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Ignacio Ruiz Quintano
Abc
La abuela Carmena, esa miliciana que según el periódico gubernamental nos trajo las libertades comuneras, está talando las acacias de mi acera. Llega una grúa, se despliegan los leñadores, talan la acacia y en el tocón clavan este cartel: “Este alcorque será replantado en noviembre”, no aclaran si al tresbolillo o al marco real.
–Los árboles temen a los milicianos como si fueran falangistas escondidos –escribe Foxá en el invierno del 38–.Y ya no son las acacias urbanas pacíficos árboles municipales, en cuyos troncos ataban las niñas la comba, sino árboles de bosque, temerosos del hacha y del invierno.
El umbralismo, esa franquicia costumbrista que aún cultivan los patos del aguachirle periodístico, no fue sino un madrileñismo con fanfarria de lucha de clases contra la tala municipal de la derecha con seat 1500 en los bulevares de Madrid. Y yo tengo edad para haber visto a Tita Cervera encadenarse a unos plátanos que Gallardón quería talar en el paseo de Recoletos. Tita, que es baronesa, se puso ruanesca y ante el hacha gallardoní hablaba a los plátanos como una Juana de Arco en su oración postrera:
–¡Nos quema el sol de vuestra ausente sombra! ¡Nos habitan la memoria vuestros pájaros!...
A falta de árbol genealógico, la acacia talada era como mi árbol de Guernica familiar, símbolo de las libertades vecinales, incluida la del obligado y natural cumplido del perro, y uno la tenía por su árbol Bo, como el suegro cuáquero de Bertrand Russell llamaba a un roble de su vecindad. En el árbol Bo tuvo Buda las revelaciones de la verdad, y aquel suegro, que era predicador, había perdido la fe.
–No se lo diga a mi señora –dijo un día a Santayana–, pero no soy cristiano en absoluto. Soy budista.
Ver la acacia subir, con la grúa, al cielo invita a pensar en el “Timeo” (hombre-árbol con las raíces hacia arriba para absorber idealidad). O en que acaso esté uno también municipalmente marcado y señalado su derribo.
El caso es que nadie boicotea la tala.