Pobre Francia.16 de febrero
Jean Juan Palette-Cazajus
Este pasado sábado 16 de febrero, los canales informativos ofrecían a los hogares franceses el episodio XIV -¡sí, sí, ya vamos con el XIV!- de la interminable serie «Chalecos amarillos in the street». Tras varias semanas en Madrid, tenía yo algo descuidados los últimos capítulos del culebrón galo, más pendiente del inminente estreno de una nueva serie española que promete asimismo altas marcas de audiencia y probable longevidad: «Lazos amarillos in the Court». Con evidente cobardía, la propia de todos los intelectuales ...o seudointelectuales, propendo a refugiarme en el burladero de las disquisiciones teóricas sobre política de las ideas e ideas de la política antes que exponer la ingle ante la actualidad inmediata, pues mi criterio suele mostrarse sólitamente desastroso. De allí mi mezquina satisfacción al observar que el discurrir de la saga chalequil se va ateniendo fielmente a mis pronósticos iniciales.
He reivindicado en más de una ocasión la mayor proximidad ideológica con el filósofo Alain Finkielkraut, que bien a pesar suyo, se convirtió el pasado fin de semana en símbolo, síntoma y catalizador de las derivas del movimiento. Compartí con él la simpatía y benevolencia iniciales hacia un movimiento que parecía gozar de legitimidad social y política. Una revuelta que empezó siendo la de una Francia periurbana, desatendida, postergada y «anonimizada» por las élites políticas e intelectuales parisinas. La expresión de una fractura que amenazaba todo el edificio social. Como él, voy contemplando también las últimas e inquietantes peripecias de la aventura, el auge, semana tras semana, de la arrogancia impositiva y del afán de protagonismo mediático.
Alain Finkielkraut tras el incidente. París 16 de febrero
Con ésta son cinco las veces que me asomo a este inaudito fenómeno sísmico. Seis, si incluimos la traducción que hice, inicialmente, de las interesantes declaraciones del filósofo alemán Peter Sloterdijk al semanario francés “Le Point”, sobre el movimiento incipiente (en este blog los 16, 18, 21 y 30. XII. 2018 y el 27.I.2019). Nada, creo, ha venido a infirmar lo que se trataba de expresar. Como lo venía anticipando el 30.XII. 2018, la gran mayoría de los “chalecos” iniciales han regresado a casa y con ellos buena parte de las reivindicaciones iniciales. Hoy, importa decir que, como corresponde a una época de absoluta mercantilización y “customización”, tanto de los objetos como de las personas y de las ideas, el producto que se ofrece ahora dentro del envoltorio “chaleco amarillo” poco tiene que ver ya con el original. Permanece un núcleo duro de activistas, carentes ya de formulaciones reivindicativas concretas, federados por el odio irracional a Emmanuel Macron, por actitudes que podríamos resumir con el comodín de las posturas “antisistema” y por lazos que el paso del tiempo ha transformado en clánicos. Para muchos de ellos el “rendez-vous” de los sábados se ha convertido en un factor imprescindible de encuentro social y de convivencia. Éste es sin duda el único factor todavía susceptible de despertar algo de indulgencia.
La novedad preocupante es la incorporación tardía, pero masiva, determinante y beligerante de los militantes de extrema izquierda y de extrema derecha que han modificado radicalmente la sociología inicial del grupo. Lo interesante es comprobar cómo, en ausencia de cabezas pensantes y de instructores doctrinales de uno y otro signo (ambos extremos tratan de ocultar una tentativa de recuperación evidente para todos), reina y les acerca una común indefinición ideológica basada en la demagogia, la creencia en la inmediatez de las metas, la voluntad excluyente y una misma incapacidad para entender los mecanismos institucionales en general y el funcionamiento de la democracia representativa en particular. Así ocurrió históricamente con el magma fundamental de las masas comunistas y fascistas hasta que el uso sistemático de la fuerza permitía que una de las doctrinas consiguiese imponer su etiqueta ideológica. En una interesante reflexión publicada en “El Mundo” el pasado 14 de febrero, el ensayista vasco Joseba Arregi emitía la hipótesis de que «quizá descubramos que el populismo no es otra cosa que la traducción a la política del infantilismo que caracteriza a la cultura en general, infantilismo reforzado por las encuestas, los amigos y seguidores de las redes sociales y la presencia continua en las mismas. Un infantilismo que ha minusvalorado la perdurabilidad de las instituciones y su peso histórico...».
Turismo en los Inválidos. 16 de febrero
En ésas estamos. Lo advertí en las anteriores entregas: los “Chalecos amarillos” son un puro producto de Facebook. Puro producto de la simplicidad de los mecanismos tribales actuados por las redes sociales. De su capacidad de generar autismos grupales y aglutinantes donde nadie discrepa, nadie cuestiona la información difundida en el interior del grupo, nadie pregunta por su fiabilidad ni por la procedencia y verificabilidad de las fuentes. Donde crece de manera exponencial la estructura autoportante y reconfortante del consenso, el calor uterino de la unanimidad. El “fascismo” venidero podría quedar resumido en esta pesadilla: la perspectiva de un grupo de Facebook socialmente mayoritario. «Este infantilismo viene acompañado casi necesariamente de arcaísmos» proseguía Arregi en la citada tribuna. Yo diría que en este caso, el de los “Chalecos amarillos”, infantilismo y arcaísmo son una sola y misma cosa. En nosotros coinciden los tiempos larguísimos, lentísimos de la “hominización” y los tiempos cortísimos, recientísimos de la “humanización”. Dicho de otra forma, coinciden en nosotros dos temporalidades incompatibles, la de las raíces evolutivas y la de la agentividad histórica. Arriesgándonos a hablar de manera absoluta, caricatural, la pura derecha sería arcaísmo, la pura izquierda infantilismo. En realidad arcaísmo e infantilismo, con mínimos cambios en la dosificación, conforman los cimientos de todo individuo social.
Con tantas posibilidades como ofrece el ejercicio del entendimiento, a estas alturas no debería quedar lugar para una política de creencias. Tampoco debería ser la política cuestión de “fe”. Para quienes tratan de vivir dentro del «círculo de la razón» se trata de navegar entre dos peligros, el escollo de la pesada herencia del primate y la tentación infantil de la salvación, al socaire de cualquier manipulación ideológica o escondida detrás de cualquier esquina del porvenir radiante. Más allá de arcaísmo e infantilismo, sin duda determinado por ellos, el problema de los actuales “Chalecos amarillos” es una alergia radical y significativa a las jerarquías derivadas del saber y de la competencia. Su particular universo del autorrepliegue y del malestar parece inducido mucho menos por la situación social o los problemas de nivel adquisitivo que -lo dijimos en su momento y seguimos insistiendo- por la conciencia dolorosa de un evidente déficit de “capital cultural”, según concepto elaborado por Pierre Bourdieu (1930-2002), gurú, hasta su muerte, de la sociología crítica….
Capital cultural