No es Sevilla
José Ramón Márquez
Segunda corrida de la temporada en Madrid, Domingo de Resurrección y primera entrega de la miríada de juampedreo que nos espera de aquí a octubre, y que Dios nos coja confesados. Para fecha tan relevante se eligió, entre los centenares de ganaderías posibles, la de Martín Lorca para el cartel, completada en el programa de mano con la de Escribano Martín, que es lo mismo que lo de Martín Lorca, o eso parece, aunque habrá finísimos paladares que serán capaces de discernir qué sutiles diferencias distinguen a la una de la otra, si es que tales diferencias existen. Entre el cuarto, Quillo, número 15, y el primero, Osado, número 53, había quince meses de diferencia y entre el sexto, Ilusionado, número 65, y el Quillo cinqueño, algo más de ocho arrobas de diferencia. Ahora, eso sí, a cuernos no les ganaba nadie, ni el que los inventó. Vaya leña la que llevaban en sus cabezas los Martín, lo mismo los del encaste Lorca que los del encaste Escribano. Vaya arboladuras menos juampedreras, que uno no sabe nada de manejos ganaderos, pero se ve a las claras que desde que don José Luis compró las reatas fundacionales después de la canónica eliminación de lo anterior hace un cuarto de siglo, la cosa ha ido por sus propios derroteros y los toros ya han ido derivando hacia el rollo lorquiano, que es el de poco a poco ir alejándose de su origen. Bueno, pues mucha leña, en la cual las fundas ésas también tendrán algo que decir, poquitas ganas de pelear en el penco y algo de la blandenguería consustancial a su encaste remoto serían las notas predominantes de la tarde. En lo de la blandenguería la palma se la llevó el tercero, Consentido, número 72, un jabonero sucio con una de las capas más feas que verse puedan, que ya había echado los papeles para la Invalidez Permanente (IP) cuando por sorpresa lo metieron en un camión y lo mandaron a Madrid a pasar el tribunal médico. El sexto, Ilusionado, número 65, quiso tratar de engañar al tribunal fingiendo una cojera, pero la pericia del sanedrín palquero capitaneado por el probo funcionario don Trinidad, certeramente asesorado por el ex-banderillero Calderón y por el doctor veterinario sr. Mirat, descubrieron las añagazas del bragado y le mantuvieron en las arenas venteñas contrariando un poco la idea de su matador, aunque de eso se hablará más adelante.
Por la parte de los que llevan el postizo en la nuca, en el cartel estaban escritos los nombres de Eugenio de Mora, Pepe Moral y Víctor Barrio. Para quien guste de carteles rematados lo suyo es que en vez de Barrio hubiesen puesto a Juan Mora y, si además hubiesen completado la cosa con toros jienenses de Valdemoro, la corrida podría haber sido patrocinada por la cadena Al-Jazeera. Claro que en esas eufonías no suelen caer los Choperón Father & Son, que a estas horas estarán aún contando las montañas de billetes que les legó el otro día Fandiño.
Después de no haber visto a Eugenio de Mora ni a Pepe Moral en el verano del año anterior en Madrid, el cartel tenía un atractivo bastante interesante. Eugenio de Mora parte decidido hacia el encuentro con su primero, metido dentro de un indescriptible vestido, y le larga capote con capacidad y suficiencia. Es un torero hecho y cuajado, con oficio, y aunque no posea el don de ver al toro al primer golpe de vista, tampoco se deja sorprender por él. Le cuesta entrar en la faena y ofrecer de manera neta el argumento que tantos hemos venido a buscar: la proclamación de la verdad, pero en fugaces chispazos mueve la mano, remata por alto y trae y lleva al toro. La cosa queda por debajo de las expectativas, principalmente porque el matador no acaba de dar el paso adelante que hace grande al toreo salvo en un par de ocasiones, casi por accidente diríamos. Alarga en demasía la faena y el toro se va dejando sin protestar. Lo tumba de un espadazo echándose afuera y se vuelve al burladero a darle vueltas a la cabeza.
En su segundo Eugenio de Mora construye una faena. Construye una faena a más a medida que él mismo se va convenciendo de las condiciones del toro y, ¿por qué no?, de sus propias posibilidades. En una impecable serie en la que remata atrás, se queda colocado, echa la muleta adelante se trae al toro muy sometido y templado y finaliza con el imprescindible pase de pecho, serie breve como deben ser cuando se torea con la verdad, la Plaza se ha estremecido en esos oles profundos que subrayan el toreo bueno y a partir de ahí Eugenio de Mora ha ido construyendo su faena, dando tiempos al toro, buscando la distancia del animal sin agobiarlo y sacando muletazos de una enorme hondura y verdad, gustándose en los adornos y trazando pases de pecho de cartel de toros, de cuando en los carteles ponían a toreros toreando. El toro demanda la muerte y el torero marcha a por la espada -qué bien le habría venido llevar la de verdad y no ese deplorable simulacro- y en ese lapso y lo que tarda en igualar al toro pierde el triunfo grande, que lo habría sido si al remate de la serie postrera se hubiese perfilado y hubiese tumbado al toro. En cualquier caso una magnífica faena del moracho, que si sigue así va en camino de convertirse en uno de esos toreros que encajan bien con los aficionados de Madrid.
Pepe Moral ha echado encima de la arena blancuzca ésta que hay en Madrid otro remolque de arena. Andábamos a la espera de que nos deleitase con esa cosa tan difícil de contemplar, que es el toreo, y en cambio nos ha dejado el jarro de agua fría de lo mismo de todos los días. Pocas ideas ha traído Moral a Las Ventas y, encima, orientadas de forma harto contemporánea, lo cual quiere decir que torcía por los nefandos senderos que trazó Espartaco en los 80 y que continuó y ahondó el Pasmo de San Blas, influjo nefasto que llega hasta nuestros días. Para que se entienda: toreo por fuera, sin compromiso, haciendo ir y venir al toro sin ton ni son, ejercicio de doma en el que se lleva al toro por donde menos se le pueda molestar en series largas e inanes, déjà vu de lo de cada día. Un latazo. En los dos toros, lo mismo. Hay que ser descerebrado para venir en loor de santidad taurómaca a Madrid y en vez de repetir los argumentos que le sirvieron para que su nombre suene, ponerse a sueldo de la monotonía imperante, del aburrimiento de cada día cantado como oro molido por la crítica más pesebrera, y salir de la Plaza sin pena ni gloria y con el nombre a la baja. Y eso que le apodera Manolo Cortés, que él sabe bien lo que es lo bueno. Pongamos a favor del sevillano, por resaltar también lo bueno, su manejo del capote y, sobre todo, la espléndida estocada con que ha mandado a criar malvas a su primero, de impresionante ejecución, marcando los tiempos a cámara lenta y de efecto fulminante.
Y Víctor Barrio... pues en Víctor Barrio. Se trajo esa simpática legión de seguidores que siempre le arropa y le jalearon su toreo tan de Víctor Barrio, tan de dar pases, como si fuese toreo del bueno. En el sexto, el falso cojito del que se habló al principio, se equivocó de plano, pues estaba deseando que echasen el toro al corral. Él estaba a ver cómo le podía tirar al suelo y el cojito que no se caía y cuando entra al caballo de Óscar Bernal le hace la seña que sea para que el picador se ponga a practicar el fracking en los lomos del bicho... bueno, pues ni por esas el toro se cae. Llega Barrio bastante contrariado a la cara del toro, le pone la muleta sin convicción alguna, y resulta que el tal Ilusionado era la máquina de embestir. Ahí ha estado dándole trapo, todo el que ha querido, con un estilo harto pueblerino que nos rejuvenecía llevándonos de vuelta a aquellas corridas que veíamos en las fiestas de Becerril hace cerca de cuarenta años.
Jarocho, lo mismo hoy que el domingo pasado, ha estado superior en la brega y muy bien con los palos.
Es Madrid
Pero en Madrid Pepe Moral se puso a hacer de Espartaco