A MADRID POR EL CUERNO
Ignacio Ruiz Quintano
Madrid es torista como París es cubista o Londres es antiviviseccionista.
“¿Está usted dispuesto a continuar en el viviseccionismo? ¿No le da a usted lástima ninguna de las ranas ni de los conejos?”, preguntó a Julio Camba una inglesa vivamente antiviviseccionista que tenía en el centro de la habitación un cuadro del Niño Jesús paseándose por el campo en compañía de un león, un burro, un gato, un perro, un conejo y una rana, todos muy amigos. “¿No se siente usted conmovido en presencia de estos grabados? Reniegue de ese viviseccionismo inquisitorial y véngase usted con nosotros.”
“Nosotros” eran, según Camba, la secretaria general y la secretaria organizadora de la Sociedad, cuyo entusiasmo antiviviseccionista era comprensible por su rabioso parecido con las ranas. ¿Pero estas mujeres no tienen otra cosa mejor en que emplear su ternura que las ranas y los conejos? “No, señores -contesta Camba-; saben que no pueden hacer nada con los hombres y se van con los bichos.”
Con los bichos han estado siempre todas las antiviviseccionistas inglesas y algunos clérigos españoles, desde el padre Villanueva hasta el profesor Mosterín, pasando por aquel obispo Pacheco que pidió cuentas a Góngora por haber “concurrido a fiestas de toros en la Plaza de la Corredera, contra lo terminantemente ordenado a los clérigos por motu proprio de Su Santidad”.
(Y Góngora contestó al cargo: “Que si vi los toros que hubo en la Corredera las fiestas del año pasado, fue por saber iban a ellas personas de más años y más órdenes que yo, y que tendrán más obligación de temer y de entender mejor los motus proprios de Su Santidad.”)
Apenas medio siglo antes, el padre Villanueva, que luego llegaría a santo -su canonización se celebró en toda España con corridas de toros-, bramaba en el púlpito: “¡Os denuncio, pues, en nombre de Jesucristo Señor Nuestro, que todos cuantos obráis y consentís y, si es vuestro, no prohibís las corridas, no sólo pecáis mortalmente, sino que sois homicidas y deudores delante de Dios en el Día del Juicio de tanta sangre derramada...!”
En un estilo más melifluo, que es el estilo hoy a la moda, eso de que los toristas vamos a ir de patas al infierno es lo que viene a recordarnos el profesor Mosterín, que parece clérigo, pero es funcionario, o sea, la cara opuesta del torero e incluso del atracador, por emplear su misma analogía. Desde luego, los toreros se dividen en varias escuelas, mas de ninguna manera podrán nunca dividirse en un par de grupos: uno, muy pequeño, que se dedica a escribir en los periódicos sin aparecer nunca por la oficina, y otro, muy numeroso, que va a la oficina a leer lo que los primeros escriben en los periódicos.
El profesor Mosterín, que cuenta con un viaje a Pittsburg (Estados Unidos) para estudiar la “Fiabilidad de los modelos cosmológicos”, se ha hecho con una teoría sobre el “sistema límbico” de los animales con cuernos que quita el sentido, pues le permite pasar del buey de labor al toro de lidia -cuando toda la comunidad científica creía que lo fácil era lo contrario, pasar de toro a buey- y del toro de lidia al maltrato de las mujeres (?). El autor de ¡Vivan los animales!, que nunca ha sido visto arriesgándose a coger setas a la luz de la luna en la finca de Zahariche, tiene a los toros de lidia por “pacíficos rumiantes”, que es terminología de profesor de los de progreso, aunque el verdadero heredero del progresismo, el Gobierno francés, tenga resuelto desde hace mucho tiempo que al toro se le puede matar porque no es un animal doméstico, democrático, sino una fiera totalitaria.
“Con lo que come un toro de lidia -debe de calcular para sus adentros el profesor Mosterín-, se puede alimentar a una vaca de leche.” Y entonces lanza contra los toristas unos cuantos venablos morales de los que se le cayeron del púlpito, allá por el XVI, al padre Villanueva: “¿Hay brutalidad mayor que provocar a la fiera para que despedace al hombre?”
Depende del ambiente. Es decir, de la justificación emocional. En Londres, decía Camba, con ese cielo y ese público, las corridas de toros serían perfectamente repugnantes, pero en España lo que resultaría más repugnante es un hombre que se pusiera a cantar salmos, como hacen los ingleses. O el profesor Mosterín. Nada que ver, pues, con lo que Alfonso Reyes llamaba el talento de los españoles: la elegancia, la elocuencia, el ritmo; y el golpe japonés, la puñalada cómica de Madrid: todo ello subconsciente.
-Los españoles marcan en el aire un perfil gracioso -dice Reyes, que viene de París, donde ha visto fluir la vida bajo la mansa autoridad de los respetables conserjes, herederos del Rey de Francia.
Es el París cubista, como dividido y entrevisto por las cuatro patas de la torre Eiffel. Y así se ha quedado. En París, escribe Reyes, eran los hombres bastos -físicamente-, pero de justísima cerebración; en Madrid, los hombres eran físicamente justos, de graciosos movimientos reflejos, como si toda sorpresa les fuera connatural.
Es el Madrid torista de toda la vida: no el Madrid de la vaca de leche que ordeña moralmente el profesor Mosterín, sino el Madrid de los toros de Miura que vuelven a las Ventas para ser toreados por esos toreros que tienen, dijo Barrés, alma de cardenales. ¡Ah, aquellas tardes de Manili y miuras, con Manili arremangado y pelando gambas al mediodía con El Fari en la Cruz Blanca, haciendo tiempo para ir a torearlos como Dios manda! Que a torear se va sin guantes: la etiqueta feudal prescribía que el vasallo, al penetrar en el solar de su señor, se despojase del guante de la mano derecha y lo entregara a un paje. En Madrid, por mayo, no hay más señor que el toro.
Un toro no es ningún bicho. Un toro es un toro.
[Abc, Abril de 2004]