Jorge Bustos
Imponente proboscídeo. Barritarás de alivio con un punto de vengativa satisfacción desde que supiste que el sacrificio de tu primo sirvió para que WWF expulsara a ese sádico con rifle, Juan Carlos de Borbón, de su presidencia de honor. Los humanos sabíamos de la existencia de iglesias ecologistas dedicadas a la defensa de los derechos humanos de los animales, y del trompudo símbolo de los republicanos yanquis, pero ignorábamos el nuevo maridaje que la causa del edenismo Disney ha contraído con la bandera tricolor y la fe trágica de Manolo Azaña.
Uno no ha nacido en la aceptación acrítica de la monarquía para acabar abrazando el republicanismo, como la mayoría de los jóvenes de mi generación, sino que ha seguido exactamente el proceso inverso: me he convertido al monarquismo hace unos meses, asqueado de la zafiedad inevitable, del miliciano rencor que se te cuela de okupa en el vagón imposible, contradictorio, de un republicanismo elegante, al tiempo que avizoraba por vez primera una alta dignidad solitaria y final en la tarea ilativa de Don Juan Carlos I, hilo frágil con la Historia del que pende una España miserable y obesa, que se balancea de intento, ordinariamente, para romper el hilo dinástico; que se balancea precisamente como vosotros, dumbos republicanos, sobre la tela de una araña en aquella canción estúpida de campamento escolar. Y aún agradezco la bula reinante para la mofa pedorrera o sacropija de la Familia Real, porque sirvió para evidenciarme –con la facilidad con que destaca la margarita del estiércol– el valor reactivo de la única institución a salvo del sufragio universal, tan decepcionante.
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