Fachada de Sta Ma degli Angeli
Jean Juan Palette-Cazajus
Salimos del metro en la Plaza de la República. Hoy navegaremos principalmente por los barrios posteriores a la nueva capitalidad. La plaza, con la forma de exedra que le dio su nombre inicial, es el perfecto ejemplo de esa voluntad de construir una capital digna de las más prestigiosas. Los edificios, en el estilo neobarroco clasicista que se convertirá en norma imperante del nuevo ensanche, tienen empaque y son imponentes los soportales que acompañan todo el perímetro. La fuente central tiene dimensiones acordes. En su momento (1901), las desnudas náiades que le dan nombre fueron reputadas sicalípticas y escandalizaron a los pacatos. Hubo incluso fuerte marejada en el Vaticano que removió Roma con San...Pedro para tratar de eliminarlas. La construcción de la Roma capitalina logró en parte el objetivo de un auténtico señorio urbano pero no acabó de insuflarle el alma requerida. Y el privilegio hoy concedido al tráfico rodado en detrimento del ancho de las aceras vuelve este tipo de calles a veces inhóspitas. Si la Roma moderna no acabó de adquirir una personalidad plenamente identificable, fue tal vez porque no existía en aquellos años una burguesía nacional suficientemente numerosa, liberal y dinámica para dotarse de una verdadera conciencia urbana.
Sta Ma degli Angeli
Antes de 1870, Roma era una supervivencia del cesaropapismo, el último residuo de la seudo donación de Constantino, en buen romance una teocracia oscurantista. Y así podía Stendhal enumerar la lista, medieval, de los castigos vigentes. «Las cosas [del gobierno romano] van más o menos como en 1500. Es una pieza curiosa de antigüedad» apuntaba en 1823. El paso a la capitalidad de una nación moderna fue lento y complicado. Roma se ahogaba en la mediocridad. La nobleza era consanguina, meapilas e inculta. El pueblo, analfabeto en más del 70%, chapoteaba entre supersticiones. Proliferaba el personal religioso, secular o monástico que vivía de las rentas eclesiásticas. Poco antes de 1910, Baroja contemplaba sarcástico «bandadas de seminaristas con hábitos negros, rojos, azules […] Jesuitas con facha de sabios y de intrigantes ; carmelitas con traza de bandoleros ; dominicos unos con aire sensual, y otros con aire doctoral ¿Y de curas? ¡qué muestrario! Curas decorativos, altos con melena blanca y grandes balandranes ; curas bajitos morenos y sebosos [...] Monjas horribles con bigote y lunares y monjitas lindas y blancas de aire coquetón […]. Un fraile capuchino, barbudo y sucio, con aire de bandolero y un paraguas bajo el brazo a guisa de trabuco…». A mí, en cambio, me sorprendió la total ausencia de personal eclesiástico en las calles, exceptuando y aún así muy ralo, en las inmediaciones de San Pedro. La nueva capital fue durante mucho tiempo una ciudad social y culturalmente tediosa. El famoso Harry’s Bar, arriba de Vía Véneto, desciende de un local abierto en 1918 por una señora americana que se aburría mortalmente.
Sta Ma degli Angeli
A la derecha se llega al no man’ s land delante de la estación de Termini. Inmigrantes sin papeles, fauna glauca e indigentes. Nosotros, todavía en plena fase de narcotización estética e histórica, mantendremos apartado de momento el cáliz amargo de la realidad. Cruzamos hacia Santa María degli Angeli e dei Martiri cuya «fachada» se reduce a un grueso resto curvo de muro romano, en «opus latericium», con un simple rótulo. Tan minimalista y posmoderna fachada tuvo que escandalizar lo suyo. Parece que fue exigencia de Miguel Angel, a quien le encargaron las obras en 1562. El maestro murió en 1564, apenas iniciadas. El estado actual de la basílica se debe a la intervención de Luigi Vanvitelli, después de 1750, el cual habría tratado de ser fiel al concepto de Miguel Angel, cosa que creo evidente. Santa María degli Angeli es un cangrejo ermitaño alojado en la concha de las Termas de Diocleciano. Espacios y volúmenes actuales son los de las Termas y su grandeza antigua sobrecoge nada más entrar, de una manera solo comparable a la emoción suscitada por el Panteón. El vestíbulo de ingreso, es el antiguo «caldarium» y tiene una cúpula que es el modelo reducido de aquella. La paradoja de la iglesia es el desmesurado crucero, más largo que la nave porque ocupa el inmenso espacio basilical del «frigidarium». Romanas son también las bóvedas de aristas, apenas enlucidas. Los muros están definidos por el orden gigante de las pilastras de mármol y de las columnas de granito, en contrastados tonos rojizos. Sobre los capiteles corintios, corre una espectacular cornisa, blanca como los capiteles. Las impresionantes columnas exentas son también las de las antiguas termas. La sintaxis es antigua y el vocabulario habla con la lengua de Miguel Angel. Resumiendo: Santa María degli Angeli fue una sorpresa grandiosa. No sé si ungido por las auras concomitantes de la antigüedad y de Miguel Angel, experimenté allí el acmé de mi personal síndrome de Stendhal.
Sta Ma degli Angeli
Por la Vía Torino, insípida línea recta entre las densas manzanas poscapitalinas, bajamos hasta la Piazza dell’Esquilino. En 1827, Stendhal podía escribir: «Las tres cuartas partes de Roma, hacia oriente y mediodía, el monte Viminal, el monte Esquilino, el monte Celio, el Aventino, son solitarias y silenciosas. Allí reina la fiebre y se cultiva la vid. En medio de este vasto silencio se encuentra buena parte de los monumentos que va buscando el viajero». Pues entre Viminale y Esquilino, ya sin fiebres ni vides, llevamos caminando toda la mañana hasta fondear aquí, frente a Santa María Maggiore. La basílica original está sepultada, exterior como interiormente, bajo los aditamentos posteriores. Como siempre, me emociona la original tipología basilical, las hileras de columnas jónicas del siglo V y sus entablamentos clásicos. Por cierto, se dice que el artesonado fue dorado con el primer oro llegado de América y regalado por los Reyes Católicos a Alejandro VI, el papa Borgia a cuyo lado Harvey Weinstein era una monjita de la Caridad. Infunden el sentimiento de una religión todavía adolescente los estupendos mosaicos del siglo V, en el arco triunfal y también los del ábside, del siglo XIII. Pero el contraste con el barroquismo de alguna capilla lateral es de los que hacen época. Veo mal como puede el papa Borghese, Pablo V, conciliar el sueño eterno en medio del aluvión de mármoles polícromos, figuras y bajos relieves, por más que de exquisita calidad - ¡estamos en Roma! - que saturan su capilla epónima. Se da el caso que la capilla simétrica, en la nave opuesta, es la de Sixto V, nuestro papa predilecto. No es por nada, pero resulta que tenemos aquí una preciosidad de capilla manierista, primorosamente afrescada debajo de una elegante cúpula. Pueden adivinar que el artífice fue Doménico Fontana, el artista de cabecera pluriempleado, que tantó se afanó a las órdenes del incansable pontífice.
Sta Ma Maggiore
Renunciaremos al delicado primitivismo de Santa Prassede y sus mosaicos paleocristianos que están allí, a cien metros de Santa María Maggiore. El objetivo es volver sobre nuestros pasos para saludar, previa pausa restauradora y convivencial, la Santa Teresa de Bernini. A mano quedarán San Carlo alle Quattro Fontane y Sant’Andrea al Quirinale, cerradas el otro día. La ventaja del barrio es que nos hemos extraído, al menos parcialmente, del ghetto de los espacios memoriales y turísticos para acceder a una Roma algo más italiana. Por aquí cerca están varios ministerios y se nota una mayor presencia a nuestro alrededor de representantes locales. El bar donde hemos entrado para reponer fuerzas, produce inmediatamente una grata sensación de normalidad social: se nota que su actividad no depende vitalmente de la clientela procedente de guirilandia. No sé si lo dije en algún momento pero los escasos italianos visibles estos días sugieren un clima social bastante apagado y entristecido. Casi parecen franceses.
Sta Ma Maggiore
Mientras me tomo mi cerveza Menabrea - el tipo de rubia suave que me agrada – contemplo al otro lado de la Piazza di San Bernardo y de los coches aparcados, justo enfrente de Santa María della Vittoria, la teatral «Fontana del Acqua Felice» con el imponente Moïsés del nicho central haciendo manar el agua de la roca. Celebra desde 1587 las aguas que trajo hasta aquí el papa Sixto V - ¿quién si no? - desde una distancia de 14 millas de Roma. Evidentemente la fuente es obra de su factótum, Doménico Fontana. Lo de «Felice» es por Felice Peretti, como se llamaba en el mundo un pontífice que cuidaba cerdos en su humilde infancia. Repito que esta estancia me abrió los ojos sobre el papel fundamental desempeñado por un personaje a quien le bastó un breve pontificado de 5 años escasos (1585-1590) para devolver un poco de orden en la sociedad y en la Iglesia, además de poner los cimientos de la Roma moderna.
Sta Ma Maggiore Capilla deSixto V
Ya hemos saludado repetidamente su incansable actividad, la erección de los obeliscos, la apertura de calles o el uso de los adoquines más tarde llamados «sanpietrinos». Intervino sobre el viejo callejero medieval como un Haussmann tardorrenacentista. Él fue quien lanzó de una vez las obras de construcción de la cúpula de San Pedro ante cuyo inaudito desafío se venían achantando sus predecesores. Giacomo della Porta y, naturalmente, Doménico Fontana levantaron la cúpula en 22 meses para que Sixto V pudiera ver puesta la última piedra, tres meses antes de morir. Solo faltaba la linterna, colocada bajo su sucesor. Su propia muerte, por culpa de la malaria, es también significativa. Sirve para recordar un azote que lastró y condicionó durante siglos la vida romana pero nunca aparece en la iconografía idílica de la ciudad. Et in Arcadia Ego.
Sta Ma d. Vittoria del Acqua Felice... desde el bar