Mi pueblo
Francisco Javier Gómez Izquierdo
No es lo mismo veranear que ir de vacaciones. De vacaciones va cualquiera. Desde el estudiante quinceañero al que los padres mandan a Irlanda por julio con ánimo de mejorar el inglés hasta el pensionista de ochenta primaveras que se va en octubre a Benidorm con los viajes de los viejos a perfeccionar el tango. Las vacaciones son la pedrea de una lotería democrática que a veces se disfrutan mejor en casa que en esos paraísos a los que va el vecino... y no vamos a poner apellidos, para no incomodar espíritus sensibles.
Como ya los niños nacen en capital y en los pueblos no quedan mujeres paridoras, cada año vamos quedando menos veraneantes pues... el que vuelve al pueblo por el verano es el veraneante. Los veraneantes de la Sierra de la Demanda somos pueblerinos que añoramos la lumbre en casa y el roble en Los Abarcones; nos sentimos un poco okupas en la ciudad y por eso cuando regresamos con los de nuestra tribu nos comportamos como si nos avergonzaran los hábitos adquiridos en tierra extraña. No encendemos el televisor, almorzamos a las 10 de la mañana con vino, tomamos café, copa y puro y ya puestos, la echamos al mus. Los parientes que aún viven en el pueblo nos dejan en la ventana una lechuga y cuatro tomates y en vez de esa amariconada despedida de ciudad con un “ya quedamos para tomar un café”, en mi aldea -viven menos de cien personas durante el año- organizamos una merienda en un pispás para poder refrescar, como cada año, las mismas peripecias del tío Ladis, las maldades del maestro Botiquín ó los tortazos del cura don Eutimio, al que seguimos tratando de Don. Nos pegaban de chicos y aún hoy sigue sin parecernos injusto. Alguno hasta cree que los cintazos del padre fueron pocos y entre clarete y clarete no dejamos de admirar a nuestras madres. Son mujeres que tuvieron media docena de hijos asistidas por la señora María con trapos blancos y palanganas -un servidor nació un seis de enero con el pueblo enterrado en nieve- y que aún hoy, sobrepasados los ochenta y noventa, van a la compra y hacen de comer para quien haga falta. Mujeres que nunca quisieron dar pena con sus desgracias, que se enorgullecían de sus redaños, que araban, trillaban y cargaban sacos de patatas. Madres que han enterrado a hijos y que tienen la certeza de que la especie se debilita cuando oyen hablar de la depresión de la hija de fulanita. Serranas que siempre creyeron que las vacaciones eran cosa de señoritingas de capital y a las que admiro más cada año.
Cirila. 99 años
Vive sola y “ ..ya no puedo con los sacos de leña”.
Detrás Valentina y María con casi 90 y en el mismo plan