jueves, 2 de enero de 2014

Pucheros de Morata (de Tajuña, no de Lethes)


Los perros pasaron de chicharrones
 

José Ramóm Márquez

Como, si en vez del Tajuña, se tratase del Lethes, aquél río cuyas aguas producían el olvido en quien las bebía y que algunos romanos confundieron con el Sil, Morata se olvida de sí mismo y asoma pérfidamente caras engañosas. ¿Qué pasa en Morata? ¿Qué hado se cierne sobre Morata?
El otro día fue en la carnicería de Tanis. Mientras en la calle unos gitanos amenizaban la hora del aperitivo con una vigorosa interpretación a dos voces -órgano eléctrico y corneta- con la que procurarse el sustento, abolida la cabra de la escena por causa de la moderna sensibilidad hacia los bichos, en la penumbra del interior de la carnicería, a pocos metros, me despachaban medio kilo de chicharrones inmundos hechos a base de pellas de tocino, blandos, sin sal y sin pimienta, sin apenas oreja… Al arribar a la propiedad de una Excelentísima Señora, donde pensábamos dar fin del suculento embutido, al poner a la luz del día los chicharrones de Tanis, observamos sus múltiples deficiencias, que los convertían más bien en comida para los perros despachada como de consumo humano, aunque diremos en descargo de los perros que cuando se les echó a ellos, tampoco la quisiseron. Y este hombre hace años los hacía buenos, que de eso doy fe, no como para montar una mascletá, pero buenos. Acaso no haya otra explicación para el hundimiento de los chicharrones de Morata que los estragos de la edad, ese cálculo que convierte a tantos ancianos en avarientos y que habrá puesto a nuestro carnicero a cavilar en que más tocino es igual a más ganancia, pan para hoy, porque no volveré a comprarle a Tanis sus chicharrones ‘caseros’ teniendo a mano los de Julio de Leganés o los de Humanes.

Y si el carnicero abandona sus formas clásicas hundiendo su fama para echarse en manos de lo que él piensa que será el beneficio, otros le pegan la patada hacia arriba a la cosa para llegar casi al mismo sitio. En el proclamado como Mesón Licinia, acaso creyendo que se encuentran a las orillas del Sena o del Loira, anuncian impúdicamente el maridaje, palabra que ya de por sí espeluzna, entre la ginebra, el destilado, no Guinevere, entiéndase,  y las fruslerías contemporáneas marinadas en aceite de lima, con gominolas de aceite, hielo de tomillo, wakame, haba tonka, cochinillo confitado y lemmon grass, que ya me estoy imaginando en el Mesón a los morateños, si es que alguno se aventura a entrar ahí, consultando en el diccionario Larousse gastronómico si lo óptimo para el cochinillo es confitarlo a baja temperatura o si es más adecuado asarlo sacándole toda la humedad, como Coque, o casi llegando a las manos en la disputa de si se puede denominar en puridad cochinillo al bicho que excede de los veintiún días de edad o vale como tal, y esta era la experta opinión del chef del regimiento España número 11, un puerco que no haya llegado al año y medio, a condición de que no haya padreado.

Así van las cosas. Con carniceros que expenden su home made sebo, su plan de pensiones porcino, y con mesoneros a los que repugna sacar a la mesa de sus clientes una honrada jarra de clarete y un blanco pan candeal, porque prefieren vender fuegos de artificio inspirados en los gustos de la guía de una marca de neumáticos.

Y luego se quejarán de que las gentes se van al Carrefour y al Foster’s Hollywood, donde saben a ciencia cierta lo que se van a encontrar.