Por José María Pemán
En memoria del poeta Fernando Villalón
Esto fue en Jerez de la Frontera, un día claro del mes de junio, durante las horas de la siesta, en que el silencio está lleno de murmullos.
Visitábamos juntos una bodega, Fernando Villalón, el poeta de Andalucía la baja, criador de reses bravas; un pensador agudo, un médico ilustre y yo, que no soy ni ilustre ni agudo. El diálogo bajo los arcos sombríos y fragantes de la bodega fue fino y socrático. Y como durante él Fernando Villalón dijo bellas cosas aladas, yo hoy quiero recogerlo piadosamente en su memoria.
JEREZ Y EL VINO
Jerez de la Frontera, visto desde fuera, tiene hoy el mismo aspecto que hace dos siglos: una bandada de casas blancas, posadas al pie de la torre de San Miguel.
Parece un plato de leche cuajada, cuajada para toda la eternidad. Todo inmóvil. Y encima de la torre, la misma cigüeña, quieta, fina, estilizada, curva, llena de íntima conciencia de su valor y decorativo.
Y es que Jerez tiene la suerte de tener una industria sin chimeneas ni humo.
La industria del vino es una industria de interiores sombríos; industria de bodega, de tabernáculos íntimos, de misterios de iniciados. La elaboración del vino es labor de magníficas fuerzas elementales dentro de la panza dorada del tonel.
Jerez, rica e industrial, no tiene el gesto fanfarrón de las urbes modernas: ni chimeneas tiesas y pedantes, ni melenas de humo. Jerez parece una aldea blanca. Como la casa del avaro, tiene su riqueza escondida en el corral, en unos puchericos con onzas de oro.
ANDALUCÍA Y LOS DIOSES
Y empieza Villalón:
–El vino de Jerez no lo hace éste ni aquel fabricante; lo hacen los dioses.
La elaboración del jerez es una tarea mínima y andalucísima de “dejar hacer” a la Naturaleza; tarea negativa, de pereza y descanso. El vino de Jerez se hace solo, a sí mismo, bajo los arcos húmedos y catedralicios de las bodegas, en las largas siestas de las andanas. Primero, el mosto; luego, después de “desliado”, la añada; luego, el trasiego a las criaderas; luego, a la solera...
¿Cuál ha sido el esfuerzo del hombre en todo el tiempo? Nada: el gesto mínimo y soñoliento de trasegar con la cuba de una bota a otra. Labor andalucísima; un gesto que es la labor de un año. Luego, ya en la nueva bota, durante meses y meses, “dejarlo estar”...
Sin embargo, al llegar a la solera, última nota de la escala de oro, después de largos años de siesta, el milagro está hecho: el color, el aroma, el gusto...
¿Quiénes hicieron este vino de maravilla? Los dioses, nada más que los dioses...
Y ése del vino de Jerez es el secreto de toda esta Andalucía que puede vivir con un poco de pan, agua y vinagre. No es que somos perezosos. Es que nos sobra el tiempo. No tenemos nada que hacer. Aquí todo lo hacen los dioses.
EL ALCOHOLISMO Y LOS MÉDICOS
De pronto, el médico ilustre ha pronunciado la palabra “alcoholismo”.
Pero el ensayista le ha interrumpido:
–El alcoholismo no tiene nada que ver con el vino...
Ha empleado para decirlo un tono sentencioso y especial, que parece anunciar, como la inicial enrevesada de un códice o como el tamboril de un feriante que va a empezar algo.
–El vino no tiene nada que ver con el alcohol. El alcohol será, sí, para el químico, uno de los elementos del vino. Pero ¡eso qué importa! El químico no conoce lo que es el vino: el que lo conoce es el “conocedor”. El análisis del químico sabe, descomponiéndolos, cuáles son los diferentes elementos del vino, o sea, todo lo que hay en el vino que no es vino. Pero la nariz del conocedor, no; ésa aspira la síntesis de todos los elementos, o sea, el verdadero vino. Porque el vino no es alcohol ni tanino. El vino es una superación de todo eso: una criatura distinta, llena de mil valores, magias, virtudes y perfecciones superiores.
Esa criatura, pues, es la que hay que valorar y juzgar. Comprendo muy bien las ligas y campañas “antialcohólicas”, porque el alcohol es un veneno absurdo. Si hay algún pueblo, cosa que no sé, que beba alcohol, debe corregírsele y castigársele.
Pero el vino es otra cosa. El vino es –según Ortega y Gasset– un problema cósmico. El vino fue antiguamente un dios; el vino es una de las fuerzas elementales y eternas del mundo y de la vida.
Es absurdo acercarse como lo hacen los hombres de hoy al vino, con un criterio puramente higiénico, administrativo o social. Como si el vino fuera simplemente alcohol. Si fuera así, no merecería la pena hablar de él. Pero cuidado; el vino fue tema de los más grandes poetas (Alceo, Anacreonte, Horacio). La Sagrada Escritura lo emplea como metáfora. Y el Renacimiento, en sus anchos ámbitos de luz, está lleno de aquellas grandes voces que dio Gargantúa al salir del vientre de su madre: “¡A beber! ¡A beber!”
Cuidado, pues. El simple alcohol no hubiera conseguido tanta atención. En el vino hay un valor mágico. Con esto, el problema varía fundamentalmente. Porque ya cuando el médico nos dice “no beba usted”, tendrá que demostrar que los valores que defiende con su prohibición son superiores al valor-vino.
Los médicos sois crueles y refinados prolongadores de la muerte. Hay un verso lánguido y admirable de Lope de Vega que cifra todo vuestro arte:
Muerte perezosa y larga...
Ése es vuestro programa: vida sin desgaste, sin vino, sin amor. Vida negativa, con la muerte delante, corriendo a poca distancia, sin dejarse alcanzar, como el torero delante del toro: muerte perezosa y larga...
Villalón ha puesto esta contera a las palabras del ensayista:
–Toda la ciencia andaluza es la de valorar la vida en su lugar, o sea, después del vino y de la gracia de un lance de capa. El vino puede matar al bebedor, el toro puede matar al torero. Conformes. Pero hay un problema previo: ¿Qué vale más, la copa, la vida, el pase por alto? ¿Qué vale más?
EL ALMA DEL VINO
En el “sancta sanctórum” de la bodega se prueban las soleras más añejas y venerables. El capataz, con un gesto solemnemente litúrgico, escancia el vino en las altas copas bodegueras, introduciendo la “venencia” en las botas más prestigiosas, condecoradas con nombres históricos –Napoleón, Fernando VII, Pitt, Ruskin– y enguirnaldadas con telarañas sedosas y finísimas.
Luego, al entregar la copa, comenta:
–Si el señor tiene a bien de echarse unas gotas en el pañuelo, podrá comprobar cómo dentro de varios años conserva intacto el olor.
Ante estas palabras se hace un silencio religioso bajo los arcos venerables. Todos meditamos. El capataz concluye:
–Es que este vino tiene alma...
Finísima conclusión. Verdaderamente, ¿qué otra cosa sino el alma del vino puede ser aquello sutilísimo que, al cabo de los años, queda de él en un pañuelo?
–El vino de Jerez –dice el poeta, introduciendo su nariz en el alto púlpito de cristal– es el único que tiene aroma...
Tener aroma es un privilegio que los dioses conceden a muy pocas criaturas: las flores, las maderas ricas. Los santos también, según el habla eclesiástica, tienen olor: “olor de santidad”. No se encontró otra palabra más noble sino ésa -olor– para significar el amable atractivo de sus virtudes.
También tienen olor propio e inconfundible algunas mujeres privilegiadas, como aquella a la que Marcial dedicaba su bello verso: “De su piel se exhalan los vapores del azafrán que una mano caliente ha estrujado.”
No cabe privilegio más noble que éste del buen olor que le ha sido concedido al vino de Jerez; es como una conquista del aire que le rodea, como una exuberancia y un derrame de sí mismo. El olor es como la generosidad de las cosas impacientes de entregarse. Es como una embajada que se anticipa y adelanta a las cosas sublimes para anunciarlas gozosamente: ¡Aquí viene una rosa! ¡Aquí viene una copa de jerez!
FOLOSOFÍA DEL TIPO
Terminada la visita de la bodega, nos trasladamos, para almorzar, a la venta de San José.
En las horas calmosas de la siesta, el interior de la venta de San José, con las persianas echadas, tiene un frescor verdoso de interior de gruta o fondo de mar.
Empieza el almuerzo.
Almuerzo andaluz, en que lo accidental pasa a ser sustancial: las aceitunas, las anchoas, el salchichón, la mortadela, todo lo que debiera ser entretenimiento y picoteo, adquiere la categoría fundamental de “plato serio”. El adorno ahoga las líneas. Concepto barroco del almuerzo.
La comida estimula el ingenio. Un puñado de bellotas en la mano bastó a Don Quijote para iniciar el discurso de la Edad Dorada. El chasquido de un langostino al desnudarse de su fino caparazón tiene incitaciones de prólogo. Renace el diálogo.
Se habla de toros. Alguien habló de Belmonte. Villalón no lo reconoce como torero. No quiere ni siquiera pronunciar su nombre. Le llama Bermúdez. Dice que ha oído hablar de él alguna vez...
–Bermúdez es un hereje del toreo. Aparte de otras mil cosas, ha olvidado uno de los dogmas fundamentales. Para “ser” torero, hay que empezar por “parecerlo”. Luego se es o no se es; pero primero hay que parecerlo.
–¿Pero no es un mérito llegar a serlo sin parecerlo, llegar mediante un esfuerzo genial a modificar su propia línea delante del toro?
Y Villalón, severamente:
–“Operatio sequitur esse...” El ser es lo que es y nada más. Contra esto no se puede ir, porque es obra de Dios. Querer disimular con la operación el ser, es trampa. El “tipo” es una invitación que Dios hace al individuo para que se encamine por aquí o por allí; es como la vocación del cuerpo. Ser torero con tipo de “randa” es desoír un llamamiento divino. No lo duden ustedes; Bermúdez irá al infierno.
LOS PIES JUNTOS
–¿Torear “con los pies juntos”? No me diga usted eso, que me descompongo. Eso esuna estilización moderna absurda y decadente. Cosa de títeres, de juegos de manos; como tocar el violín sentado en el respaldo de una silla o sosteniendo un bastón en equilibrio sobre la nariz.
La frase misma encierra una contradicción esencial. Es como decir “comer con la boca cerrada” u “oír música con los oídos tapados”. ¡Torear con los pies juntos! ¡Moverse con los pies juntos! ¿Es esto posible? El toreo es, por esencia, arte de movimiento. Con los pies juntos se puede uno morir, pero no torear; con los pies juntos pueden venir a adorarlo a uno, pero no puede uno dialogar con un toro. ¡Los pies juntos! ¡Posición de cadáver o de ídolo budista, pero no de torero!
LOS MEJORES TOREROS
–Por eso son los mejores toreros los andaluces: porque el toreo, además de una gran agilidad exte5rna, requiere una gran agilidad interna.
En el toreo, la máquina interna del raciocinio y del juicio, aceitada y engrasada por un ángel con una plumita de sus alas, tiene que llegar a moverse tan rápidamente, que casi se convierta en instinto...
Aquella llana sentencia de Lagartijo: “O te quitas tú o te quita el toro”, trocada de dilema en impulso, comprimida, incorporada a la sangre, es la esencia del toreo.
Por eso son los andaluces los mejores toreros. Porque, según los filósofos, “los ángeles comprenden por presencia pura, y los hombres, por discurso racional”. Pero olvidan un término de escala: los andaluces. Los andaluces comprenden por mitad y mitad.
ANDALUZ PURO
¡Cuántas cosas nos dijo Villalón, comiendo acedías, sobre el divino arte del toreo!
Era el tipo del verdadero aficionado andaluz. Exquisito, descontentadizo, exigente hasta un límite corrosivo y destructor. ¿Dónde conoció aquel hombre esa idea del toreo perfecto que aplicaba luego con severidad inexorable como unidad de medida a toda realidad? Se diría que en una existencia anterior convivió, al modo platónico, con la “idea pura” del toreo y bajó a este mundo con la añoranza de aquello. Se diría que en alguna visión celeste vio un día a los ángeles toreando al toro apocalíptico de San Lucas. Es que era sencillamente andaluz. Por eso, como andaluz, llevaba en sí
La ciencia ladina, sabia y refranera
De esta raza vieja como el mismo sol.
Sobre su alma gravitaban siglos de recuerdos vagos y de conocimientos múltiples; por eso nada le satisfacía del todo.
Villalón se definía a sí mismo poco después, cuando visitábamos las ruinas de la Cartuja:
–Acabaré metiéndome a cartujo, porque la mujer que más me gusta tiene un dedito menos de altura de lo que yo quisiera, y el mejor caballo de mi ganadería tiene la frente un poquito acarnerada...
EPÍLOGO
Así transcurrió el almuerzo pantagruélico, interminable.
La tarde fue cayendo y la charla también. Villalón empezó a adormilarse. Todavía, sin embargo, al llegar a los postres, ante un trozo de carne de membrillo, una última llamarada:
–¡Y pensar que esta carne puede comerse un día de vigilia! ¡Vamos, al Papa se le van las mejores!
(De Meditación española, 1963, de Afrodisio Aguado, S. A. – Editores-Libreros. En las imágenes, arriba, Fernando Villalón entre Ignacio Sánchez Mejías y Joselito Gallo; abajo, don José María Pemán en el Rocío)