El discreto encanto del retroiniestismo
(Colección Look de Té)
Jorge Bustos
Debió marcar él el gol del Mundial porque no hay nada más parecido a España que Iniesta. Iniesta es una paradoja tremenda: un individualista de equipo, un centrocampista moderno con fisonomía antigua, una estrella sin telegenia, un gran jugador de estatura irrisoria, un pueblerino de renombre mundial, un madridista culé. Para explicar a Iniesta habría que sustituir en las tertulias deportivas a tanto aforista de mondadientes por Salvador de Madariaga, Claudio Sánchez Albornoz, Laín Entralgo, Julián Marías y otros historiadores que han coincidido en lo complejo, lo ambivalente de España. También a Iniesta se le ha cargado con una leyenda rosa de aculturado modélico en los valores masíos y con una leyenda negra como de hermano pequeño de Pascual Duarte labrándose en Barcelona una reputación de Pijoaparte.
Ambas son falsas, claro. Iniesta fue un prometedor esqueje albaceteño –un brote decididamente verde– trasplantado en La Masía a los doce años que floreció más allá de lo concebible en lo futbolístico, pero que jamás dará la talla dramática en el belén bufo del redentorismo catalán más que como zagalillo invitado. El bueno de Andrés lleva el pancismo manchego pintado en la cara, y hace el ridículo cuando trata de hablar en catalán o defiende el derecho a decidir del nordeste peninsular. Es como meter a Maritornes en la cocina de Ferrán Adrià. Pero Guardiola, con esa sensibilidad tan suya para eso que los cursis llaman relato, se apresuró a celebrar sus goles decisivos como la obra artesanal de un hombre sencillo, sin tatuajes ostensibles ni damas aparatosas esperando en el reservado. El lindo Pep intentaba forjarle la más sofisticada de las leyendas, que es la de la sencillez, pero yo creo que si Iniesta no se serigrafía los antebrazos ni va petando los jacuzzis de escorts es porque toda la fantasía se le agota en el regate corto y el pase electrizante.
Ambas son falsas, claro. Iniesta fue un prometedor esqueje albaceteño –un brote decididamente verde– trasplantado en La Masía a los doce años que floreció más allá de lo concebible en lo futbolístico, pero que jamás dará la talla dramática en el belén bufo del redentorismo catalán más que como zagalillo invitado. El bueno de Andrés lleva el pancismo manchego pintado en la cara, y hace el ridículo cuando trata de hablar en catalán o defiende el derecho a decidir del nordeste peninsular. Es como meter a Maritornes en la cocina de Ferrán Adrià. Pero Guardiola, con esa sensibilidad tan suya para eso que los cursis llaman relato, se apresuró a celebrar sus goles decisivos como la obra artesanal de un hombre sencillo, sin tatuajes ostensibles ni damas aparatosas esperando en el reservado. El lindo Pep intentaba forjarle la más sofisticada de las leyendas, que es la de la sencillez, pero yo creo que si Iniesta no se serigrafía los antebrazos ni va petando los jacuzzis de escorts es porque toda la fantasía se le agota en el regate corto y el pase electrizante.
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Iniesta por tanto es español por individualista, por bajito, por parco, por alopécico, por hombre medio aunque no lo sea. Que Iniesta carezca de expresividad gestual no desmerece su españolidad indudable de árido castellano. Tampoco es dudoso el matiz quijotesco con que una y otra vez es derribado por gigantes. Que gane tanto ya es menos de aquí. Pero como ocurre en el caso del campeonísimo Nadal, maldita la falta que le hace esa coletilla sempiterna que tras un triunfo suyo coloca siempre el moralista patrio: “… ¡y además es tan humilde!”. No, señora: lo que pasa es que es feo y no anda con putas, o tiene el pudor de esconderlas. Qué manía de unir la ética a la estética.