Ignacio Ruiz Quintano
De los dos productos principales del ocio inglés, el fútbol y la democracia, el fútbol es el que mejor ha calado en España, y ahí está el Real Madrid, reconocido por la Fifa como el mejor club de la historia. También el Instituto Nobel acaba de elegir al Quijote como la mejor novela de la historia. No está mal. En los pueblos animosos la historia hace las veces de la cafeína, ¿y qué novelista nuestro no se siente Balzac al tomar el cuarto café de la noche? Pero literatura y fútbol son historias distintas: las novelas viven si pueden ser leídas, pero los goles mueren si pueden ser contados. ¿Cómo va a contar nadie el gol de Zidane?
Sin embargo, ningún novelista ha resistido a la tentación de contarnos el gol de Zidane. La chifladura exegética es una especialidad española, y ya Alfonso Reyes recordaba cómo en sus años de Madrid apareció un bobo dispuesto a descubrir la traza del Quijote y, barajando las letras de cada frase de Cervantes, reconstruir así otras frases, que, según él, revelaban el pensamiento oculto del autor.
Que el de Zidane es un gol que no puede contarse lo sabe hasta un niño de cinco años. «¡Que traigan a un niño de cinco años!», gritaba Groucho en estos casos. Un niño como Cellini, que a los cinco años vio jugar en el fuego a una especie de lagartija y se lo contó a su padre, que le dijo que el animal era una salamandra y le dio una paliza para que la visión se le grabara en la memoria, como, a no impedirlo el Estado de Derecho, hubiera hecho cualquier padre con su hijo de cinco años cuando Zidane soltó su fogonazo de magnesio.
Sin haber visto a Zidane, Michel Leiris decía que en los deportes sólo el acróbata aéreo cuyo cuerpo se encuentra como abstraído de su entorno, suspendido por un hilo inexistente, despierta ese vértigo sagrado de los toros. Acrobacia y, además, zurdería, que en el fútbol, lo mismo que en los toros, constituye el elemento imperfecto que sirve de primer resorte para que aparezca la emoción. «¡Y con la zurda!», que era lo que se decía para ponderar el toreo de José Tomás, se dice para ponderar el gol de Zidane.
Ahora, ¿qué hubiera sido de la acrobacia zurda de Zidane sin la providencial aparición de Casillas, naturalmente zurdo y acróbata de guardia frente a la catástrofe del gol alemán? Montherlant, que no conoció a Casillas, escribió la olímpica del heroico portero perdedor que sólo podía aparecer torcido en el suelo, como los hombres de Verdún. Hoy, la heroicidad es otra cosa. Héroe acostumbra ser ese señor que aparece en los momentos de apuro. En Glasgow, Zidane salvó la causa de Florentino Pérez, pero Casillas salvó la causa del Madrid. (Y con ello, la de Zidane, que arrastraba desde Italia mala fama de «gato negro».)
Si lo de Zidane había sido un alarde de mecánica futbolística, lo de Casillas, más humano, fue un alarde de caligrafía pictórica, comenzando por el «alef», la letra que según los poetas árabes recuerda a un adolescente en pie, aunque mejor no saber qué quieren decir con eso los poetas árabes. De los poetas coreanos, en cambio, lo peor que cabe esperar es que lo tomen por el lama chico.
Porque hay que dar por hecho que Casillas es algo más que un héroe: es un caballo blanco que renovó en Glasgow el milagro de Clavijo. Contra los recalcitrantes —entrenadores funcionarios, vacas sagradas, etcétera—, el consejo de Maeztu: «Hay que seguir afirmando que Santiago bajó a la batalla de Clavijo sobre un caballo blanco. Y no hay que transigir ni con que fuera tordo el caballo.» ¿Y azulgrana?