Vicente Llorca
El relato debió de aparecer originalmente en una oscura revista bibliográfica del exilio ruso. (Publicación oscura donde las haya). Años más tarde se recoge en algún otro lugar, como la prestigiosa editorial italiana Adelphi, más accesible. Recientemente lo ha publicado en español Edicions de la Central, en una de esas raras iniciativas para las que la crisis editorial es, de algún modo, una liberación. Porque permite editar lo que te da la gana, independientemente de la audiencia, ese monstruo moderno, que ya se ha marchado antes de que comience la proyección.
En un breve y exquisito relato, el ruso Mijaíl Osorguín, exiliado en París, nos cuenta de las vicisitudes de una librería de escritores en el Moscú de los primeros años de la Revolución. Refugio de las penalidades de algunos raros intelectuales de la época, la librería surge como un empeño colectivo, y destinado al fracaso, de mantener las formas en una época en la que las formas –y la hacienda, y la vida– están destinadas a perecer.
Osorguín nos habla de una rara actividad bibliófila en esos años en los que el Estado todavía no había dado cuenta de la totalidad y al Partido aún se le escapaban algunos flecos.
Para un bibliófilo constituye un relato épico. Agrupados en un gélido local del callejón Leontiev de Moscú, los escritores agrupados en torno a la librería mantienen durante los años del 18 al 22 una insólita actividad. Los compradores asisten, perplejos, a un local en el que todavía es posible adquirir libros sin autorización y “sin pasaporte”. Los vendedores, arruinados, acceden al mismo con las últimas joyas de su biblioteca, que a veces se adquieren al precio del mercado: una libra de harina; un pud de avena; unos sacos de carbón… La actividad bibliófila se mantiene, ante el descuido –o la ignorancia– de las nuevas autoridades en un relato entre lo eufórico y lo patético. Clásicos del XVIII se ofrecen al peso. Grabados del XVII se cambian por el precio de un saco de cereal. Los cinco volúmenes de la historia del arte ruso de Oleg Grabar se cambian por pan negro. Colecciones de documentos de la época de Catalina la Grande son enseñados “por lo que valga el terciopelo del álbum”.
Compradores y vendedores, y conversadores, y ociosos acuden todavía a la librería en una especie de gesto póstumo: el de la bibliofilia, y una erudición, antigua e inútil, que pronto conocerá sus últimos días.
La librería está repleta de historias y personajes. Las autoridades aún no han dado cuenta de ella. Exiliados de todos los frentes la visitan y llevan sus libros, su curiosidad o su indigencia al gélido local. (La librería paga ya un canon a la Unión de Escritores, la incipiente organización oficial en la que el Partido agrupa a esta rara especie. Transformada en 1928 en Asociación Rusa de Escritores Proletarios, y declarada a sí misma como la “vanguardia de la literatura frente a la caduca lírica burguesa”, la Asociación sería autora de impagables declaraciones vanguardistas, como aquella que en 1930 proclamaba: “La única tarea de la literatura soviética es el retrato del Plan Quinquenal y la lucha de clases” ).
Entre las historias que ponían los pelos de punta a los nostálgicos bibliófilos, aquélla en la que Osorguín narra:
“Recuerdo el día en que me propusieron comprar cinco telegas de pequeños volúmenes franceses del XVIII, con ex libris y valiosos grabados. Pedían, por toda la partida, no más de cinco rublos de los tiempos de paz, pero el alquiler de los carros para llevar los libros de la hacienda a Moscú costaba veinte veces más y no tuve otro remedio que rehusar la oferta”.
Y más adelante, añade:
“Más tarde me contaron que los chicos de la aldea usaban los tomos encuadernados en piel para jugar a las tabas”.
La librería soportó requisas, confiscaciones, cierres temporales, expropiaciones y amenazas. En un determinado momento el Partido confisca el local anterior y tienen que trasladarse al mítico Callejón Bolshaia Nikitskaia, a un gélido edificio con los sótanos anegados, en donde todos los antiguos comercios estaban ya cerrados. El callejón abandonado pronto conocerá una perpleja renovación y los compradores –y vendedores– comienzan a desfilar de nuevo.
La librería soportó todas las presiones de aquellos años. Hubo una, última, que no pudo soportar: la de los impuestos. "Fundada en septiembre de 1918, la Librería de Escritores existió hasta 1922, cuando perdió su razón de ser ya que, debido al florecimiento de la NEP (1), los impuestos se volvieron insoportables (2).
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(1) La Nueva Política Económica, instaurada por Lenin en 1922. Autorizaba el comercio privado y las inversiones extranjeras. ( Nota del autor, M. Osorguín)
(2) Al respecto, comenta mi amigo Doroteo, empresario taurino y romántico de pro, que no conoce nada de la NEP. "Si no hacen falta antitaurinos, ni ecologistas, ni catalanes. Si con la Seguridad Social y los concejales y el Colegio de Arquitectos ya tenemos bastante".