sábado, 2 de noviembre de 2013

Amor constante más allá de la muerte*


Manuel Manilla


Lauda de entrada

Ignacio Ruiz Quintano

Nadie muere si vivió de veras. Se mueren sólo los muertos. Si la vida es algo,
 no es de ningún modo nuestra vida, sino la vida nuestra en los demás.
 La inmortalidad es memoria. Temblor de primavera ausente,
 en el invierno del recuerdo. Milagro
.
César González-Ruano



    Al principio, según Mingote, la gente eran sólo dos.

    Nada convence como una buena hipótesis, y la de Mingote es una hipótesis magnífica. El resto bien podemos imaginarlo. Pero, de Pío Baroja a Rocío Jurado, ¿a dónde va toda esa gente que Mingote viene despidiendo desde hace cincuenta años?

    –Ya estoy despedido –apunta Ramón Gómez de la Serna en la lauda de entrada a su libro Los muertos y las muertas–. Tenemos que evitar que suceda lo que en las conferencias telefónicas, que las cortan cuando nos falta la despedida. Yo ya quedo despedido.
    
Se supone que, si Mingote acude a despedirte, es que uno va a ir al cielo.
    
Al cielo iremos los de siempre –avisa un libro de Mingote.
    
Al cielo de Mingote, naturalmente, pero cielo al fin y al cabo, que es un cielo que todo el mundo se imagina con algo de vida en el campo o de veraneo en el Norte.

    Foxá contó una vez cómo el padre Guepin, abad mitrado de Silos, paseando por sus soleados claustros románicos con unos amigos, suscitó la conversación de cómo imaginaba cada uno al cielo.
 Todos expusieron sus visiones: conciertos sacros, espectáculos sin tedio, goces sin pecado...
    
Yo –dijo el padre Guepin– me lo figuro como un eterno paseo, por los jardines del Paraíso, haciendo “respetuosas objeciones” al Ser Supremo: Señor, ¿por qué hubo enfermedades? ¿Para qué hicisteis a los microbios? ¿Qué objeto tenía el planeta Júpiter?
    
Veraneo en el Norte o vida en el campo. El mejicano Julio Torri, precursor del texto breve –humor, audacia y perfección–, anotó en La vida del campo, inspirada en Villiers de l’Isle Adam:


M. M.

    “Va el cortejo fúnebre por la calle abajo, con el muerto a la cabeza. La mañana es alegre y el sol ríe con su buen humor de viejo. Precisamente del sol conversan el muerto y un pobrete –acaso algún borracho impenitente– que va en el mismo sentido que el entierro.

    ”–Deploro que no te calientes ya a este buen sol, y no cantes tus más alegres canciones en esta luminosa mañana.

    ”–¡Bah! La tierra es también alegre y su alegría, un poco húmeda, es contagiosa.

    ”–Siento lástima por ti, que no volverás a ver el sol: ahora fuma plácidamente su pipa como el burgués que a la puerta de su tienda ve juguetear a sus hijos.
    
”–También amanece en los cementerios, y desde las musgosas tapias cantan los pinzones.

    ”–¿Y los amigos que abandonas?

    ”–En los camposantos se adquieren buenos camaradas. En la pertinaz llovizna de diciembre charlan agudamente los muertos. El resto del año atisban desde sus derruidas fosas a los nuevos huéspedes.

    ”–Pero...

    ”–Algo poltrones, es verdad. Rara vez abandonan sus lechos que han ablandado la humedad y los conejos.

    ”–Sin embargo...

    ”–La vida del campo tiene también sus atractivos.”


M. M.

    Cuando muere un gran hombre, vino a decir Leon Bloy, siempre añade algo a la Vía Láctea. Y no pensaba en la pasarela de la popularidad. La popularidad, tiene para sí Mingote, no es nada.
    
Es más importante el aprecio de la gente que importa, las personas de talento, los maestros, como Wenceslao Fernández Flórez, que estaba firmando en la Feria del Libro. Le llevé el primer tomo de sus Obras Completas para que me lo dedicara, y el maestro, amablemente, era muy amable, escribió una dedicatoria: “Con amistad y admiración a Antonio Mingoti”. O sea, me admiraba, pero no tanto como para aprenderse mi apellido. Se empezaba a perfilar nítidamente mi arrolladora personalidad.

    A Fernández Flórez, por cierto, no le hacía gracia alguna que la exhibición del ataúd donde el interesado va tendido, tan largo como es, sin hacer nada, ofreciera contraste tan agudo con la actividad, con el ajetreo circundante, que para el muerto tiene que resultar vejatorio.

    –La prisa de los demás, reveladora de vida, produce, sin duda, una especie de humillación en el difunto. A nadie le puede gustar, por lo menos en los primeros días, que le recuerden que ya no existe, y pasar inactivo, tumbado, entre la riada de apresurados chóferes que hacen sonar las bocinas, de vendedores clamorosos, de transeúntes diligentes, parece que es ir diciendo: “¡Fastidiarse, amigos, que yo me he asegurado ya la holganza!”
    
No creía arriesgado suponer que el muerto hubiese sentido la inquietud de la proximidad de la noche: el miedo a llegar al camposanto en sombras ya, cuando todo es allí más extraño y temible:

    –Si a uno lo dejan en su nicho con sol, parece que la instalación es menos impresionante; pero el difunto mejor bragado no puede menos de sentir terror, si toma posesión de su tumba entre tinieblas. Dígase lo que se quiera, la primera noche que se pasa en un cementerio, aunque se disponga de un buen panteón, no tiene nada de agradable. No es posible el descanso, se extraña todo y a cada instante se espera que ocurra algo tremendo.
    
La muerte moderna, tiene observado Octavio Paz desde su laberinto de la soledad, no posee ninguna significación que la trascienda o refiera a otros valores.

    –En un mundo de hechos, la muerte es un hecho más.


M. M.
   
Pero como es un hecho desagradable, la filosofía del progreso pretende escamotearnos su presencia: “En el mundo moderno todo funciona como si la muerte no existiera. Nadie cuenta con ella. Todo la suprime: las prédicas de los políticos, los anuncios de los comerciantes, la moral pública, las costumbres, la alegría a bajo precio y la salud al alcance de todos que nos ofrecen hospitales, farmacias y campos deportivos. Nadie piensa en la muerte, en su muerte propia, como quería Rilke, porque nadie vive una vida personal. Para el habitante de Nueva York, París o Londres, la muerte es la palabra que jamás se pronuncia porque quema los labios.”

    –La muerte es un espejo que refleja las vanas gesticulaciones de la vida.
    
César González-Ruano, que sigue siendo el escritor al que mejor se le han dado los muertos, sabía que los muertos no se terminan nunca y tuvo la impresión de que se muere un poco en cada amigo que nos deja:
    
La vida no es mucho más que eso: la fe de ella que dan quienes nos conocen. El día que nadie nos pudiera conocer seríamos como muertos sin enterrar. Vivimos en tanto que vivimos en alguien. Tiene sólo sentido la vida en tanto que alguien nos ama o nos estima. La muerte es el desconocimiento, la indiferencia. A los muertos los han querido, pero ya no los quiere nadie. Si alguien les siguiera queriendo en todo el vigor de la actualidad, de la realidad del amor, resucitarían.
   
 Si Ruano es el escritor al que mejor se le han dado los muertos, Quevedo es el escritor que más y mejor se ha encarado con la muerte.

    –Quevedo es el tremendo español, y por eso anda a vueltas como nadie con el tremebundismo de la muerte –dirá, en apoteosis de necrología, el gran Ramón de los muertos y las muertas–. Quevedo estuvo siempre ensayándose con la muerte.
    
En el Sueño de la muerte, la muerte avisa que eso –huesos descarnados con una guadaña al hombro– no es la muerte. Dice la muerte:


M. M.

    –Eso no es la muerte, sino los muertos o lo que queda de los vivos. La muerte no la conocéis, y sois vosotros mismos vuestra muerte: tiene la cara de cada uno de vosotros y todos sois muertos de vosotros mismos. La calavera es el muerto y la cara es la muerte; y lo que llamáis morir es acabar de morir, y lo que llamáis nacer es empezar a morir, y lo que llamáis vivir es morir viviendo, y los huesos es lo que de vosotros deja la muerte...
    
A Ramón lo estremece de Quevedo la proposición de que caminemos muertos para no dejar de vivir, como si nos diese la contraseña para pasar frente a todas las garitas en que la muerte vigila. Y se agarra al descomunal soneto en que Quevedo juega con toda la mitología griega del otro mundo: el alma en la laguna, orillados los recuerdos, Caronte aguarda.

    –Su mejor poesía –concluye Ramón su Quevedo– es esa en que habla de sus cenizas enamoradas, soneto con algo de epitafio de sí mismo: Amor constante más allá de la muerte.

Alma a quien todo un dios prisión ha sido,
Venas que humor a tanto fuego han dado,
Medulas que han gloriosamente ardido:

Su cuerpo dejará, no su cuidado;
Serán ceniza, mas tendrá sentido;
Polvo serán, mas polvo enamorado
.

    Mientras aguardaba a su boda con una viuda –¡nada que ver con Lisi!–, Quevedo tuvo la obsesión de expresar poéticamente, al hilo de Propercio, la idea de la pasión amorosa sobreviviendo a la fugacidad del cuerpo. El amor, que diera sentido a la vida, había de dar sentido a la muerte.
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*Prólogo para el libro de necrológicas  
Serán ceniza, mas tendrá sentido, de Antonio Mingote
Ediciones Luca de Tena, 2006


M. M.