lunes, 1 de octubre de 2018

El juez Kavanaugh



Hughes
Abc

El primer aniversario del movimiento Metoo está coincidiendo con el proceso de confirmación de la candidatura del juez Brett Kavanaugh a la Corte Suprema. Así de primeras esto parece un asunto remoto, pero tiene su importancia.

Una de las cosas más llamativas de los últimos tiempos fue su comparecencia el jueves. Después de semanas de preguntas e indagaciones tuvo que defenderse de la denuncia pública de la doctora Ford

Ella le acusa de agresión sexual, un episodio que habría sucedido hace más de treinta años, sobre lo que no tiene testigos, apenas memoria y de lo que no se supo nada -porque nada dijo- durante décadas. Kavanaugh había sido investigado media docena de veces por el FBI y tiene un historial excelente y sin tacha, pero bastó un testimonio para que su reputación comenzara a derrumbarse como un castell recién coronado, y con ella su candidatura. Incluso si todo le fuera bien, su desempeño profesional estará ya siempre ensombrecido.

En este punto hay que añadir, aunque seguro que el improbable lector ya lo conoce, que la Corte Suprema, órgano fundamental en la interpretación legal, se decantaría hacia el conservadurismo de prosperar la candidatura de Kavanaugh. Esto afectaría muy probablemente a la manera de entender instituciones como el aborto. El signo de la jurisprudencia se puede ver afectado durante una generación y los demócratas intentan por todos los medios que no prospere la candidatura o retrasarla en lo posible.

Es decir, que hay un enorme trasfondo político que afecta a ese lado soleado de la moralidad humana que son los demócratas o liberals.

Su intervención tenía algo histórico desde el inicio, pero no por la razón anterior, sino por cómo se desarrolló. Era un hombre llorando, furioso por momentos, realizando entre sollozos un alegato vibrante en defensa de su nombre. Detrás de él, formando un friso patético, un grupo de mujeres escuchaba con expresiones consternadas. Ojos llorosos, rictus de dolor cuando no de humillación.
El mundo demócrata-progresista interpretó lo primero como una muestra de rabia del juez. De su indisimulada ira revelada por fin. Lo segundo llegó a difundirse, en claro ejemplo de fake news, como mujeres violentadas por el testimonio del juez, aunque se trataba de su mujer, sus amigas y colegas.

Como ultimo o penúltimo paso antes de su votación, Trump autorizó la investigación del FBI. Se supone que no encontrarán nada que no hayan encontrado ya, pero algunas personas están convencidas de que no será elegido. Javier Solana, por ejemplo, tuiteó sorprendentemente hace unas horas en ese sentido. ¿Qué conoce Solana de los usos sexuales de Kavanaugh a principios de los 80?
Sea o no elegido, su reputación esta ya destrozada para la mitad del país que ha decidido creer inmediatamente y sin más prueba a la doctora Ford.

El instrumento o artefacto sociocultural que ha hecho posible generalizar esa “credulidad” y desacreditar al juez es heredero o secuela del Metoo. Yo sí te creo. La declaración de una mujer basta. La acusación como acto revolucionario y liberador. Así que, un año después, el monstruoso Weinstein está en entredicho y afortunadamente dejará de hacer castings en los hoteles; sabemos cosas de Asia Argento que quizás no hubiéramos querido saber, y ha desaparecido de nuestras vidas la más que pícara mirada de Kevin Spacey. Pero también tiembla el juez Kavanaugh antes de su elección. Es decir, se ve interferido un importante proceso legal.

El proceso de confirmación del juez por una cámara era un lugar perfecto para ver el potencial de algo así. La razón es que no se trata de un proceso judicial. Recuerda a ello, pero no lo es. Existe un proceso, pero no está igualmente sacralizado ni custodiado por sus magistrados. En un juicio, el proceso es en sí mismo el derecho. No puede haber juicio sin el escrupuloso procedimiento. Esto es interesante. En España vimos que incluso el proceso judicial no está libre de las acometidas. En el caso de la Manada, cierto feminismo (es decir, el 98% de la opinión publicada y el 99’9% de la radiada o televisada) sucumbió a la tentación, ante lo sensible del caso, de relajar algunos criterios garantistas. Se hablaba de los presuntos en términos de declarada culpabilidad, se presionaba sobre sus medios de defensa y en algunos inolvidables casos hasta se negaba el derecho a la contradicción. Después de la sentencia, el juez discrepante sufrió ataques y presiones políticas y se generalizó con fortuna la idea de que los magistrados debían ser instruidos en cuestiones de género.

Lo importante estaba en el “yo sí te creo”. Esto se planteaba como una trampa grave o, como se decía antes, saducea. Si uno pone un pero a esa afirmación, se arriesga a parecer un ser insensible a los sufrimientos de la víctima. Pero era razonable , y esto se convirtió en cuestión de días en un clamor para más o menos la mitad de la población, que incluso en el sensible ámbito de la violencia sobre la mujer no bastaba una mera declaración. Sí se admite en un juicio, pero bajo alguna condición que el juez ha de observar.

Este asunto de Kavanaugh nos pone ante la vista doce meses después la distorsión del fenómeno y su pleno aprovechamiento político una vez extendido socialmente. Una mujer plantea una acusación y a esa acusación no se le exige nada más. No se le exigen más pruebas. Su testimonio merece credibilidad absoluta para parte de la población y muchos representantes públicos. “La declaración es la evidencia”, se ha llegado a decir.

La diferencia con un proceso judicial, que este caso remeda sin serlo, es que cuando se acusa ante un juez ha de haber alguna exigencia en cuanto a la naturaleza de la acusación (algo objetivo) o al menos en cuanto a la persona (la ausencia de motivaciones ocultas). El juez todavía ampara el proceso de acusar, ¿pero qué sucede fuera de un juzgado? ¿Qué sucede en un proceso administrativo o politizado o simplemente en la vida pública? Sucede lo que está sucediendo con el juez Kavanaugh. Los demócratas están haciendo uso de un movimiento que en principio debía amparar a mujeres débiles y sin apoyos para convertirlo en un instrumento de destrucción personal al servicio de una estrategia política. La propagación de una sospecha como en el macarthismo.

La celebración del súbito “empoderamiento” por un sector político vemos ahora que no era casual. Los demócratas se han creado una especie de instancia particular en la que pueden hacen encallar o con la que pueden ralentizar cualquier proceso.

El juez Kavanaugh es un hombre hasta cierto punto “weinsteinzable” porque es blanco, bebedor de cerveza, de la Ivy League y católico. Desde el punto de vista de cierto progresismo, es un compendio humano de privilegios y los privilegios han de ser eliminados.

Esto aun está lejos de suceder en España. De hecho, en España el MeToo ha sido muy celebrado pero no ha producido “nada” salvo el impacto político y la promoción laboral de algunas personas. Creo recordar que solo Leticia Dolera denunció que un director le había tocado una teta (en relación con esto, Louie CK -que no es tampoco el ser más citable al respecto- afirmó que una sola teta no puede nunca ser tocada; se tocan las dos). En España no hay Weinsteins o nadie se ha atrevido a denunciarlos. La alianza entre el Heteropatriarcado accionarial y el Feminismo me recuerda a los programas de Hermida: un hombre en el centro rodeado de mujeres. Es una alianza de tipo hermidiano. ¿No está así más protegido el hombre en cuestión?

Nuestro MeToo no ha encontrado más figuras heteropatriarcales que tumbar que guardias civiles, ninis meridionales con una extraña fijación por las gafas de sol o jugadores de equipos de fútbol de tercera división. Es un MeToo sin poderosos. Un MeToo para el poderoso, en realidad. Tenemos que congratularnos de que en España no haya ni un caso importante de abuso sexual de poder. Somos un gran país.

Pero aunque todo aquello parece muy lejano, esto de Kavanaugh (y ya acabo, si es que alguien ha llegado hasta aquí) quizás sí nos incumbe en algo. Por un lado, anticipa una vía de evolución en la izquierda. La virtud vuelve a aparecer como atributo principal, pero de un modo distinto (en el caso del Gobierno Sánchez vemos los efectos de predicar el virtuosismo fiscal).

Pero hay otra cosa. El resultado es que fuera de lo judicial (última protección) se relaja aquello que conocemos como “acusación”. Acusar se convierte en un acto gratuito, aligerado de responsabilidad, no sometido a cuestionamiento ni a controversia, apoyado incondicionalmente, revolucionario y hasta fomentado oficialmente, un poco como cuando los romanos estimulaban la delación. Se crea, en lo público, un ambiente de juicio degradado. Una justicia un poco primitiva. Basta el testimonio de alguien, y no le asiste mucho al acusado.

Esto puede generalizarse perfectamente en nuestra vida. Las redes sociales crean una plataforma pública donde estas cosas pudieran suceden. Qué fácil sería acusar a alguien y destrozar eso que llamábamos honor. Ya ha sucedido. Lo del juez Kavanaugh nos alerta de cuán cerca está de ser usado a todo trapo y con todas las consecuencias por los políticos. Las personas que conmemoren el aniversario del MeToo deben añadir esto a su galería de empoderamientos.