En algunos momentos de la historia reciente, esta formulación del fútbol en dicotomías ideológicas se ha hecho en El País de una forma grosera, explícita y hasta chabacana. Había editoriales en contra del supuesto equipo del gobierno, ridiculizando cualquier movimiento de su entrenador o su presidente que no contara con el plácet de la prensa. Había un columnista (Martín Girard) cuya única función era el agravio constante al famoso entrenador que vino a España para conculcar la belleza y la sabiduría del toque. Había escritores apostados en cualquier esquina disparando con munición caducada (y sin embargo efectiva, que a la columna va uno a rezar con su confesor habitual) contra el club de la meseta central y su cohorte de aristócratas predemocráticos. Y estaba el otro lado, el oasis catalán, con más valores de los que un hombre puede soportar sin echarse a llorar, y concentrado de las esencias de la otra España. La que nunca hemos acabado de conocer: plural, tolerante, llena de arte -pero no presuntuosa-, ganadora sin quererlo y arreglá pero informal. Era la resaca del Mundial, y el Barça-Selecció se convirtió en la única línea editorial posible contra la crisis. Mou era el pistolero que venía a acabar con todo lo santo. Tenía la apostura del malvado y trabajaba en las oficinas del último edificio del Antiguo Régimen. El Real Madrid. ¡Bang!
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