Hughes
Bolt tiene maneras de macarra olímpico y sólo le falta llegar a los tacos de salida con abrigo de nutrio, dos rubias del brazo y un Don King sujetándole el ipod. Otros velocistas se ponen gafas de sol y miran al frente como si fueran a emprender la mortal carrera de coches de Rebelde Sin Causa. Bolt va de Príncipe de Bel Air del tartán haciendo las cosas que hace Paquirrín cuando se mete a dj, pero sus cien metros son como el resumen de la evolución del antropoide, el proceso darwinista de erección. A cámara lenta se percibe el esfuerzo por erguirse y luego, vertical, el frenético vudú de zancada batiente, de pistón delirante hasta un final inconcluso en que llega haciendo muecas a la foto finish, porque para Bolt la foto finish es como el foto matón. Y es que Bolt, que en el fondo es un elegante, desacelera porque rechaza la agonía y cultiva el misterio de su zancada heterodoxa, que no es la de Blake, su necesario rival pecho pollo, ni la de Rudisha, zanco de negra impertérrita del Folies Bergere. Bolt, que no tiene la mirada de señora aviesa de Carl Lewis, padece un tormento opuesto al de Nadal: en qué ocupar el pensamiento, porque su vida son apenas veinte segundos sin recuerdo que han de justificar años de expectativas y fanfarronadas. Como si la velocidad fuera el fornicio.
En La Gaceta