El puesto de la Torre de la Malmuerta
Mis vecinos caracoles del premio
Francisco Javier Gómez Izquierdo
La primavera llega a Córdoba con los caracoleros. A principios de marzo los puestos se desparraman por la ciudad y al atardecer los cordobeses copan las mesas en pos de un vasito de caracoles chicos con caldo, una ración de gordos o unas cabrillas en salsa. Los primeros “aún no están buenos” y los chicos son más grandes de lo que debieran. Uno, que ha devorado en la mocedad muchos kilos, trae refranes castellanos. “Los de abril para mí, los de mayo para mi amo y los de junio para ninguno”... pero ¿ y los de marzo?
Los caracoles de marzo no son españoles. Se traen de Marruecos por ser más tempranos, y en Córdoba llegamos a comer mas de 2.000 kilos diarios. Hace unos años, con la cosa de la gripe aviar, no se permitía exportar bicho ninguno desde Marruecos, pero un conocido mío se las ingenió para hacer fortuna y los enviaba por avión a Portugal y de allí a los cocederos cordobeses. Me contó que ganaba limpios 3.000 euros por viaje y fletaba tres viajes por día... y es que el caracol no puede faltar en las calles de la ciudad a partir del uno de marzo.
A mediados de abril llegan los nacionales y el personal se regodea chupeteando y lanzando las conchas a la palangana de plástico que la familia de cada puesto pone en las mesas. La industria chiringuitera dura hasta mediados de junio y cada puesto se esmera en alcanzar reconocimiento entre la clientela por ser ésta muy cotilla: “...este año están ricos los de la Fuensanta, pero a los de Chinales no hay quien les eche la pata.”
Cuando hace más de veinticinco años llegué a Córdoba era de obligado cumplimiento rendir visita al puesto de la Magdalena. En aquel tiempo eran los más celebrados, pero yo no cogía el gusto ni veía misterio en el vasito con caldo de los chicos. Poco a poco me fui aficionando y hasta me atreví con los gordos, a los que notaba escasos de pique y un tanto sosotes, tan distintos de los que guisaba mi hermano Carlos con una salsa de chorizo poderosa. Mi hermano, Agustín y el Mico salían de noche hasta el Ubierna, el río de los molinos del padre del Cid, y traían sacos de un caracol fino que a mó me parecía exquisito.
El puesto de la Magdalena ya no es el que era y en estos últimos años el campeón caracolero lo tengo a cien metros de casa. De aquí a un mes me sentaré algún mediodía -a las nueve de la noche suelen agotar existencias- a hartarme con raciones de varios sabores, pues los guisan de siete u ocho maneras. Recordaré mis caracoladas burgalesas y brindaremos por Carlos. ¡Salud, hermano!