Por Alberto Salcedo Ramos
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Tiene tres tornillos incrustados en la mano izquierda y uno en la derecha; tres ganchos de metal en un muslo y una costura en la mandíbula. Viendo las muchas marcas que le ha dejado el toreo, uno de sus colegas le dijo hace poco que parecía “un sobrado de tigre”.
No le gusta mirar ni palpar el bulto que le quedó en el costado izquierdo del cuello, como consecuencia de los diez tornillos que le clavaron para remendarle el hueso. Ahora, sin embargo, me pide que lo toque. Y siento como si le hubieran cambiado la clavícula por un pedazo de riel de ferrocarril.
Después, Gitanillo muestra una huella feroz que tiene en el tobillo. “El cacho me entró por este lado y me salió por el otro”, explica. “Me salvé de quedar cojo porque no me atravesó el tendón”.
También ha sido pateado en la frente y perforado en la ingle. Un toro lo babeó como para humillarlo y otro le echó tierra en los ojos. El último percance que padeció en el ruedo no fue una cornada sino un pisotón que le partió la tibia.
Un día en que se jactaba de la adultez que testimoniaban sus catorce cicatrices, el matador Roberto Domínguez lo bajó de la nube: sentenció que tantas cornadas demostraban más brutalidad que coraje. Él celebró el apunte a carcajadas – igual que en este momento – pero cuando quedó solo exclamó: “¡Coño, lo que me pasa por no haber estudiado!”
Desde entonces aprendió que las heridas, que algunos utilizan como certificados de heroísmo y otros para hacerse perdonar los errores, no deben exhibirse como trofeos. En las plazas no siempre se persevera por valentía o por gusto: a menudo es porque no hay más opciones. En este punto recuerda una frase de Hemingway: la distancia entre el toro y el torero es inversamente proporcional al dinero que el torero tiene en el banco. Luego advierte que cuando habla de sus cornadas es porque le preguntan, no porque a él le nazca.
En su oficio lo menos temible son los cuernos. Peor es hacer el ridículo. O esperar, en una plaza llena, la salida de un toro que se retarda.
2
Nacido en Bogotá el 18 de septiembre de 1964, fue trasladado a Cúcuta a los siete años.
Cuando se convirtió en novillero adoptó el mote de Gitanillo de América, pues intuyó, con muy buen juicio, que a un matador que se llamase como él – Óver Gelaín Fresneda – nadie se lo tomaría en serio. Ni siquiera el toro. Su nombre de pila sonaba más apropiado para un trapecista de circo. De hecho, su infancia fue más circense que taurina: su padre, José Fresneda, andaba de pueblo en pueblo con un espectáculo cómico en el cual era más importante brincar por encima del toro que capotearlo.
La función del viejo, pese a su temeridad, no estaba pensada para producir tensión sino para hacer reír. Óver Gelaín veía cómo el toro más descomunal, en manos de su padre, se transformaba en un muñeco de carnaval que no inspiraba respeto. En consecuencia, cuando el niño estaba a solas con aquellos animales en los chiqueros, les tiraba bolas de barro, les mostraba la lengua o les truncaba la siesta con un grito cruel en las orejas. Ensayaba su propio sainete mientras esperaba la oportunidad de abandonar la trasescena.
Por esa época llegó a Cúcuta el empresario español Manolo Cano, al mando de una cuadrilla de toreros compuesta por ocho enanos y ocho chimpancés. Cuando Óver Gelaín vio aquello, sintió que no tenía cuerpo para contener tanta alegría. Para celebrar el hallazgo como correspondía, no se le ocurrió mejor idea que robarse una caja de whisky y repartirla entre los micos bufones. La borrachera, lejos de resultar cómica, fue dañina: los chimpancés no quisieron torear sino que se dedicaron a abrazarse y a vomitar. Sólo al tercer día se curaron de la fiebre y de la resaca.
Viviendo semejante comedia, el muchacho estaba forjando, sin saber, el estilo tremendista que años después, cuando se convirtiera en matador, los críticos le iban a reprochar. Tremendismo es farsa, desplante. Es convertir el capote en cubilete y la espada en luz de bengala. Es tratar al toro como si fuera un conejillo pero hacerle creer al público que es una bestia de espanto.
Hace poco, en la plaza de Palmira, Gitanillo dio una voltereta en el aire y cayó de bruces sobre el animal que acababa de matar. Por acciones como esa, no falta el purista que propone indultar al toro y sacrificarlo a él.
Gitanillo cuenta que no siempre fue así. Que cuando llegó a España intentó ser clásico. Pero entonces su tutor, Gabriel de la Casa, le pidió que dejara de torear como los demás, que fuera él mismo. La decisión le granjeó el favor del público y la enemistad de los expertos. Gitanillo sufría mucho cuando abría los periódicos y se veía crucificado por los principales comentaristas. Un día descubrió que no se podía ser mariposa y jaguar al mismo tiempo. Que para un hombre serio es inevitable – y hasta necesario – dejar a alguien descontento con lo que hace. Si lo que sentía en el fondo de su alma era la pirotecnia, debía asumirla con dignidad. No ser artista es una limitación, pero querer serlo a los trancazos, sin conseguirlo, es una verdadera desgracia.
Volver a sus fuentes primigenias lo reconcilió incluso con sus detractores: seguían diciendo que era un embaucador, pero ahora le reconocían el hecho de no tener dobleces.
“A veces uno, para pasarla bien en una plaza de toros, tiene que comportarse como ignorante”, observa el reportero Víctor Diusabá, conocedor del tema. “En esos casos, Gitanillo se convierte en un bálsamo porque te divierte sin hacerte pensar mucho. Le pides banderillas y te regala cuatro pares. Luego saca unos muletazos que te hacen sentir el toro más cerca de ti que de él”.
3
Gitanillo se ha dedicado en los últimos años a torear en la provincia colombiana. Un día se presenta bajo una llovizna en Sogamoso, a nueve grados centígrados, y al siguiente lo hace bajo el sol despiadado de Cereté, a 44 grados de temperatura. Una vez actuó por la mañana en Venta Quemada, Boyacá, y por la tarde en Granada, Meta.
La andadura por la provincia se debe, en parte, a que en las grandes ferias taurinas del país no lo tienen en cuenta. Pero también es un rezago de su niñez errante. A Gitanillo le atraen los pueblos, además, porque allí el toreo tiene una connotación más festiva y el público es más sensible a sus divertimentos. Allí la gente no va a denunciar el truco sino a festejarlo.
Hace 20 años compartía apartamento en España con su compatriota César Rincón, cuando ambos eran meras promesas. Y mientras Rincón soñaba con las plazas grandes, Gitanillo se divertía con las pequeñas. Todavía hoy, descoloridos y con los retablos carcomidos, están sobre las paredes los carteles de aquella época. En ellos se anuncian faenas en pueblos como Jerez, Hervas, Piedralves, San Martín de Valdivieso, San Pedro y Gavilanes, entre muchos otros.
Como torero de provincia, Gitanillo ha viajado en lancha, en helicóptero, en autobús y en mula; ha surcado ríos crecidos, ha atravesado trochas ásperas, ha dormido sobre catres opresivos, ha sentido sobre su cabeza la amenaza de un ventilador que producía más ruido que fresco, ha aprendido lo que es pasar una noche en vela para evitar que lo desangren los zancudos.
Sabrosa era la vida hace 15 años, cuando toreaba en Sevilla, en Lisboa o en París. Pero ahora le toca ir es a Somondoco. Acá, con frecuencia, el carro se le atasca en un lodazal, o se le vuelca el camión que lleva los toros, o el empresario que lo contrata se fuga con el dinero de la taquilla. A Gitanillo le han dado televisores, ollas a presión y licuadoras como parte de pago. En su casa tiene una colección de más de 200 cheques falsos, que le gustaría enmarcar para inaugurar con ellos el Museo Nacional de la Vergüenza. Sería, dice, una manera eficaz de censurar a los tramposos.
A menudo, antes de jugarse el pellejo en las plazas, Gitanillo lo expone pasando por zonas plagadas de guerrilleros o paramilitares. En cierta ocasión se topó en uno de esos retenes con una camarilla de muchachos ebrios. El que parecía comandante lo abrazó con amabilidad, pero de repente adoptó un tono agresivo. “Bueno, marica”, le dijo, “espero que no le vaya a quedar grande matar esos toros con la espada. Porque, si quiere, yo se los puedo matar hoy mismo a punta de plomo”.
Gitanillo no cree que torear en la provincia sea degradante, como señalan en privado algunos de sus colegas. “Esa es una visión elitista”, afirma él. “Voy a los pueblos por una razón muy sencilla: porque me contratan. Pero además no tengo porqué esconderme, pues voy es a trabajar, y lo hago con gusto y con respeto: me preparo para lucir bien, llevo mis mejores trajes de luces, soy puntual”.
Los amigos de Gitanillo consideran que él ha contribuido a preservar y a ennoblecer la fiesta taurina, llevándola a las veredas más apartadas aun a costa de su propia vida, poniéndola al alcance de campesinos y niños pobres. “Más bien deberían darle las gracias”, dice su mozo de espadas, Pepe Montaña.
El propio Gitanillo señala entonces que así como se le pidió mencionar las incomodidades y riesgos que enfrenta en los pueblos, se le permita hablar de las ventajas. Viajando, explica, ha visto el país y no su reflejo deformado. Gracias a esa experiencia sabe por dónde aparece y por dónde se oculta la luna. Ya no hay, como cuando fue famoso, luces artificiales alumbrando sus actos: ahora lo iluminan el sol y la risa de la gente sencilla. Por eso ya no es soberbio. En los pueblos se ha enriquecido viendo a los señores que salen a pasear el baño de la tarde y oyendo al viento rasguñar las ventanas.
4
El pecado mayor de Gitanillo fue haberse desquiciado cuando oyó decir que podía ser un buen matador. Andaba con fajos de dinero en los bolsillos, gastando aquí y allá con una vulgaridad penosa. Hacía y deshacía un hogar como si apenas estuviera cambiándose de camisa. Bebía mucho. Su garbo desenvuelto de acróbata derivó en unos ademanes grotescos de borracho gordo. Perdió brillo en los ruedos. Se volvió previsible, rutinario, como un cómico viejo que pretendiera hacer reír al público de un bar triste con su repertorio gastado.
Los toros, según él, se sienten irrespetados por el torero que no se cuida, y en consecuencia se rebelan. En ese trance perdió algunos de los que hubieran podido ser sus años más preciosos.
Descontando ese período desatinado, dice Gitanillo, no ha percibido sino privilegios en su vida de torero. “He hecho lo que me gusta y además he ganado lo suficiente para no tener que emborracharme con el vino ajeno”, afirma.
El balance final dirá que, gracias a los toros, conoció sitios y gentes que valían la pena, como su colega César Rincón y como el pintor Alejandro Obregón, que fue su amigo. Con Obregón, por cierto, vivió una de las historias más bellas de su vida. Un día se metió con él en un autobús destartalado, para protagonizar una corrida en Chicoral. Al término de la velada, el maestro se le acercó y le regaló un elogio memorable: “¡no joda, tú sí te ganas esa plata bien ganada! Al verte torear hoy sentí que me debería dar pena cobrar por mis cuadros”.
Después, en su casa de Cartagena, Obregón le regaló una pintura a Gitanillo.
–No te la dedico, por si acaso necesitas venderla – le dijo.
–Pero, maestro, ¡cómo se le ocurre que yo voy a vender un regalo suyo!
Tras mirarlo con malicia por encima de la cerveza que se bebía a pico de botella, Obregón sostuvo que el hombre que guarda pintura cuando lo que necesita es comida, no tiene alma de poeta sino de bobo.
Gitanillo necesitó varios años – los que habían de transcurrir mientras su desorden lo dejaba en las tablas -- para entender que el gesto de Obregón aquella tarde era mucho más que un simple golpe de astucia. El cuadro fue, en efecto, lo que le permitió salir de una crisis económica que parecía interminable. “El maestro ya estaba muerto”, dice, “pero me sacó del apuro”.
A estas alturas, Gitanillo se atreve a sacar las cuentas en voz alta: ha intervenido en 1.010 corridas, ha cortado 1.399 orejas y 39 rabos, ha salido a hombros 692 veces y ha matado 2.060 toros. Todavía, según él, sueña. Lo que pasa es que no se ve – nunca se ha visto – asediado por una multitud frenética en la Plaza de las Ventas, de Madrid. Se ve en Caparrapí, Cundinamarca, y en Suratá, Santander, aplaudido por los niños y escoltado por una cuadrilla de micos eufóricos.
(Vía Ricardo Bada y Laura García y su blog literario http://blogarcolibris.wordpress.com/. En la imagen de arriba, un toro de Alejandro Obregón; en la del centro, la plaza de Cúcuta, en inminente trance de desaparición; y en la de abajo, Alberto Salcedo Ramos, probablemente el periodista que mejor escriba del mundo)
Alberto Salcedo Ramos. (Barranquilla, 1963). Es autor de los libros El Oro y la Oscuridad: la vida gloriosa y trágica de Kid Pambelé, De un hombre obligado a levantarse con el pie derecho y otras crónicas, Los golpes de la esperanza y Diez juglares en su patio, este último en compañía de Jorge García Usta.