Ignacio Ruiz Quintano
Abc
Si en Londres la cola del Palladium representaba la civilización inglesa, en Madrid la cola del Congreso representa la civilización española.
–A última hora, siempre es un pelotón de soldados el que salva la civilización –dijo famosamente Spengler.
Pero lo que salva la civilización no son los pelotones, sino las colas, aunque, por si acaso, el gobierno tenga estos días a sus mejores soldados ensayando la defensa de objetivos culturales (Monument Men!), tal que las pompitas doradas de Gustavo Torner en las vidrieras de la catedral de Cuenca.
–¡Pelotas, no! –ordenan los políticos a sus guardias, recibidos en las calles de Madrid con adoquines debajo de los cuales está la playa de la Dignidad donde veranea Willy Toledo, que recibe crema solar de Otegui.
Del “¡Tiros a la barriga!” de Azaña al “¡Pelotas, no!” de Rajoy (“Black Hawk Down” para pobres) hay un trecho civilizatorio tan largo como la cola del Congreso para despedir al figurante de “Orgullo y pasión” (el rodaje donde otro figurante atacó con diente de áspid el seno de Sophia Loren) que, como James Stewart en “El hombre que mató a Liberty Valance”, ha sido inscrito en la Historia como El Hombre Que Devolvió La Democracia A La Cámara (título acuñado por la TV pública).
La verdad es que en ningún sitio se muere como en España.
Incluso La Pasionaria, convertida, al decir de El Campesino, en fanática de Stalin como lo había sido de la Virgen de Begoña, murió como católica (confesión y comunión reglamentarias), al decir del jesuita Lamet, una vez reconvertida por el padre Llanos, cosa que Pilar Urbano no logró de Tierno.
Cuatro colas fúnebres (las mismas que guerras civiles nuestros abuelos) lleva uno vistas en la vida de España: Franco, Tierno, Suárez, y al fondo, Lola Flores, que en México le decían los exiliados:
–Lola, lo de menos es vivir en España, pero no morir en España sería horrible.
En nuestro teatro clásico, la muerte ahueca la voz y habla en verso.