viernes, 22 de enero de 2010

LOS VIERNES DEL CAMPO DEL GAS II




RETRATO DE UN PERDEDOR


Alberto Salcedo Ramos


Crónicas Periodísticas

(Vía ArcoLibris, de Laura García
)

A Víctor Regino no le preocupa que esta noche, cuando regrese al ring después de un retiro de trece años, el público le grite anciano o el rival le desencaje la mandíbula: a él sólo le interesan los cien mil pesos de la paga, con los cuales podrá restablecer mañana su pequeño taller de traperos.

Son las cinco de la tarde y nos encontramos en un restaurante del centro de Montería. Regino cena temprano porque quiere evitar sentirse aletargado durante la pelea, que comenzará dentro de tres horas. Por cierto, hoy le ha tocado adelantar el horario de todas sus comidas: desayunó a las cinco de la madrugada y almorzó a las once de la mañana. Mientras retira la remolacha del plato con un gesto de repulsión, advierte que no le gustaría que su hija Yoeris, de quince años, asistiera esta noche al coliseo. Luego sorbe su jugo de toronja, mira de soslayo hacia el televisor. Regino agarra el cuchillo con la mano izquierda, y el tenedor, con la derecha. Corta la carne en rodajas toscas, que engulle despacio.
De pronto, saca del bolsillo de su camisa un trozo de papel en el que tiene anotados los elementos que comprará con el dinero del combate: treinta libras de pabilo de algodón, quince yardas de lycra y veinte palos de cedro macho. Su idea es reanudar la producción mañana mismo, antes del mediodía. El resultado de la contienda le tiene sin cuidado, porque él ya decidió que, al final de esta misma noche, volverá a colgar los guantes. A los treinta y siete años —admite, con un gesto de resignación—, sería absurdo que le apostara su futuro al boxeo.

Hace días se tropezó en la ribera del río Sinú con el empresario Hernán Gómez, quien le anunció que montaría una cartelera boxística en homenaje al ex campeón mundial Miguel Happy Lora. A Regino se le abrieron las agallas en seguida. Sabía que si participaba en la velada podría reabrir el negocio que clausuró a mediados de 2006, por falta de capital para costear la materia prima. El problema era su prolongado destierro de los cuadriláteros: ningún promotor se animaría a programarlo en esas condiciones, a menos que necesitara un relleno de emergencia. Así que se le anticipó al escollo con una mentira: dijo que llevaba ocho meses entrenando diariamente en el gimnasio. A continuación, cuando Gómez le preguntó la edad, Regino redondeó su artimaña quitándose seis años de un solo envión.

—Ya casi voy a cumplir treinta y uno, docto.

Mientras lo veo masticar su bistec con parsimonia, supongo que hay que ser despistado de remate para tragarse tamaño embuchado. Porque lo cierto es que Regino aparenta más de cuarenta años. Su piel cobriza, normalmente templada como un tambor, acusa los trastornos causados por la dieta estricta del último mes: se ve marchita, vaciada. Tiene una catadura de huérfano que quizá se debe a sus ojeras profundas. Uno pensaría que consiguió su ropa entre los restos de un naufragio: la camisa demasiado ancha, los zapatos con las puntas dobladas hacia arriba. Hasta su bigote largo y desgreñado, que contrasta con sus mejillas escurridas, parece heredado de un difunto mucho más grande que él.
En aquel encuentro casual, Gómez le propuso a Regino sustituir a un púgil que se le había escabullido dos horas antes, cuando se enteró de que su rival sería el invicto Miche Arango, un muchacho de veinticuatro años que, según los locutores deportivos de la ciudad, tiene morfina en los puños. Regino aceptó sin vacilar, porque sabía que no le quedaba otra alternativa. Desde entonces empezó a escuchar los pronósticos más sombríos. Un reconocido profeta local opinó que esta sería la clásica pelea desigual de tigre con burro amarrado. Otro invocó la viejísima analogía entre el ring y el patíbulo. Y el de más allá dejó en claro que no arriesgaría un céntimo por él.
Regino sorbe su jugo de toronja, ensarta un aro de cebolla con el tenedor, encoge los hombros. A él no lo desvelan esos malos augurios, dice. Aunque sabe que la derrota es posible, se niega tajantemente a regalar su cabeza. Piensa que si sobrevive a los cuatro primeros asaltos, podría ganar, pues su adversario seguramente estará cansado a esas alturas. En todo caso —repite, después de limpiarse la boca con la servilleta— lo verdaderamente importante no es el resultado de la contienda, sino el hecho de que mañana amanecerá con dinero para reactivar su microempresa de traperos.

***

Visto por la espalda desde su esquina, mientras recibe las instrucciones del árbitro en el centro del ring, Víctor Regino parece medir menos de los ciento sesenta centímetros que le atribuye su cédula de ciudadanía, tal vez porque tiene el lomo encorvado. Para pelear en el peso gallo —ciento dieciocho libras— debió perder ocho kilos en los últimos treinta días. Pese a su aspecto magro, conserva un par de rollitos de grasa a ambos lados de la cintura. Sus piernas pasarían inadvertidas de no ser por los músculos gemelos tan tensos y abultados. Regino brinca en la punta de los pies, lanza una combinación de golpes en el aire. Ahora, por fin, está de frente. Noto que ha adquirido el típico pecho de gorila viejo de los boxeadores cuarentones: lampiño, esponjoso.

Miguel Arango, el contrincante, tampoco es el prototipo del atleta musculoso. Pero es joven, aventaja a Regino en doce centímetros de estatura y jamás ha estado inactivo. Su piel lechosa lo delata a leguas como un hombre procedente del interior del país, de esos a los que por acá, en el Caribe, se les llama “cachacos”. En los coliseos de la región impera la otra cara del racismo: el público, conformado en su gran mayoría por negros y mulatos excluidos, manifiesta sin ningún pudor el deseo de ver al boxeador blanco tendido en la lona con la boca llena de espuma. Tal actitud refleja, acaso, la ambición de cobrarle una amarga revancha a la historia. Los espectadores de hoy son especialmente hostiles contra Arango, a quien no le perdonan que haya reventado a cuanto monteriano le han puesto enfrente.

La última vez que Regino se calzó los guantes fue el quince de marzo de 1993. En ese momento registraba diez derrotas y apenas tres triunfos. El récord de Miche Arango, en cambio, no podría ser más imponente: ha ganado en fila india los diecisiete combates que ha disputado hasta ahora, todos antes del tercer round. El sentido común indica que hoy se apuntará el nocaut número dieciocho sin necesidad de despeinarse. Al final de la jornada cobrará un botín de 900 mil pesos, es decir, nueve veces la cantidad que recibirá Regino. Las diferencias entre los dos, a propósito, son abismales. Arango llegó al coliseo escoltado por una comitiva ruidosa: ayudantes, primos, fanáticos, la fauna característica de los vencedores. A Regino, quien se vino de pie en un destartalado autobús hediondo a vegetales rancios, no lo acompañaba nadie: ningún vecino del barrio, ningún pariente en primero o en cuarto grado, ningún compadre. Ni siquiera sabía quién lo iba a dirigir en su esquina, pues a los púgiles del montón, como él, se les consigue a última hora cualquier instructor desocupado que esté dispuesto a sudar la gota gorda por veinte mil pesos. Estos entrenadores provisionales, a semejanza de los abogados de oficio, no están allí para salvar el alma de sus clientes desahuciados, sino para legitimar la función. Para transmitir una idea de justicia que deje a todo el mundo con la conciencia tranquila. Porque lo cierto es que un boxeador sin asistente desluciría el espectáculo, lo haría ver como un linchamiento vulgar.
Hace pocos minutos, mientras Hernán Gómez y uno de sus colaboradores discutían sobre quién podría ser el entrenador de Víctor Regino, escuché el gracejo más cruel que se haya pronunciado jamás en un coliseo. Su autor fue Tutico Zabala, el importante empresario boxístico puertorriqueño, invitado especial a la velada. De pronto, mirando su reloj con ansiedad, Gómez soltó la pregunta clave.

—Y entonces, ¿quién subirá a Regino en el ring?

Tutico sonrió con malicia, antes de meter la cuchara con su chispa demoledora.

—A mí no me preocupa quién va a subirlo, sino quién va a bajarlo.

El entrenador elegido, finalmente, fue José Manuel Álvarez, quien ahora vigila a su pupilo desde la esquina. Mientras el anunciador oficial lee por altavoz la ficha técnica del combate, Regino comienza a calentar los músculos. Una finta lateral hacia la izquierda, otra hacia la derecha. Un golpe largo y otro corto, uno abajo y otro arriba, one, two, one, two, one, two, como enseñan los manuales. Nada de gracia, pienso. Hilando demasiado fino, uno supondría que sus movimientos burdos se deben en parte a los sobresaltos que ha padecido. Cuando lo urgente es tapar las goteras del techo, la danza se vuelve pecata minuta, oficio insignificante. Por eso los boxeadores menesterosos, los que en su vida diaria reciben tantos porrazos como si estuvieran en el ring, son casi siempre muy bruscos. Saben cómo evadir un cuchillo, pero se sienten extraviados cuando suena la mazurca.
Y bien: ahí tenemos a Regino, en el centro del cuadrilátero, debajo de una lámpara que lo ilumina a chorros como para dejarlo en evidencia. Está allí para recordarnos que, a pesar de nuestras ropas, seguimos desnudos. Somos a menudo muy pretenciosos en nuestro confort, pero deberíamos ir coligiendo que si nos niegan el perfume, como a Regino, lo que nos queda es el sudor. El hombre se llena la boca hablando de la Civilización y piensa que sus antepasados primitivos, aquellos que debían luchar cuerpo a cuerpo contra las demás especies de la Creación, son criaturas anacrónicas. Y, sin embargo, todavía a estas alturas le toca arriesgar el pellejo por un trozo de pan. O por unos traperos.

***

A las nueve de la mañana el calor en Montería es insoportable. Radio Panzenú acaba de reportar una temperatura de treinta y cuatro grados centígrados a la sombra. Dentro de once horas, exactamente, Víctor Regino subirá al ring para enfrentarse a Miche Arango. Cualquiera en su situación estaría en este momento pegándole al saco de arena o haciendo ejercicios abdominales. Él madrugó a tajar pescados en una fonda del Mercadito del Sur, para granjearse el desayuno. Después fue al barrio El Recreo a podar un jardín. Y ahora se encuentra aquí, en el Colegio Buenavista, reclamando las calificaciones de su hija Yoeris.
Regino luce pensativo con el boletín de notas en la mano. Triste, quizá. Dice entonces que lamenta no haber estudiado y confiesa que, en sus tiempos de boxeador activo, jamás revisó un contrato delante de los empresarios, porque le daba vergüenza revelar su analfabetismo. Siempre pedía que le dejaran llevar el documento para su casa, con el pretexto de que debía analizarlo con mucho cuidado. Después, por supuesto, acudía a alguien que supiera leer.
Mientras emprendemos el camino de vuelta hacia su casa, Regino dice que su hija Yoeris ya está lo suficientemente advertida acerca de los problemas que genera la falta de educación.

—Yo le digo que no se quede bruta como yo, porque los brutos se mueren muy rápido.

En principio, la sentencia de Regino se me antoja exagerada. Cuando se lo manifiesto se encoge de hombros, calla, y sigue avanzando con su tranco corto a través de la trocha llena de guijarros. De repente se detiene en seco. En 1982 —dice, cabizbajo— su padre era mayordomo de una finca en Antioquía. En cierta ocasión, desesperado por una tos persistente que no lo dejaba dormir, se bebió a pico de botella medio frasco de pesticida, porque lo confundió con el expectorante de su patrón. Antes del amanecer, murió. Si su padre hubiera sabido leer —agrega Regino con la voz quebrada— a lo mejor estaría vivo todavía.

—¿No le digo que los brutos se mueren rápido? —me pregunta con una expresión que parece a medio camino entre el sarcasmo y el abatimiento.

Luego agacha el rostro. Noto que el pecho se le sacude de manera entrecortada. Llora sin darme la cara, acelera el paso. Recorremos cerca de cien metros en absoluto silencio. Al rato empezamos a ver las primeras chozas de Brisas del Sinú, el arrabal donde vive. En la vía principal, por donde vamos avanzando, corretean montones de niños en cueros, muchos de los cuales exhiben ya los cañones iniciales de su vello púbico. Una mujer rolliza le grita a su vecina, a través de la cerca, que le regale una pastilla de Buscapina para aliviar su cólico menstrual. Levanto los ojos y lo que veo no es el cielo sino una enmarañada red de cuerdas que salen de todas las casuchas y se entrecruzan en el aire: son los cables eléctricos que la gente utiliza para encadenarse al servicio de energía sin pagar un solo centavo. Tales cables funcionan, también, como tendederos de ropa. En uno de ellos hay un calcetín de bebé que flamea a merced del viento. Lo que más me asombra es descubrir en cada calle fogones improvisados sobre el suelo desnudo, en los cuales se cocina desde un pastel envuelto en hojas de bijao hasta un sancocho de huesos. Deduzco entonces que estoy frente a un contrasentido: en un sitio donde la gente carece de dinero para comer, abunda la comida, y además la venden los mismos que tienen hambre. Poco después me informan que aquí, con tres mil pesos, almuerzan dos personas. Quizá no consuman el manjar más exquisito, me advierten, pero quedan con las panzas repletas. O sea que nadie pasa hambre, como yo había creído. En todo caso sigo pensando que estas fondas lánguidas son tan solo una forma de consuelo. Su razón de ser, más que el lucro, es el instinto de supervivencia. Al repartir la miseria, la conjuran. Así se permiten convertir la escasez en motivo de sorna. Esa capacidad de burla se evidencia, por ejemplo, en los nombres que les ponen a algunos de sus platos más pobres: a la montaña de arroz atravesada en la cima por un banano triste se le llama “arroz al puente”. También existe el “arroz al nevado”, que es un cerro igual al anterior, pero está coronado por un huevo frito similar al cráter de un volcán.
Como si leyera mi pensamiento, Regino aclara que su problema no es la falta de comida, sino el temor de que Yoeris “se quede bruta” o “coja marido antes de tiempo”. Su reto —reitera, mirando otra vez el boletín de calificaciones— es educarla para que se defienda de tales peligros. Y por eso volverá al ring esta noche. Él calcula que necesitará dos semanas de producción en el taller de traperos, para pagar los tres meses de pensión que debe en el colegio de su hija.
Ahora, mientras lo veo doblar por la esquina, tengo la impresión de que no salta para evadir el charco que está frente a su casa, sino para subir al cuadrilátero a comenzar su pelea. O, más bien, a continuarla.

***

Regino ganó los dos primeros rounds. Al plantear el combate en corto maniató los brazos largos de su rival y logró conectar varios golpes que hicieron poner de pie al público. Parecía que ganaría por nocaut, especialmente cuando metió ese gancho de izquierda en el estómago de Miche Arango. Un espectador lo celebró a grito herido:

—Dale duro, carajo, que es cachaco y no es familia mía.

Regino no pudo rematar la faena porque sonó la campana. En el tercero, alocado por el respaldo de la gente, arremetió contra Arango de manera insensata, ya que lo hizo con la guardia muy abajo. Entonces se encontró de frente con un mortero que le explotó en la barbilla. Cuando cayó a la lona con las piernas tiesas, la mirada extraviada y el protector bucal bailoteando entre los labios, todo el mundo comprendió que estaba liquidado.
Ahora, mientras se baja del ring sin ayuda de nadie, noto que Regino no tiene el semblante postrado de los perdedores. Es más, luce radiante a pesar de la sangre que se le asoma por las fosas nasales. Sonríe, saluda a un aficionado. Y además le sobran agallas para levantar la mano derecha con la “V” de la victoria. El público, seguramente, ignora cuál es el motivo secreto que lo lleva a comportarse como si hubiera ganado. Pero le prodiga un aplauso monumental que retumba en todo el coliseo y parece estremecer el resto de la Tierra.