lunes, 4 de agosto de 2014

Pujolandia: montañas nevadas, banderas al viento, el alma tranquila




Hughes
Abc
Pujol y las montañas

Jordi Pujol ha sido un extraño y tortuoso germanizador de lo mediterráneo con una muy alemana atracción por las montañas. Sus escritos de prisión «Des dels turons a l’altra banda del riu» («Desde los cerros al otro lado del río») ya hacían referencia al cerro (turó). Estrictamente hablando, en Jordi Pujol hubo siempre una obsesión cerril.

En el año 2004 volvió al Tagamanent. Detrás ya no iba su tío sino un séquito de cuatrocientas personas. Estas subidas rituales no son raras en el nacionalismo. En el País Vasco suben al monte Bizkargi o al Gorbea. «Hemos bajado ya de la montaña», dijo en el año 2003. Más como Moisés que como Zaratustra.
 
Para comprender a Pujol había que ir allí. Al bellísimo paraje en el Montseny. Unos kilómetros por una pista asfaltada, luego una senda más estrecha.

Yo iba como con un Pujol en la mochila. La ascensión infantil de Jordi Pujol recuerda a una obra del escritor Thomas Bernhard, que hizo el camino inverso, de lo germánico a lo mediterráneo. El protagonista, un niño, era obligado a subir una y otra vez a la montaña en busca de la tranquilidad y la pureza.

Una vez allí, los padres, maniáticos, tocaban la cítara o pintaban. El niño abrió el armario un día y encontró sólo una cosa como resumen del horror: centenares de gorros de lana para las ascensiones.

 Pero el niño Bernhard era lo opuesto al niño Pujol.

Al llegar a la cima (o cerca), el paseante no sufre el éxtasis pujolístico. Más bien («pujoltísico») recuerda lo del austriaco: «Nunca vi el mundo más amenazador e hiriente que sobre una montaña».
 
En el Tagamanent el otro día no había nadie. El paisaje parecía estar esperando a su dueño.


Última subida al Tagamanent

Ahora que comienza el fin de Pujol apetece acudir al inicio de todo. «Mi programa como hombre, el programa de mi vida, es éste que se inicia al pie del Tagamanent». En 1940, con nueve años, a Pujol le llevaron de excursión a la montaña. Desde la cima divisó la Cataluña de postguerra y allí en lo alto, como en el cuadro de Caspar David Friedrich, tuvo el fogonazo de la vocación. «Ei, apunta, tiet, esto lo reconstruiremos» (Pujol tiene un ei parecido al hey de Julio iglesias). Le acompañaba su tío, que seguro adoptó ante el niño-prócer maneras de secretario, porque a Pujol siempre le ha acompañado la familia. Todo lo ha hecho rodeado de parientes, no sólo desde la familia, hacia la familia y por la familia, sino rodeado de ella. Esto, sin duda, confiere mucha seguridad.

Este episodio fundacional del Tagamanent no resulta tan extravagante como su recuerdo orgulloso a lo largo del tiempo. Pujol no se avergonzaba de este parraque visionario. Pero era difícil que Pujol saliera de otra manera. Entre el catalanismo, la educación alemana, el candor religioso y una fuerte conciencia de clase, o mejor, de estamento, de pertenencia a una pequeñísima burguesía que incorporaba todo el genio local del payés, su pensamiento estuvo plagado siempre de terruño e ideal elevación, de patria e inflamación retórica.

Estos días, algún comentarista catalán recordaba el Tagamanent melancólicamente. Se lamentaban: «Què hi farem, ara? ¿Ir allí de excursión?» El nacionalismo ya no se contenta con estas ensoñadas visiones románticas que además exigen una sensibilidad declinante. Se ha vaciado de dulzura sardanística, ya no es una sentimentalidad de clase, es un movimiento transversal (palabro).
 
El Tagamanent era la política de lo que alcanza la mirada y del territorio. Ahora la obsesión ya no e s la tierra, sino el tiempo mesiánico de la Independencia.

Ante la confesión de Pujol ha habido en el nacionalismo alguna acritud aspaventosa e impostada. La de Rull y Trias, por ejemplo. Pero también un intento psicoanalítico de comprensión del drama familiar de quien todo lo sacrificó a la Patria. Hasta la familia. Se recuerda estos días que en sus escritos de prisión Pujol ya pedía perdón a los suyos. «Perdón, insistió en pedirnos perdón», recordó su cuñado con motivo de la confesión. Esta insistencia tiene mucho de voluntad expiatoria. De coquetería expiatoria, incluso.

Pujol, que como vemos siempre asumió encantado su perfil mesiánico, no admite demasiado mal una explicación que lo convierte en símbolo, aunque negativo, en mártir o chivo expiatorio de familia y partido, incluso del nacionalismo (¡cordero catalanista!), sacrificado para que todo siga igual.
 
Este final con la confesión dolorida de un padre negligente prolongaría su simbolismo de «milhome».
Es más, en el nacionalismo ya se observa una propensión a utilizar este asunto como un acelerador del, así llamado, Proceso: Pujol se inmola antes del 9-N y en CDC ya hablan de un Tiempo Nuevo (como en el PSOE, en la Izquierda más allá o como en la Monarquía... concurrencia de urgencias en otoño). Vincular pujolismo con autonomismo (el «peix al cove», la política de negociación paulatina con Madrid) y autonomismo con corrupción, como algo inherente al sistema. Entre las bondades de la Independencia estaría la regeneración, de la misma forma inexplicada que en Madrid se vincula regeneración y cambio constitucional. Para mantener este relato es necesaria la idea de un Pujol que sube otra vez al monte para sacrificarse. Así no se habla de sus relaciones con Mas, ni de corrupción estructural, ni de financiación de partido. Con su vergüenza solitaria acaba la historia. Un hombre que mandó tanto fuera que olvidó hacerlo en casa. Por tanto, hay incentivos para mantener la perspectiva simbólica del personaje en este trance penoso. Nunca un hombre, tan sólo un hombre, en un entramado (o un homenot). Lo antinacionalista pasa por desacralizar y normalizar realidad y lenguaje hasta en la corrupción. Se habla de error y perdón, no de delito. Subsiste incluso un negacionismo cómico. «¡Los hijos le salieron rana!». O se ferrusoliza lo sucedido. Hay quien dice que los vástagos serían, en realidad, más Ferrusola que Pujol. Esto trataría de preservar desesperadamente al Patriota.


«Chapa la cámara, prima, chápala»

Tras la declaración de Pujol padre, esta foto de Jordi hijo también tiene lo suyo de confesión. La forma de taparse el rostro a la salida de un restaurante parece una forma de autoinculpación. Por eso para salir de los sitios los políticos franceses usan el casco. Si esto pasara en Madrid, los Pujol serían escracheados. En Cataluña gozan de una tranquilidad casi pirenaica y pueden irse a comer un domingo. Ágape familiar, tocado de vieja prepotencia convergente en el retiro de la Cerdaña donde la familia tiene sus residencias de descanso. La reportera gráfica de ABC soportó el equivalente pujolístico del «que te comes la cámara». A la orden de D. Jordi Jr. la progenie espetaba: «¡Chapa la cámara, prima!, ¡Chapa la cámara!». La falta de costumbre, claro, pero también cierta justicia poética (¡y social!) en las formas. Un maravilloso ramalazo quinqui (rumbero, gitano, pijoaparte) en el corazón más assenyat (ay) de Pujolandia.