lunes, 6 de julio de 2009

LAS CORRIDAS DE JULIO EN PAMPLONA


Por Ernest Hemingway

(Del Torono Star Weekly, 27 de 0ctubre de 1923)


En Pamplona, ciudad asoleada de blancos muros, situada en las estribaciones de los Pirineos, se celebran todos los años durante la primera quincena de julio las corridas de toros más importantes.

Allí concurren los aficionados a los toros de toda España. Los hoteles duplican sus precios y es difícil encontrar alojamiento. Los cafés tienen llenas de gente sus mesas, puestas bajo los amplios portales que rodean la plaza de la Constitución, y en cada una de ellas se ven el típico sombrero cordobés, la oscura boina navarra y vasca y el sombrero de paja madrileño.

Jóvenes morenas de ojos negros, verdaderamente atractivas, lucen con gracia mantones y mantillas de encaje negro sobre sus hombros y se pasean con su acompañante por el angosto y siempre concurrido pasillo que forman las mesas que están bajo los portales y en la iluminada plaza. La gente baila durante las veinticuatro horas del día en las calles. Grupos de campesinos con camisa azul bailan detrás del tamboril, chistu –que es una especie de flauta– y toda suerte de instrumentos de vientoque interpretan el riau riau, antiguo baile vasco. Y por la noche la gente baila al compás de la música de bandas militares en el amplio cuadrado que forma la plaza.

Llegamos de noche a Pamplona. Sus calles eran un hormiguero de parejas bailando. La música estallaba por todas las partes. Fuegos artificiales se disparaban desde la plaza. Ningún carnaval de todos los que he visto puede compararse con estas fiestas. Un cohete estalló sobre la plaza; su explosión produjo un gran resplandor, y su cola cayó silbando y dando vueltas. Las parejas de baile castañeteaban con los dedos, hacían perfectas mudanzas con los pies y movían el cuerpo y los brazos al compás de la música. Algunas chocaban contra nosotros mientras esperábamos alcanzar nuestros maletines, que estaban en la cubierta del autobús que nos llevó de la estación al hotel. Por fin nos los entregaron y entramos en dicho establecimiento.

Con dos semanas de antelación habíamos pedido por telégrafo y por carta que nos reservaran dos habitaciones. Pero nos encontramos con que no las habían reservado. Nos ofrecieron un angosto cuarto con una cama que daba al patio de la cocina; teníamos que pagar siete dólares diarios por persona. Hubo la correspondiente discusión con la dueña, que, de pie ante su escritorio, apoyadas las manos en sus caderas y sereno su aplanado rostro moreno, nos dijo en un lenguaje con más palabras vascas que francesas, que tenía que ganar dinero para todo el año en aquellos diez días; que no le faltarían huéspedes y pagarían lo que ella les pidiese. Nos ofreció una habitación mejor por diez dólares diarios por persona. Respondimos que era preferible dormir en una pocilga. Dijo que no lo dudaba. Insistimos en que ello era preferible a hospedarse en su hotel. Los ánimos se calmaron. La dueña estuvo meditando un rato, y nosotros nos mantuvimos firmes. La señora Hemingway estaba sentada sobre el equipaje.

–Bueno, les buscaré habitación en una casa particular, y pueden comer aquí si lo desean.

–¿Qué nos costará?

–Cinco dólares.

Por unas angostas y animadas calles nos dirigimos a la casa que la dueña del hotel nos había indicado; un muchacho nos ayudó a llevar el equipaje. La casa era antigua y tenía las paredes gruesas como una fortaleza, una habitación espaciosa y agradable, el suelo de baldosas coloradas, dos camas anchas y cómodas en la alcoba y un balcón rodeado por una celosía de hierro que daba a la calle. En ella estuvimos muy cómodos.

En la calle de debajo de nosotros, la música y la euforia no cesó en toda la noche.

Cuando se oía el redoble de los tamboriles, me levantaba y salía al balcón, y cada vez veía la misma escena: jóvenes con camisa azul y la cabeza descubierta daban saltos y vueltas en un fantástico baile por las calles siguiendo el redoble de tamboriles y el tono agudo de los chistus.

Al amanecer, la música de la calle se trocó por el estrépito de una banda militar. La señora Hemingway estaba vestida y, desde el balcón, me dijo:

–¡Anda, levántate, que todo el mundo se dirige no sé a dónde!

La calle en cuestión estaba abarrotada de gente. Eran las cinco de la mañana. El gentío se movía hacia un sitio determinado. Me vestí en un momento, y fuimos tras él.

Aquel torrente humano corría por todas las calles que desembocaban en la plaza del Ayuntamiento y salían de ella hacia un campo raso, que pudimos ver por las angostas aberturas de la alta muralla.

–Vamos a tomar café, dijo la señora Hemingway.

–¿Crees que nos dará tiempo a tomarlo? –respondí, y dirigiéndome a un muchacho que vendía periódicos–: Dime, ¿qué ocurre?

–El encierro –contestó éste, con apresuramiento–: empieza a las seis de la mañana.

–¿Qué es eso del encierro?

–Mañana, mañana se lo diré –contestó el vendedor de periódicos, y apretó a correr.

Todo el mundo corría.

–Quiero tomar café –insistió la señora Hemingway–. Todo lo demás me tiene sin cuidado.

Un camarero nos echó un chorro de café y otro de leche, de dos botes distintos, a la taza. La gente continuaba corriendo hacia la plaza del Ayuntamiento por las calles que desembocan en ella.

–¿Qué quiere decir encierro? –preguntó la señora Hemingway, tomándose a grandes sorbos su café con leche.

–Sólo sé que sueltan los toros de los corrales y dejan que corran por las calles.

Seguimos a aquel gentío que salía por una angosta puerta de la muralla a un amarillento, llano y desembarazado campo, donde se alza la nueva y blanca plaza de toros; estaba llena de público. La bandera roja y amarilla ondeaba, batida por la fresca brisa de la mañana. Cruzamos el campo y, una vez dentro de la plaza, ocupamos dos asientos de la parte superior por una peseta. Los otros estaban vacíos. Allí había reunidas unas veinte mil personas. Todos, apiñados en la parte exterior del gran anfiteatro de cemento, contemplaban el largo y estrecho corral de madera que iba desde la entrada de la ciudad a la de la plaza.

Dicho corral era una doble barrera de madera a modo de callejón que partía de la calle principal del pueblo y desembocaba en la plaza; y tenía unas doscientas cincuenta yardas de longitud. Había un gran tumulto de gente a ambos lados de él que mantenía fija la mirada en la salida de la calle principal.

Hasta allí llegó el ruido de la explosión de un cohete, y los concurrentes dijeron:

–Ya los han soltado.

–¿Qué ocurre? –pregunté a un hombre que estaba a mi lado, inclinado casi al punto de perder el equilibrio sobre la baranda de cemento.

–Han soltado los toros del corral del otro lado de la ciudad y ahora corren por sus calles.

–¡Cómo...! –exclamó la señora Hemingway–. ¿Por qué lo han hecho?

Al poco rato, una multitud de hombres y jóvenes llegó corriendo como alma que lleva el diablo por el corral de madera. Se abrió la puerta de la plaza y la gente entró atropelladamente en ella. Seguidamente llegó otro grupo que corría aún más que el primero.

–¿Y los toros? –preguntó la señora Hemingway.

Y al momento aparecieron ocho toros, negros, relucientes, con los cuernos lisos y la cabeza levantada, que corrían detrás de tres cabestros con cencerros; iban juntos y perseguían la retaguardia de los jóvenes pamploneses, que entre sacudidas y saltos, imprimían más velocidad a su paso, divirtiéndose al verse perseguidos por las calles de la población, y ahora, por el estrecho corral.

Un joven, con camisa azul, faja roja, alpargatas blancas y una bota de vino colgada al hombro –un aditamento indispensable–, tropezó y vino a dar en el suelo. El toro que iba delante bajó la cabeza y la lanzó a un lado; el joven chocó contra la parte superior de la barrera y, al volver a caer al suelo, inconsciente, el resto de los toros, en bloque, pasaron por su lado, ignorándolo. Los presentes vociferaron.

Toros y hombres corrían hacia el interior de la plaza; nos apresuramos a sentarnos en un palco y pudimos ver la entrada de los toros que, siguiendo a los cabestros, cruzaron la plaza camino del toril mientras los que estaban en el ruedo escapaban por todos lados.

Esto es el encierro en Pamplona. Durante las fiestas de San Fermín es costumbre abrir los corrales a las seis de la mañana y soltar los toros que han de ser lidiados por la tarde; son conducidos por cabestros a través de la calle principal al toril; el recorrido es de una milla y media. Los jóvenes se divierten corriendo delante de los toros en la fiesta, la cual viene celebrándose desde la histórica audiencia que la reina Isabel dio a Cristóbal Colón en el campamento de las afueras de Granada.

Que no ocurran desgracias personales es debido a que los toros de lidia no se excitan ni embisten cuando van en manada y los cabestros los obligan a moverse continuamente.

Pero ocurren si un toro se separa de la manada en el momento de entrar en el toril; entonces manifiesta su bravura bajando sus puntiagudos cuernos y embistiendo con sus casi mil quilos de peso a todos los que están en el ruedo. Los hombres no pueden salir de él porque está abarrotado de público, lo que les impide saltar la barrera, y tienen que permanecer allí y evitar el peligro como puedan hasta que los cabestros conduzcan el toro al toril. Entretanto, puede causar heridas y la muerte a unas treinta personas. A los aficionados se les permite luchar con el animal, pero sin armas; es una oportunidad que Pamplona les brinda durante las fiestas de San Fermín, y la tradición pamplonesa permite dejar que los toros corran por la ciudad para dirigirse al toril, donde permanecen hasta la tarde, cuando entran en la plaza para morir.

Por tanto, la fiesta de toros más violenta se celebra anualmente en esta ciudad.

Después que los toros han sido encerrados en el toril, empieza la corrida de aficionados. No hay un asiento desocupado. Unos trescientos jóvenes con capotes, prendas de vestir usadas y todo lo que se asemeja a un capote de torear se ponen a cantar y bailar en el ruedo. Surge un griterío, se abre el toril y un toro joven entra disparado en el ruedo; lleva embolados los cuernos, con objeto de que no pueda herir con ellos; y embiste a uno y lo lanza al aire, y el público grita de júbilo. Cuando el embestido cae al suelo, lo empuja con la cabeza y le da revolcones con los cuernos; muchos aficionados van al quite con el capote u otro trapo cualquiera. El toro embiste a otro y lo lanza al aire, y la concurrencia prorrumpe en gritos de júbilo.

Después se vuelve como un gato y alcanza a uno que ha estado dándoselas de valiente a unos diez pies detrás de él. Luego, arrojará a otro por encima de la barrera. Se fija en uno y lo persigue por entre la apretada concurrencia de aficionados hasta que lo alcanza. La barrera está llena de jóvenes sentados en el borde de ella, y el animal decide echarlos de allí, por lo que la recorre y los dispersa con los cuernos, moviéndolos como si fueran una horqueta lanzada al heno.

Se produce una explosión de júbilo cada vez que el toro coge a un aficionado. Esto es una costumbre regional, y se aplaude al que ha mostrado más valor y ha dado mejores pases antes que el toro lo tire y la muchedumbre ruja de nuevo. No se hace uso de las armas que se emplean en la lidia, ni nadie debe lastimar o atormentar al toro. Uno se agarró al rabo y tiró de él; fue abucheado por el público y, cuando intentó hacerlo otra vez, fue derribado a puñetazos por uno de los que estaban en el ruedo. Nadie disfruta tanto del espectáculo como el propio toro.

Tan pronto como da muestras de fatiga, salen los dos viejos mansos, uno castaño y otro blanco, se ponen a su lado y se lo llevan como si fuera un perro, dando una vuelta al ruedo antes de ser devuelto al toril.

En seguida sale otro, y vuelven a repetirse las embestidas y cogidas, los ineficaces pases de capote y los revolcones, y la música. Aunque siempre hay alguna variación. Muchos de estos animales, toreados en las corridas de aficionados, son novillos; toros de buena casta que tienen un defecto u otro, lo cual impide que luego se puedan vender por dos o tres mil dólares como toros de lidia, si bien esta circunstancia no menoscaba su espíritu combativo.

Este espectáculo se representa cada mañana. Y todo vecino de la ciudad se levanta a las cinco y media cuando las bandas militares desfilan por las calles interpretando marchas. Los hay que se pasan la noche sin dormir esperando que llegue la hora del encierro. No nos perdimos ninguno, porque es un espectáculo capaz de hacer que uno se levante de la cama a las cinco y media de la mañana en el transcurso de seis días.

Tengo entendido que fuimos las dos únicas personas de habla inglesa que estuvimos en Pamplona por la feria de julio.

Incluso hubo tres leves temblores de tierra durante nuestra estancia allí. Sombríos nubarrones se abrieron sobre las montañas, y el río Ebro inundó Zaragoza. La plaza estuvo dos días bajo el agua, y hubo que suspender la corrida por primera vez en el transcurso de un siglo. Eso sucedió a mediados de la feria. La gente estaba desesperada. El tercer día de lluvia parecía más desesperanzador; llovió toda la mañana. Pero al mediodía las nubes cruzaron el valle y desaparecieron. El sol volvió a brillar y calentar, y por la tarde se celebró la corrida de toros más brillante que he visto.

El sol caldeaba el ambiente; se lanzaron cohetes, y el ruedo estaba vacío cuando ocupamos nuestros asientos, desde donde pudimos ver el patio y las cuadrillas dispuestas para salir al ruedo; los toreros llevaban un traje de luces viejo por el mal estado de la plaza. Con los binoculares pudimos ver a los tres matadores de la tarde. Uno de ellos era nuevo: el cariancho y jovial Olmos, algo parecido a Iris Speaker. A los otros dos ya los habíamos visto antes: el moreno, enjuto y serio Maera, uno de los toreros más grandes de todos los tiempos, y el andaluz Algabeño, hijo del famoso matador, joven esbelto y de rostro moreno y atractivo. Los tres llevaban los trajes con que posiblemente habían empezado su carrera en la tauromaquia, demasiado apretados y pasados de moda.

Hubo el paseo de las cuadrillas; la banda interpretó la música de rigor; los picadores se retiraron al patio de caballos; los heraldos hicieron sonar sus clarines, y se abrió la puerta del toril. El toro salió impetuosamente a la plaza, vio a uno que estaba cerca de la barrera y se lanzó contra él, el cual lo esquivó escondiéndose en el burladero. El toro lo embistió haciendo astillas una tabla del mismo. En ello se quebró un cuerno, y el público pidió otro toro. Salieron los mansos y lo acompañaron al toril.

El siguiente salió al ruedo con igual brío que el anterior. Después de haber dado unos pases de capote, Maera le puso un par de banderillas. Éste es el torero favorito de mi esposa. Si a la esposa se le quiere dar la impresión de ser un marido valeroso, fuerte, garboso y capaz, conviene no acompañarla a ver corridas de toros. Por eso solía yo asistir a las lidias de aficionados que se celebraban por la mañana, con objeto de recuperar un poco de su estimación hacia mí, pero cuanto más iba descubriendo que para torear hace falta un gran valor específico, del cual yo casi carezco, tanto más se hacía evidente que reconquistar algo de su admiración por mí sólo contrarrestaría un poco la que ella sentía por Maera y Villalta. No se puede competir con los toreros en su propio terreno. Ni en ninguno. El que haya pocos toreros y pocas esposas que asistan a las corridas de toros es una suerte para la mayor parte de los maridos.

Ganan veinte mil dólares al año.

De esto hace tres meses; sin embargo, parece que ha transcurrido un siglo cuando uno está trabajando en una oficina. Hay un gran abismo entre la soleada Pamplona, donde los jóvenes corren delante de los toros por la mañana, y el montar en un ómnibus para ir al trabajo. Pero España está a sólo catorce días de viaje por mar, y no hay necesidad de hacer castillos en el aire. El número 5 de la calle de Eslava es permanente y el hijo de una familia de toreros tiene que empezar muy joven a torear, si quiere mantener la tradición familiar.