David Gistau
El Mundo
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La asociación entre Rimer Box y Barceló quedó sellada por un detalle que tuvo lugar en la esquina de Navascués. Como indios que hubieran mezclado la sangre, Sánchez Atocha llevaba puesta la camiseta del equipo de Valenciano, y Valenciano, la del de Sánchez Atocha. Así terminaba el viejo antagonismo de los promotores más importantes del boxeo español, que ahora, al compartir recursos, están recuperando el fulgor del “noble arte” con veladas tan trepidantes como la del pasado viernes en La Cubierta de Leganés, con tres cinturones en disputa y un desafío España-México aleteando en el ambiente. En las sillas de ring, había guapería de la fama, lozanas muchachuelas que pusieron al K.O. letárgico del “Chuy” Ruiz la misma cara de espanto que en las cornadas de Las Ventas, y dos campeones del mundo, cargado el uno de leyenda, de futuro el otro: Castillejo y Campillo, que gasta un donaire como del Madison Square Garden matizado en Vallecas.
En opinión de este cronista, el boxeo más resplandeciente de la noche lo puso un madrileño de Rusia, Petia Petrov, que, al dejarse ceñir el cinturón de campeón Latino de los ligeros, llevaba ladeada una gorra de chulapo que conectaba, al modo proustiano, con la memoria del Campo del Gas y de los barrios que siempre suministraron voluntarios a las escuelitas de hombría del boxeo. Cerca de las cuerdas, no cesó de alentarle el Boni, un torero de la cuadrilla del Cid que de vez en cuando se calza los guantes para recibir clases del ruso: “Pega y vete, pega y vete”, siempre le dice Petrov, que se aplicó la fórmula en su combate contra el mexicano Uruzquieta, por lo que se hizo inasible entre esquivas y un juego de pies perfecto, como el de la mariposa de Alí que anticipaba las incursiones de la avispa, con el que se escabullía intacto cuando le era achicado el espacio junto a las cuerdas. Petrov salió del ring casi como había entrado, sin una muesca de devastación. Y Uruzquieta, a quien se le abrió un párpado por el cual al cabo pararon la pelea, aun siendo un boxeador menor por comparación, dio una muestra de coraje espléndida, todo alma el chaval, que no tuvo culpa de quedarse por un rato tan lejos de Dios y tan cerca de Petia Petrov.
El título más categórico de la noche fue el mundial Plata de los crucero que ganó David Quiñonero, un pegador nato que, con los tatus, la perilla y la cabeza rasurada, parecía un secundario de “Prisonbreak”. Se lo riñó el “Chuy” Ruiz, quien apareció vestido de mariachi en el pesaje, y luego salió al ring con un poncho identitario. Con la derecha de Quiñonero, el “Chuy” tuvo la misma relación que los patos con la escopeta. Logró postergarla durante cinco asaltos de boxeo atorado en los que Quiñonero no percutió, ni tampoco acabó de encontrar recursos para obligar al “Chuy” a plantarse y aceptar el intercambio. Tenía sabido que no lo aguantaría. Pero un combate se hace demasiado largo para quien sólo sale con la intención de que no le entre una mano fulminante. Y la de Quiñonero por fin hizo contacto en el sexto: el “Chuy” se desmadejó como si le hubiera chocado un Mini Cooper, y no había terminado de caer cuando Quiñonero le dio el de gracia con un golpe en la nuca, parecido al que recomendaba Foreman para asegurarse de que el rival no saldría de la cuenta, que en las sillas de ring fue bautizado como “conejero”. El “Chuy” permaneció un rato largo tendido, ventilado por los médicos, y, más que dañado, lo que parecía era estar asegurándose de que Quiñonero estuviera ya en Baleares antes de levantarse.
Soraya Sánchez, la campeona de Europa, peleó con Fredee González: un tosco ventilador de voleas, a lo Bud Spencer pero en chiquitín, ante el cual Soraya tuvo al principio demasiada fijeza, lo que le impidió imponer su boxeo más técnico, además de ponerla en peligro. Cuando se movió y enlazó series, ganó a los puntos sin apuro. La velada languidecía, ya casi en la madrugada, cuando peleó uno de los púgiles más carismáticos y queridos del ambiente: Pablo “Huracán” Navascués, que se hizo anunciar por la canción que Dylan compuso para “Hurricane” Carter, y luego pidió diez toques de campana en recuerdo de un amigo muerto. Navascués casi descalabró en el segundo al mexicano “Charal” Rodríguez, pero luego se le alargó el combate sin volver a encontrar hueco para el jab de izquierda: ganó en los puntos. Si llegó a faltarle pegada con la que acabar antes, luego averiguamos por qué: al abrazarse con los suyos, lamento: “Me he jodido la mano”. Y en verdad la presentaba tumefacta, probablemente rota.