Hughes
El desastre bancario y la anemia del crédito han empezado a influir en la acción corriente de pagar cualquier cosa. Hubo un tiempo en que pagar con dinero era de mala educación. En ciertos sectores, sacar un billete para pagar era casi una ofensa antropológica. El dinero era algo marbellí. Sólo gente como Jesús Gil sacaba los billetes haciendo ostentación del fajo, del taco, que dicen en el sur, que además se parecía un poco al ladrillo. El dinero cogía en esos fajos la consistencia originaria del ladrillo, pues ladrillo-fajo- lingote, era la alquimia de entonces.
Ahora, sin embargo, pagar supone una enorme desconfianza. Una compraventa empieza a parecerse al pago de un rescate en el que lo vendido hiciera de rehén. El vendedor alarga con una mano la mercancía mientras, en perfecta simultaneidad, con la otra recibe el dinero que el comprador le acerca muy lentamente. Mientras, uno y otro se miran, midiéndose como pistoleros en un duelo.
La desconfianza en el pago era antes cosa de los taxistas, que al ir a pagar siempre giran el cuello para echarnos la mirada de reojo o el vistazo múltiple desde su juego de espejos. Es el gremio al que se paga de modo más extraño, el que tiene una relación física más tortuosa con el dinero, pues lo recibe siempre de reojo. Pero además de ese reojo intimidatorio, para recibir los euros se ven obligados a un dificilísimo escorzo con el brazo. Ese escorzo, desarrollado durante una vida, origina sin duda una predisposición tortuosa hacia el dinero en metálico. Hay algo propio de esa acción de cobro que es un prodigio: el giro del brazo. El taxista recibe el dinero y ofrece el cambio con su mano desde su posición delantera a partir de un giro inverso del brazo. El taxista se contorsiona para cobrar. Esa articulación milagrosa del brazo -prueben a realizarla- se podría describir como hacer el egipcio a la vez que el gesto del ¡a jugar! que hacía el difunto Joaquín Prats. Ese gesto convierte el brazo del taxista en un brazo articulado como de deidad hindú.
El taxista nunca recibe el dinero en su mano de un modo normal, poniendo la mano en cuenco, sino que sí, la pone en cuenco, pero del revés, dando la vuelta al antebrazo y sacando al codo.
Si a un taxista le va mal en la vida y acaba pidiendo limosna sabremos que es taxista porque pedirá el céntimo caritativo con ese gesto del brazo invertido.
Todo cobro, así, es reojo y contorsión. Imaginemos eso durante una vida. Pues bien, hacia eso vamos, hacia el reojo y la complicación tortuosa de pagar.
En cada relación comercial mediaba antes la acción financiadora del banco. El banco difería el pago y lo elegantizaba con urbanidad. Pagar era algo blanco y demorado. El sistema financiero fue facilitador de las relaciones humanas, que perdieron toda fricción por la elipsis del crédito.
Los bancos, con su alegre chorro crediticio, convirtieron la compra en un acto elegante, social y desmonetarizado que echamos de menos, pues toda transacción supone el retorno a un cierto salvajismo.
En La Gaceta