lunes, 29 de septiembre de 2014

Parola, parola






Ignacio Ruiz Quintano
Abc

    En Villarreal volvió Casillas, con lo que, mediáticamente, lo único importante de la jornada fue que… volvió Casillas y, por lo visto, evitó un gol.

    –¡Parola! ¡Parola! –berrearon (es la época) los locutores.
    
Paradón, paradón –corrigieron a pie de campo.
    
Es un culebrón insufrible sentarse a ver el fútbol y que te coloquen otro capítulo de “Pasión de gavilanes” con narradores engorilados que gritan “¡Parola! ¡Parola!” cuando el Mejor Portero del Mundo atrapa un balón.

    Además, no son horas las cuatro de la tarde.

    A las cuatro de la tarde (y tumbado en un sofá), “¡Parola! ¡Parola!” suena a “Parole, parole” de Mina replicando a Alberto Lupo o Alain Delon: “Palabras, palabras, palabras… Caramelos, ya no quiero más…” Cierras los ojos y no sabes si estás en el “Pasapoga” de la Gran Vía con el robot de Susana Estrada o en “El Madrigal” de Villarreal con los muchachos (¡Cani!) de Marcelino García Toral.
   
 Se los ve (se los oye, quiero decir) tan engorilados con su muñeco, que no sé si serán conscientes de lo que dañan al espectáculo. Es como ver una película de los hermanos Marx, que no disfrutas los chistes de Groucho (aquí, los goles de Ronaldo) porque estás pendiente de en qué momento Harpo tocará el arpa, que es como decir en qué córner cantará Casillas. En el cine, el arpa de Harpo era la señal para los cuchicheos, y en el fútbol, el córner de Casillas es la señal para los cabildeos, entretenimiento que al cabo de tres años produce una pereza infinita, y eso que sus creadores no escatiman medios.

    En la calle, Casillas me parece un personaje posmoderno: él se tiene por muy rencoroso, y, sin embargo, al ganar la Copa del Mundo, habló como un capitán muy agradecido: “Estoy encantado de tener unos compañeros así, aunque sean unos cabrones y me den por culo”.

    Y en el campo ya no sabe uno decir dónde quiere ver a Casillas, si en la portería o en el banquillo, teniendo en cuenta que Queylor no supone competencia alguna para él, y esto lo sabe hasta el realizador de TV, que el día que juega Queylor vuelca todo su afán en narrarnos el dramático culebrón casillista, con planos del banquillo inspirados en “El gabinete del doctor Caligari”, joya del expresionismo alemán, con porterías oblicuas y áreas con forma de flecha.

    Me aburro de pitos y aplausos, de vírgenes robadas y niños muertos, de Silvino Louro y de Villiam Vecchi, de portero en casa y de portero fuera, del gol de córner y de la parada milagrosa, del pequeño Tiny Tim y de Ebenezer Scrooge, del Telediario con la primicia de la alineación y de Guti que condena la pita a Casillas.

    Te entretienen con las caras de Casillas en el área pequeña, donde el capitán manda como la bruja en el tren de la escoba, y te quitan de la avioneta del “Vuelve a casa por Navidad” (“Come home, Ronaldo”) del United a Cristiano, que, bien mirado, empieza a tener cara de as de la aviación, como aquel Alvarito Palmares (Ramón Franco) de Pemán en “De Madrid a Oviedo pasando por las Azores”.

DIEGO COSTA
Diego Costa, que es feo y sigue teniendo cierta pinta de pobre, camina por la Premiere con goles, que son andares, de megaestrella. Se codea en el área con la inteligencia de Eden Hazard y discute en español con los árbitros más señoritos del fútbol, que le sacan amarillas por su pinta de pobre y su cara de feo del Celta, del Albacete, del Valladolid y del Rayo, antes de ir al Atlético para pelearle un puesto al guapo Forlán. Lo ves moverse con tanta soltura en Inglaterra, con maniobras a las que se apuntaría Van Basten, y no te crees que sea el tronco que hace de delantero centro del Combinado Autonómico de Del Bosque. Mi impresión es que Diego Costa ha entendido mejor que nadie aquella viñeta del Perich: “Decir que los pobres somos mejores que los ricos es una tontería… La prueba es que todos los pobres quisiéramos ser ricos.”