Jorge Laverón
Eran las veinte en punto de la tarde -hora nada taurina- cuando comenzó la función real. A las ocho y cinco la hora era taurina del todo. La irrupción en el ruedo de los maestros Campuzano, Bustos y El Zaranda levantó al público de los asientos. Se presentía la faena. El toreo soñado y pintado. Velazquiano, goyesco, picasiano y greco. La música callada del toreo. Bach, Mozart y al fondo el eco jerezano de Fernando Terremoto, el hijo del trueno. El rayo verde, efímero y bellísimo, dibujado en la nieve.
Fornido encierro -y duro- de Eusebio Colonge. Locura y soledad. Bendita locura la del diestro frente al negro toro. Arte y locura en el expectante graderío. Se presentía la gran faena y vimos tres. La magistral sabiduría del loco Gaspar Campuzano cuyo arte milenario duele como una soleá. La frescura, no menos honda, de Enrique Bustos, soñador goyesco. La pintura del Greco en las muñecas no menos rotas de Paco Sánchez, el torero que zarandea nuestras almas de futuros difuntos.