miércoles, 13 de noviembre de 2013

El otro Wilde


Hector Hugh Munro, el afilado Saki
Jorge Bustos

Oscar Wilde no estuvo solo en la dramática contienda contra la era victoriana. A su lado peleó con gloria poco reconocida el caballero británico Hector Hugh Munro (Birmania, 1870 – Francia, 1916), por sobrenombre Saki, el más afilado cuentista británico de entresiglos y uno de los talentos más sutilmente divertidos del ámbito anglosajón junto con el estadounidense O. Henry. El celebrado Wodehouse debe tanto al magisterio cómico de Saki como el añorado Tom Sharpe, que en junio de este mismo año decidió morirse en Gerona al constatar el decepcionante retraso de la recuperación o de la independencia, una de dos. Antes de morir, sin embargo, dejó escrito: «Si empiezas un relato de Saki, lo terminarás. Cuando lo hayas terminado, querrás empezar otro; y cuando los hayas leído todos, jamás los olvidarás». No creo que se puede recompensar mejor la entrega de un escritor al juicioso mandamiento de Sainte-Beuve: «Leed cosas grandes, escribid cosas agradables».

Saki leyó a los grandes ironistas de su tradición cultural, de Sterne a Swift, y escribió unos cuentos gratísimos de leer que bien leídos no están exentos de amargura íntima ni de aullido social. Lo que me gusta de Saki es que no necesita operaciones exhaustivas como las de William Makepeace Thackeray (otro inglés nacido en la India) para abrir en canal a la sociedad eduardiana. Con tres incisiones muy localizadas pone la moral porcina de una marquesa a chorrear sangre boca abajo. Sus cuentos van al grano tras una ambientación impresionista y mantienen unas constantes estructurales y temáticas cuya reiteración obsesiva no preocupa en absoluto al autor. Y lo que es más importante: tampoco al lector.

Tenéis varias ediciones. Yo he manejado los Cuentos Completos en Alpha Decay y las Crónicas de Clovis en Valdemar, aunque hay algunas otras fruto de un feliz, y reciente, redescubrimiento editorial. Las piezas narrativas de Saki suelen estructurarse en torno a una escena de corte teatral, en donde los diálogos y las descripciones psicológicas canalizan el veneno de la sátira costumbrista: conversaciones en salones de mansiones londinenses o coloniales, fiestas o clubes de bridge. Aristócratas de afilado ingenio y pícaros arribistas alternan golpes de florete dialéctico abrumando al lector-espectador que asiste a un despliegue sintáctico y verbal deslumbrante. Los vicios de clase —la hipocresía, la avaricia, las maniobras del gorrón o la pesadez del charlatán — son satirizados sin piedad, con el efecto multiplicador que se logra envolviendo la carga vitriólica en elegantes capas de referencias indirectas y elaboradas perífrasis y comparaciones. El estilo relampagueante de las comedias wildeanas, vamos.

Se trata de una literatura que toma a los lectores por inteligentes. Exige un paladar medianamente distinguido para apreciar tanto un enredo endiablado como un moroso dibujo de caracteres, una erudición exótica, una nota macabra y una sintaxis sin miedo a la subordinación. De los ingleses siempre sorprende un poco esa simultánea aptitud para el escándalo y la permisividad, caras de la misma moneda de la civilización. Fue el puritanismo victoriano el que condenó a Wilde, pero solo después de llenar durante años los teatros que representaban sus obras. Al final parece que el único precepto absoluto es el que promulgara en mármol Michi Panero: «Lo único que no se puede ser en esta vida es un coñazo». Ni Wilde ni Saki aburren jamás.

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