la frente, la gran frente, sucia de sudor y de polvo. Tiene los ojos claros y los cabellos rubios en desorden.
–¿Sí? ¿Usted ha leído Alma de Santa? Es un cuento de juventud, cuando D'Annunzio y los preciosistas triunfaban con sus acrobacias de estilo. Cuando Valle-Inclán también triunfaba con su palabrería tan artística.
–¿No le gusta a usted Valle-Inclán?
–No, señor. Sus libros son muy bonitos, pero muy huecos. Vasos bien cincelados que dan gusto a la vista, pero que no contienen nada.
–¿Pero no cree usted que en Valle-Inclán hay verdaderos atisbos de la raza?
–Sí, algunos, sobre todo de Galicia, su tierra. Pero no es eso la España verdadera. Los personajes de Valle-Inclán se oyen hablar, cuidan de su estilo como muñecos de guiñol, se enmascaran con gestos hermosos, son teatrales como lo somos todos los hombres de ciudad. Es decir, los que hemos perdido la ingenuidad, la virginidad primitiva de la Raza. Esos personajes de Valle-Inclán están fuera de la vida, están en tablado, son para la escena. Por eso Valle-Inclán no quedará. Ya no se le lee. Ya pasó...
Noel está sudoroso. Tiene la frente mojada y de cuando en cuando subraya sus frases pasándose por ella una mano regordeta. En los dedos de la mano no hay anillos como en las de Francés, pero hay luto en las uñas y en las vueltas de la capa hay grasa. También hay grasa en otras prendas. Yo siento en el corazón dolor agudo, algo como una decepción. Y es que, a la verdad, Noel tiene un talento formidable, y aquel cuento Alma Santa está muy bien escrito...
–Que le traigan cerveza. Beba usted algo.
–Gracias. No bebo. ¿Decía usted? –pregunto.
–Decía que las ciudades españolas han perdido su carácter, todas, absolutamente todas. El mismo Toledo no tiene otro mérito que haber inspirado a un espíritu tan complicado coomo el de Barrès. Pero el Toledo que nos pinta Barrès es un Toledo muy suyo. Yo veo otra cosa. Si a mí me leyera Barrès o Anatole France, me reconocerían como lo más grande que hay en España, pero no me leen ni saben que hay un Noel en España. Y es que la literatura actual española da asco. Es una literatura de falsificación y de mercaderes. España no es, no puede ser lo que pintan Francés y Belda. ¡Uf! ¡Qué asco! Y no me indigno por gazmoñería, como usted comprenderá...
–¡Claro está!...
–Es porque nos presentan al extranjero como un pueblo sin personalidad, sin carácter, sin originalidad, como un pueblo de simios que tratan de remedar a todos y pierden lo propio que tienen. Yo trato de hacer otra cosa. Otra cosa muy distinta. En vez de copiar las ciudades me voy a la montaña. Yo he estado desde muy jovencito en la montaña, en plena estepa. Yo descubrí el Guadarrama antes que los deportistas. Yo he conversado con los cabreros y con los pastores para hacer mi obra; con los gañanes y con los arrieros. Yo fui antes que ellos al alma virgen de la raza; yo les mostré el camino.
Noel bebe, excitándose a medida que habla.
–¿De modo que no cree usted en ningún valor español de hoy?
–En ninguno. Absolutamente. Todos están equivocados. Azorín no ha hecho más que acuarelas, sin penetrar en la entraña virgen de la Raza. Baroja es un Montepín, trasladado a los cortijos. El español es observador por excelencia: anda observando a su vecino para criticarlo. Viven de la vida ajena, como las comadres del Arcipreste. Pero es una observación superficial. Pepita Jiménez está bien: La Hermana San Sulpicio es una monada deliciosa; pero qué pequeñitas, qué epidérmicas. Ni Galdós ha hecho la novela española. Desde Cervantes, no hay nada, absolutamente nada. El Cervantes de los Entremeses, del Quijote. Los Entremeses son lo más grande que hay en el mundo. Si Cervantes pestañeara, estaría a mi lado...
–¿En serio, señor Noel?
–Completamente. A mí no se me da nada de las alabanzas como de las censuras. Yo estoy solo. Solo como los leones. No contesto nunca las palizas ni los insultos. El tiempo los convencerá. No me trato con nadie. Además, no leo nada de lo que escriben. Esas novelas de Zamacois, de Francés, para citarle a usted los más respetables de toda esa cáfila de imitadores de Trigo, hiede a zorra, hiede a burdel barato. Para mí no tiene ningún interés saber cómo se acuesta un hombre con una meretriz o con una señorita honesta. Por más que aquello esté complicado con diálogos a lo Julieta y Romeo; con danzas estrambóticas, antes del acto, o con exotismos y perfumes de París. Yo voy a la raza misma, la raza que está virgen e inexplotada en los cortijos y en las sierras, en las majadas y en las crestas. De ahí es únicamente de donde se puede sacar lo característico, lo típico, lo verdaderamente original que podamos presentar a la literatura universal como nuestro. Es la raza lo que yo quiero. Por eso creo que hoy no hay nada más grande que Dostoyevski.
Noel habla en voz baja, casi melodiosa, a pesar de que arruga el entrecejo y le brillan los ojos. Entorna la mirada con cierta coquetería. Hay en él no sé qué aire femenino, muelle, mórbido. No obstante, se cree un león y anda siempre solo. Siempre, menos cuando lleva a su hijo de la mano. Su hijo tiene tres años y Noel lo adora tanto como a su genio.
–Tengo a mi hijo enfermo -dice– y sólo me ocupo de él. Yo sólo vivo para él; él y mis libros.
–¿Cómo se explica usted el atraso de España, señor Noel?
–Muy sencillo. Está agotada. Quiere y no puede, pero no quiere que se lo digan. Pega una puñalada al que tiene esa audacia. Como me la han pegado a mí, como me la seguirán pegando. España está agotada. Lo hemos dado todo a manos llenas como niños botarates. Ya no tenemos nada, ni sangre ni espíritu. España conquistó América no con la espada, que era de lata muchas veces, sino haciendo hijos, muchos hijos. Los frailes decían una misa en la llanura tras de fecundar una hembra. Nuestro espíritu lo han derrochado hasta los golfillos. Si usted ha leído las novelas picarescas...
El camarero, inclinándose:
–¿Traigo más cerveza?
–Sí, con tal de que sea pronto –dice Noel.
–¿Por cuál de sus obras tiene usted más cariño? –pregunto.
–Por mis Aguafuertes ibéricos y mis Vidas de Santos. Aquellos cuentos que usted leyó tenían un cosmopolitismo fácil y muy en moda del que ya me curé. Yo quiero ser racialmente español. Mire usted: una cocota francesa coge una novela de Francés o de Zamacois y la encuentra bien. Esto es lo absurdo...
–¿Y para el teatro no piensa usted trabajar, señor Noel?
–No, no tengo disposiciones. Además, Benavente ha matado el teatro español, con esos diálogos caseros, con esas intriguillas de novicia, con esos adulterios al estilo francés. La noche del sábado es perfecta, técnicamente hablando, pero...
El reloj canta una hora con su voz rítmica. No sé cuál. Nunca se sabe a la hora que será. Hay humo de tabaco y el café hiede a comadrería y a imbecilidad.
–¿Quiere usted, señor Noel, que salgamos a respirar la noche?...
–¿Es usted Eugenio Noel?
–Sí, señor.
–¿Podría verle en alguna parte?
–Sí, señor. No faltaba más. En la Maison Doré, calle de Alcalá.
–Bueno. Gracias. Estaré allí a las once.
No tuve que preguntar. La melena rubia y la frente de Noel son inconfundibles. Estaba en el centro del café. Solo, sin hacer caso a nadie. Bebía cerveza y desdoblaba periódicos. Un periódico, luego otro periódico.
–¿Es usted americano?
–Sí, señor.
Noel sigue desdoblando periódicos. El humo de los cigarros hace denso el ambiente. Cada corrillo es dueño de una mesa y dueño de hacer la autopsia a medio mundo. Se discute, se opina, se vocifera, se dejan caer razones contundentes como manotazos. Todos aquí son “eminentes”. Fuera de cada corrillo el mundo no existe. Cada mesa es un castillo cerrado. Noel me mira con recelo. Entorna los ojos por encima de los periódicos. Tiene cierta languidez femenina en la mirada.
–Yo he leído de usted, señor Noel, un cuento admirable. Se llamaba, si mal no recuerdo, Alma de Santa.
Noel deja los periódicos sobre la mesa y ahora me mira a la cara. No es ya el Noel de los retratos. Es gordo como una abadesa, con los carrillos un poco descolgados y la frente, la gran frente, sucia de sudor y de polvo. Tiene los ojos claros y los cabellos rubios en desorden.
–¿Sí? ¿Usted ha leído Alma de Santa? Es un cuento de juventud, cuando D'Annunzio y los preciosistas triunfaban con sus acrobacias de estilo. Cuando Valle-Inclán también triunfaba con su palabrería tan artística.
–¿No le gusta a usted Valle-Inclán?
–No, señor. Sus libros son muy bonitos, pero muy huecos. Vasos bien cincelados que dan gusto a la vista, pero que no contienen nada.
–¿Pero no cree usted que en Valle-Inclán hay verdaderos atisbos de la raza?
–Sí, algunos, sobre todo de Galicia, su tierra. Pero no es eso la España verdadera. Los personajes de Valle-Inclán se oyen hablar, cuidan de su estilo como muñecos de guiñol, se enmascaran con gestos hermosos, son teatrales como lo somos todos los hombres de ciudad. Es decir, los que hemos perdido la ingenuidad, la virginidad primitiva de la Raza. Esos personajes de Valle-Inclán están fuera de la vida, están en tablado, son para la escena. Por eso Valle-Inclán no quedará. Ya no se le lee. Ya pasó...
Noel está sudoroso. Tiene la frente mojada y de cuando en cuando subraya sus frases pasándose por ella una mano regordeta. En los dedos de la mano no hay anillos como en las de Francés, pero hay luto en las uñas y en las vueltas de la capa hay grasa. También hay grasa en otras prendas. Yo siento en el corazón dolor agudo, algo como una decepción. Y es que, a la verdad, Noel tiene un talento formidable, y aquel cuento Alma Santa está muy bien escrito...
–Que le traigan cerveza. Beba usted algo.
–Gracias. No bebo. ¿Decía usted? –pregunto.
–Decía que las ciudades españolas han perdido su carácter, todas, absolutamente todas. El mismo Toledo no tiene otro mérito que haber inspirado a un espíritu tan complicado coomo el de Barrès. Pero el Toledo que nos pinta Barrès es un Toledo muy suyo. Yo veo otra cosa. Si a mí me leyera Barrès o Anatole France, me reconocerían como lo más grande que hay en España, pero no me leen ni saben que hay un Noel en España. Y es que la literatura actual española da asco. Es una literatura de falsificación y de mercaderes. España no es, no puede ser lo que pintan Francés y Belda. ¡Uf! ¡Qué asco! Y no me indigno por gazmoñería, como usted comprenderá...
–¡Claro está!...
–Es porque nos presentan al extranjero como un pueblo sin personalidad, sin carácter, sin originalidad, como un pueblo de simios que tratan de remedar a todos y pierden lo propio que tienen. Yo trato de hacer otra cosa. Otra cosa muy distinta. En vez de copiar las ciudades me voy a la montaña. Yo he estado desde muy jovencito en la montaña, en plena estepa. Yo descubrí el Guadarrama antes que los deportistas. Yo he conversado con los cabreros y con los pastores para hacer mi obra; con los gañanes y con los arrieros. Yo fui antes que ellos al alma virgen de la raza; yo les mostré el camino.
Noel bebe, excitándose a medida que habla.
–¿De modo que no cree usted en ningún valor español de hoy?
–En ninguno. Absolutamente. Todos están equivocados. Azorín no ha hecho más que acuarelas, sin penetrar en la entraña virgen de la Raza. Baroja es un Montepín, trasladado a los cortijos. El español es observador por excelencia: anda observando a su vecino para criticarlo. Viven de la vida ajena, como las comadres del Arcipreste. Pero es una observación superficial. Pepita Jiménez está bien: La Hermana San Sulpicio es una monada deliciosa; pero qué pequeñitas, qué epidérmicas. Ni Galdós ha hecho la novela española. Desde Cervantes, no hay nada, absolutamente nada. El Cervantes de los Entremeses, del Quijote. Los Entremeses son lo más grande que hay en el mundo. Si Cervantes pestañeara, estaría a mi lado...
–¿En serio, señor Noel?
–Completamente. A mí no se me da nada de las alabanzas como de las censuras. Yo estoy solo. Solo como los leones. No contesto nunca las palizas ni los insultos. El tiempo los convencerá. No me trato con nadie. Además, no leo nada de lo que escriben. Esas novelas de Zamacois, de Francés, para citarle a usted los más respetables de toda esa cáfila de imitadores de Trigo, hiede a zorra, hiede a burdel barato. Para mí no tiene ningún interés saber cómo se acuesta un hombre con una meretriz o con una señorita honesta. Por más que aquello esté complicado con diálogos a lo Julieta y Romeo; con danzas estrambóticas, antes del acto, o con exotismos y perfumes de París. Yo voy a la raza misma, la raza que está virgen e inexplotada en los cortijos y en las sierras, en las majadas y en las crestas. De ahí es únicamente de donde se puede sacar lo característico, lo típico, lo verdaderamente original que podamos presentar a la literatura universal como nuestro. Es la raza lo que yo quiero. Por eso creo que hoy no hay nada más grande que Dostoyevski.
Noel habla en voz baja, casi melodiosa, a pesar de que arruga el entrecejo y le brillan los ojos. Entorna la mirada con cierta coquetería. Hay en él no sé qué aire femenino, muelle, mórbido. No obstante, se cree un león y anda siempre solo. Siempre, menos cuando lleva a su hijo de la mano. Su hijo tiene tres años y Noel lo adora tanto como a su genio.
–Tengo a mi hijo enfermo -dice– y sólo me ocupo de él. Yo sólo vivo para él; él y mis libros.
–¿Cómo se explica usted el atraso de España, señor Noel?
–Muy sencillo. Está agotada. Quiere y no puede, pero no quiere que se lo digan. Pega una puñalada al que tiene esa audacia. Como me la han pegado a mí, como me la seguirán pegando. España está agotada. Lo hemos dado todo a manos llenas como niños botarates. Ya no tenemos nada, ni sangre ni espíritu. España conquistó América no con la espada, que era de lata muchas veces, sino haciendo hijos, muchos hijos. Los frailes decían una misa en la llanura tras de fecundar una hembra. Nuestro espíritu lo han derrochado hasta los golfillos. Si usted ha leído las novelas picarescas...
El camarero, inclinándose:
–¿Traigo más cerveza?
–Sí, con tal de que sea pronto –dice Noel.
–¿Por cuál de sus obras tiene usted más cariño? –pregunto.
–Por mis Aguafuertes ibéricos y mis Vidas de Santos. Aquellos cuentos que usted leyó tenían un cosmopolitismo fácil y muy en moda del que ya me curé. Yo quiero ser racialmente español. Mire usted: una cocota francesa coge una novela de Francés o de Zamacois y la encuentra bien. Esto es lo absurdo...
–¿Y para el teatro no piensa usted trabajar, señor Noel?
–No, no tengo disposiciones. Además, Benavente ha matado el teatro español, con esos diálogos caseros, con esas intriguillas de novicia, con esos adulterios al estilo francés. La noche del sábado es perfecta, técnicamente hablando, pero...
El reloj canta una hora con su voz rítmica. No sé cuál. Nunca se sabe a la hora que será. Hay humo de tabaco y el café hiede a comadrería y a imbecilidad.
–¿Quiere usted, señor Noel, que salgamos a respirar la noche?...
(De La linterna de Diógenes, de Alberto Guillén, en Ave del Paraíso Ediciones