domingo, 4 de junio de 2023

En busca de la prevalencia de los idiotas IV



Nunca en la Atenas de los siglos V y IV a. C. existieron esas empresas de oportunistas desaprensivos llamadas «partidos» que hoy han acabado por sustituir a los idiotas

 

Martín-Miguel Rubio Esteban

 

La Asamblea (Ekklêsía), el órgano supremo del poder político de Atenas, se reunía en un lugar llamado Pnix, y al que podían acudir todos los ciudadanos mayores de dieciocho años —en realidad mayores de veinte, dado que entre los 18 y 20 años (ephebeía) se cumplía el servicio militar, y por lo que sabemos por las fuentes —los discursos de los políticos— se sentaban al azar en cojines sobre la roca o incluso en bancos de madera—. Se sentaban al azar y no se daban grupos de seguidores concentrados, sino tan sólo pequeños equipos —tres o cuatro personas— de los líderes políticos. No existían concentraciones de seguidores por la sencilla razón de que en la primera democracia los partidos políticos o «hetaireíai» estaban prohibidos. Los únicos asientos reservados lo eran para una de las diez tribus que le tocaba ese mes la pritanía, en seis muy largos lechos excavados en la roca alrededor de la bêma o tribuna, y que suponía un cercado de 1.100 metros cuadrados. Las otras nueve tribus se sentaban fuera de aquel cercado.

En efecto, debemos no cansarnos en patentizar el hecho de que en la Democracia primera el poder se ejercía «siempre» desde el «idiôtês», en su sentido originario de individuo aislado o particular. Nunca en la Atenas de los siglos V y IV a. C. existieron esas empresas de oportunistas desaprensivos llamadas «partidos» que hoy han acabado por sustituir a los idiotas, únicos amos del poder en una Democracia. No, nunca existieron. Era el idiota «aislado», totalmente singular, quien influía o se dejaba influir por otros idiotas en la Asamblea (votando a mano alzada) o en los Tribunales (votando con balotas). Cualquier ciudadano podía llevar a debate su particular visión sobre el mundo y dar propuestas concretas (propuestas no-probouleumáticas). Los partidos no pueden existir en una democracia estricta. Tan es así que la Democracia ateniense siempre persiguió con toda su fuerza a las «hetaireíai», especie de sociedades de «niños bien», «barbatuli iuvenes», en el sentido de clubes políticos, y antecedentes claros de nuestros oligocráticos partidos políticos. Miembros de estos clubes, como Ergocles y muchos más, fueron condenados a muerte, arrojándolos al báratro, por la Democracia ateniense, que veía en estas sociedades minoritarias el peligro de «oligarquizar» la política, usurpando el poder directo a los idiotas, entraña misma de la Democracia y su única razón de ser. El funcionamiento de estas hetaireíai, que actuaban siempre en la clandestinidad, debía parecerse mucho al modus operandi de los lobbies, o camarilla de cabilderos, puros grupos de presión. El azar no sólo era la base de elección de los cuerpos legislativos y judiciales, sino también la ocupación física que uno tenía en la misma Asamblea. En los Caracteres, 26, 5, de Teofrasto, vemos al rico oligarca que se queja de que le ha tocado sentarse al lado de un pobre hambriento con mal olor, y ese azar lo vemos también operar en las Thesmophoriae, del divino Aristófanes. Cuenta Plutarco que el rico Tucídides Melesias —quien estaba detrás del asesinato del líder Efialtes— entró en la Asamblea para hablar acompañado de otros cinco ricos, con el fin de parecer más fuerte, pero que no pudieron quedarse juntos, diseminándose por la Pnix. La Atenas de Pericles tuvo la suerte de no conocer los partidos políticos.

Lo que, naturalmente, existía en las democracias antiguas de modo irremediable eran los grupos sociales antagónicos, que no son lo mismo que los partidos, por cierto...

 

Leer en La Gaceta de la Iberosfera

 

 En los Caracteres, 26, 5, de Teofrasto, vemos al rico oligarca que se queja de que le ha tocado sentarse al lado de un pobre hambriento con mal olor