domingo, 11 de febrero de 2018

Rabassas y Revolución


José Lezama Lima



Orlando Luis Pardo Lazo

        El exilio tiene sus ventajas, no crean. En el exilio se pueden leer tranquilamente, por ejemplo, todas las grandes novelas cubanas. Que no son muchas, por cierto. Para contarlas me bastan y me sobran los dedos de una mano.

        Y se pueden leer todas tranquilamente, además, varias veces. Y en varios idiomas. Una por una. O todas a la misma vez. Da igual. El exilio es el lugar donde todo nos da rigurosamente igual. Un paraíso para los amantes de la relatividad.

        Leer en libertad es eso. Remezclarlo todo.

        Abro la traducción de Paradiso, hecha casi que antes del original. Por Gregory Rabassa, un tipo que no dejó títere sin traducir en Latinoamérica. Una fiera para descubrir bichos raros en español y presentarlos en el mercado anglo como si fueran los evangelios canónicos del boom latinoamericano.

        Qué cosa más grande el boom. El mayor movimiento literario de lengua hispana del siglo XX, tan revolucionario y antiimperialista como se pintaba, tenía a plena luz del día un nickname en inglés. Ja. Cuando yo lo digo, si serán idiotas…

        Leo en voz alta el Paradise de Rabassa. Estoy acabado de despertar. Pongo el libro sobre un librero, ligeramente reclinado contra el vidrio de mi única ventana. Me gusta leerlo así, en contraluz, parado en alto, como si de un rosario de oraciones se tratara. Y al leer, veo de reojo la paz póstuma del desierto que amanece a esta hora más allá de mi estudio de mi alquiler.

        Baldovina’s hand separated the edges of the mosquito netting and felt around, squeezing softly as if a sponge were there and not a five-year-old boy.

        Qué maravilla ese inglés, ¿no?

        También qué patiseco, qué pobre en comparación con la lengua de Lezama Lima, que no era el español ni mucho menos el cubano, sino precisamente un laberinto llamado el lezamalima. Vernáculo volátil de nuestro barroco. Volutas barruecas.

        Érase una vez en La Habana.

        Relatos maravillosos de una época ida, escritas a pesar del injusto tiempo humano en que a los cubanos sin Cuba nos tocó sobrevivir. Narrativas incomprensibles hoy, pero sin las que ya yo no sabría ni querría seguir sobremuriendo ahora aquí. En esta Cuba ausente que es la pura presencia por sus cuatro costados: José, Lezama, Lima, Paradiso.

        La Habana, 16 de febrero de 1966. Ediciones contemporáneos. ¡Con minúsculas! Qué detalle de avance, a la hora de recoger los bates. Qué homenaje de vanguardia más desfasado para estos 4000 ejemplares únicos, autografiables. Impresos los 4000 por la UNEAC, en el taller 206-04 “Mario Reguera Gómez” de la E.C.A.G., sito en Benjumeda No. 407.

        Sic. Se ha respetado la puntuación del original.

        Seguramente, también, sus erratas. En una edición príncipe como la de Paradiso, todo debe leerse como canon instantáneo.

        No una gran novela, sino una novela grande. No hay metáfora que no sea material. En cualquier caso, un nido de pájaros escrito por un pájaro blanco. Hebras de hierba habanera que se enredan, desde el primer párrafo farragoso, con la visión de una negra doblada sobre la portañuela con sarampión de un bebé. Y no un bebé cualquiera, como era de esperar, sino de esa masa de carne amorfa que, muchos capítulos después, sería no el gran autor sino el autor grande de ella. De la negra Baldovina y del resto de una novela blanca.

        Paradiso con pespuntes de pedofilia. Del trapiche de la finca casi que a una fellatio textual. Del señorito Lezama Lima al sueño lácteo que nos desvela la infancia. Fobias freudianas mal traducidas a aquel español de provincias que se hablaba por entonces y se habla todavía hoy en La Habana. Ciudad con h, horrores hinsonoros. De la medianoche infinita a la pequeña muerte de los escarabajos que escapan. De lo monstruoso a lo militar. De su madre muerta en familia al padre que moriría de tos en un exilio imaginario.

        No me jodan. No se le puede pedir más a un primer capítulo. Ni tampoco se le puede pedir más a una primera y única novela. Ahí mismo debió de parar su Paradiso el bebé José Lezama Lima. Con su pinguita enhiesta y llena de ronchas, por la frialdad gelatinosa que nos impone la mano onanista de una mujer desgreñada, con ínfulas de azafata. Acaso aún con trazas de su pedigrí de esclava. También, ama de llaves. Baldovina encarnando la custodia culpable de nuestra inocencia.

        Nada. Naderías de hembra analfabeta, sabia. Savia bendita de vieja bruja, que guardaba con celo en su botiquín los alcoholes y estopas para bautizarnos, con cinco añitos, en el nombre de Onán. Y entre sus senos, descolgados como jardines, se alojaba toda la temprana tibieza de un mundo sin huérfanos.

        La temprana tristeza de ser felices, antes de que haya muerto el primero de los seres humanos que de bebé recordamos.

        El bebé blanco sufre los jadeos de un asma orgiástica. La anciana negra le unta pomaditas y pociones mágicas, a lo largo y estrecho del esternón, mientras balbucea sus sílabas mitad afro y mitad afrodisiacas, cuyo sentido Baldovina ignora, pero muy bien sabe que son un conjuro contra los muertos oscuros, en medio del terror de las antorchas y los resplandores rabiosos del lenguaje en aquel campamento paradisiaco. 

        Escribir es cosa de ángeles. Henos aquí, escribiendo como los ángeles, cuando los dos bien sabemos que ya no quedan ni huellas del último lector. Somos yo y José Lezama Lima, en ese orden antigramatical. Somos él y Orlando Luis Pardo Lazo, regurgitando una memoria a retazos que se ha quedado atrapada en su impropia traducción.

        She unfastened the flap of his nightshirt and looked at his thighs. Abrió también la portañuela del ropón de dormir, y vio los muslos.

        Baldovina acariciando los cojoncitos católicos del autor al inicio de una República en ciernes, días después de la Revolución que José Martí se empeñó en hacer contra España, que era su patria. Consummatum est. Y que era también la patria de sus padres, catalanes del recontracarajo: don Marianos y doña Leonores que se los iba a tragar la tierra, después del parto †, en el parto †, y antes del parto †. Cubansummatum est.

        His small testicles full of welts growing larger, and as she moved her hands down she felt his cold and trembling legs. Los pequeños testículos llenos de ronchas que se iban agrandando, y al extender más aún las manos notó las piernas frías y temblorosas.

        Dicen que Lezama Lima publicó este libro de manera ilegal, abusando del poder de su carguito como jefe de redacción en la UNEAC. Una “botella”, para que fuera tirando el gordo, y no se nos muriera de hambre.

        “Librero con patas”, le decían a gritos en el barrio. Una zona roja de putas y policías. En no pocas ocasiones, putas policías.

        Por esa ilegalidad, el Estado cubano tuvo que emplear cuantiosos recursos para recoger de las librerías la casi totalidad de la tirada. Digamos, 3999 ejemplares. Era lo justo con los demás autores: la nueva Revolución se había hecho precisamente para acabar de raíz con los privilegios y, de paso, emancipar de un plumazo a las Baldovinas.

        La misma Revolución que en breve iba a alfabetizar a los pobres, decomisando bibliotecas burguesas para hacerlas pulpa donde imprimir los cuadernos escolares. ¡Abajo la Enciclopedia Británica! ¡Viva el Libro Primero de Lecturas!

        De pie, con el pene de pie por los deseos de orinar, sigo leyendo en voz alta, recién despertado o aun soñando, hojeando a Paradiso desde su atril, respirando el oxígeno recién fotosintetizado por los árboles sin nombre de Central West End, en Saint Louis.

        El muy condenado, comentó desesperada Baldovina, no quiere llorar. The little devil, Gregory Rabassa muttered in desperation, he refuses to cry.

        Me gustaría oírle llorar para saber que vive. Me gustaría oírme llorar para saber que vivo.

        Al principio del exilio, llorar era para mí una rutina ridícula.

        Cada cabrona noche lo hacía. Buah, buah, buah. Llorar sin ningún motivo, a moco tendido. Llorar sin extrañar ni estar triste ni un carajo. Llorar hasta quedarme rendido, tendido. En el ataúd sin tapa de mis mil y un estudios de alquiler.

        Tocándome, por supuesto. Única continuidad que se me ocurre entre la Cuba ubicua y la carencia crónica de Cuba.

        Mi cuerpo, mi cadáver. Y una gota de esperma grandulona solidificándose sobre mi pecho. A thick drop of sperm-oil, hielo hirviente. Incesante fricción. Jadeos de Gregory Rabassa, el descubridor de Lezama Lima para la academia norteamericana. Hallowed be thy name. Thy Paradise come.

        Lo imagino traduciendo a mano, a máquina de escribir. Un zar del sur en el norte, descubridor de poéticas exóticas y fuentes de la eterna belleza. Un orientalista del hemisferio occidental, cazador de cimarrones latinos. Todos y cada uno de los autores autóctonos fingiendo hacerle resistencia al mercado, pero igual ávidos de ser expuestos en una lingua franca llamada el inglés.

        No quiero, no quiero: échamelo en el sombrero.

        The herald of a king who has won a battle near a castle without the inhabitants being aware of it.

        En puridad, un negrero literario. Oficio de ofidio, prueba viviente de la superioridad de la Retórica sobre la Raza. Prueba forense. Porque ya murió, como todos, el sin par Gregory Rabassa. Hace muy poco, por cierto, el Monday 13 de June de 2016. A la intraducible edad de 94 años.

        De haberlo intentado, puede haberlo conocido en los Estados Unidos. A la postre, preferí dejarlo pasar, como quien se despide de improviso de un rey que ha librado una batalla a ras del castillo, y sin que se enteraran sus deshabitantes.

        Era hijo de un cubano, por cierto.

        No sé por qué en Cuba siempre me lo imaginaba como el hijo bastardo de Oppiano Licario, personaje de personajes.

        Tal vez porque Gregory fue criptógrafo durante la Segunda Guerra Mundial, aunque esto aparentemente no tenga nada que ver. Tal vez porque nunca olvido la escena de Paradiso donde aparece la muerte de la mano de Oppiano, quien a su vez ya murió, como todos, en el capítulo 14 si no recuerdo mal.

        Del humo del sueño, y de ahí sin transición del sueño hacia el sueño eterno. Esa pésima metáfora, como todas.

        Yo sabía que usted vendría esta noche última. I knew that you’d come this last night.

        No es lo mismo “esta noche última” que “this last night”. Pero tampoco puede hacerse nada para evitarlo. ¿Qué querían? No tiene sentido pedirle las mismas peras al Paradiso que al Paradise.

        Traducir es ansí.

        En el pabellón de al lado hay un cubano. O eso cree creer el padre de Lezama Lima antes de morirse esa medianoche. Hablé esta mañana con él, quisiera hablarle de nuevo.

        A Cuban in the next ward. Era Oppiano Licario.

        Las ventajas adicionales del exilio cubano: que siempre aparezca un exiliado cubano en el pabellón de al lado, justo a la hora de fallecer en un hospital foráneo.

        Soledad sin extremaunción. Darnos cuenta a esa hora de que estamos rodeados por nadie.

        Me cago en el coño de la madre del padre de Lezama Lima y Gregory Rabassa. Los dos no hacen más que recordarme que yo también debo buscar a ese exiliado cubano del pabellón de al lado.

        De ahí las lágrimas que lavaban el rostro del coronel, padre de un Lezama Lima con cinco años.

        De ahí las lágrimas que lavaban el rostro de Fernández, disimuladas con pudor de padre como si fueran sudor cubano, en uno de esos poemas conversacionales de Roberto Fernández Retamar.

        Los padres no lloran delante de sus hijos sin padres. Apréndete bien esta lección de lectura.

        De ahí las lágrimas que antes lavaban mi rostro, noche a noche sin excepción. Y que después se secaron como una traducción amateur, haciéndome sospechar de paso que mi escena final será literariamente distinta. O, en su defecto, que me ha tocado la suerte de ser inmortal. 

        En mi barrio de Lawton, a la luz del alma, al lado de mi casita de tablas quedaba la casa de los otros Rabassas. O tal vez fueran los mismos Rabassas del padre de Gregory, que a partir de ahora se llamará Oppiano Rabassa, y nos ha conocido a todos en un muy mal momento, del que no saldremos para contarla, ya con nuestra respiración raspando la nada, tal como the breathing was a death rattle now.

        Los Rabassas de la Revolución eran gente buena como ninguna. Beales #100, interior (altos).

        Fefa y Rabassa, los padres.

        Gilberto, Rey y Taymí, los hijos sin padres.

        Puede que se me esté olvidando alguien. Puede que mi traducción de sus ortografías no sea la más exacta. Mejor así, supongo. La memoria es un músculo que es más saludable tenerlo atrofiado. Un órgano que si se practica demasiado, nos mata.

        El padre de la familia Rialta Rabassa trabajaba de matarife en el matadero de Lawton. Apuñalaba vacas antes del alba. Les partía en dos el corazón, con la benevolencia de un solo tajazo.

        Sin dolor.

        Nunca fue un verdugo, excepto con las personas que más amó.

        Porque un día se le partió el corazón a él. Crac. Solito, sin puñalada. Y entonces Fefa tuvo que sobrevivirlo como 30 años.

        No concibo una crueldad más grande. Para colmo, involuntaria. Forzar a Fefa a adaptarse a toda una vida vacía, sin su Rabassa. Fefa de Lawton, mujer fiel hasta que la senilidad le desfiguró la novela de su primer y único amor.

        La tragedia de no morirse juntos.

        El insulto de envejecer a solas.

        Buscando y buscando, como locos, como lúcidos. Sin encontrar ni traza de aquellos jóvenes que de jóvenes más amamos.

        Estoy entrando en una soledad, por primera vez en mi vida, que sé es la de la muerte. Quisiera tener alguien a mi lado.

        Sic. Sin traducción.

        En este sentido, Tati, la vecina del frente, sí tuvo una actitud ejemplar. Se murió a los pocos días de ver morir a su Isauro.

        La eternidad la comenzaron temprano, Tati e Isauro, imponiéndole un tiempo humano al destiempo de Dios. Y ese triunfo de la voluntad me hace un poquito feliz, aunque yo no tenga ahora ni a quién contárselo.

        Es demasiado tarde.

        Cierro la traducción de Gregory Rabassa. Copyright de Ediciones Era, 1968.

        Qué curioso, ¿no? Me pregunto por qué el Rabassa de nuestro exilio no habrá usado la edición príncipe cubana.

        Tal vez necesitaba un poquitico de distancia.

        Tal vez necesitaba dejar de llorar a tiempo, revisando planas y planas de Paradiso antes de morirse a los 94 años.

        Me pregunto a qué edad cumpliré yo mis 94.


        El exilio es el lugar donde nadie se acuerda de nuestros cumpleaños.
Gregory Rabassa