jueves, 15 de abril de 2010

MORANTE Y LA CABRITA BLANCA DE MONSIEUR SEGUIN




LA CABRA DE MONSIEUR SEGUÍN

de Alphonse Daudet
(Traducción de J. Andres Luaces Marcado)


A monsieur Pierre Gringoire, poeta lírico de París


¡Nunca cambiarás, mi pobre Gringoire!
¡Pero, cómo, te ofrecen un trabajo de cronista en un afamado periódico de París, y tienes la desfachatez de rechazarlo... Pero mírate, desgraciado muchacho! Mira ese traje raído, ese calzado en retirada, ese rostro demacrado que clama hambre. ¡He aquí, sin embargo, adonde te ha conducido tu pasión por las bonitas rimas! He aquí para qué te han servido los diez años de leales servicios en las páginas de sire Apolo... ¿Pero es que al fin no sientes vergüenza?
¡Hazte ya cronista, imbécil! ¡Hazte ya cronista! Ganarás bonitas monedas a la rosa. Te pondrán los cubiertos en casa de Brebant, y podrás lucirte los días de estreno con una pluma nueva en el birrete.
¿No, no quieres?... Pretendes permanecer libre hasta el final... Pues muy bien, escucha la historia de la cabra de monsieur Seguin. Ya te darás cuenta de lo que ocurre cuando se quiere vivir en libertad.
Monsieur Seguin nunca había tenido suerte con sus cabras.
Las perdía todas de la misma manera. Un buen día rompían sus cuerdas, y tiraban hacia el monte, y allí arriba el lobo se las comía. Ni las caricias de su amo, ni el miedo al lobo, nada las detenía. Al parecer eran cabras independientes, que deseaban por encima de todo el aire puro y la libertad.
El bueno de monsieur Seguin, que no llegaba a entender el carácter de sus animales, estaba consternado, y decía:

-Se acabó; las cabras se aburren en mi casa, no guardaré a ninguna.

Sin embargo, no llegó a desanimarse y, después de haber perdido seis cabras de la misma manera, llegó a comprar una séptima; pero esta vez, se cuidó de escogerla jovencita, para que así se acostumbrara mejor a quedarse en su casa.
¡Ah, Gringoire, qué bonita era la cabrita de monsieur Seguin! Qué bonita era con sus dulces ojos, su barbita de sub-oficial, sus pezuñas negras y relucientes, sus cuernos anillados y su larga melena blanca que le hacía de sobrepelliz. Era casi tan encantadora como el cabrito de Esmeralda. ¿Te acuerdas, Gringoire? Y además era dócil, dejándose acariciar y ordeñar, sin poner la pata en la escudilla. Un encanto de cabrita...

Monsieur Seguin tenía detrás de su casa un prado rodeado de un seto. Ahí colocó a la nueva pensionista. La ató a una estaca, en el mejor sitio, teniendo cuidado de dejarle mucha cuerda, y de vez en cuando, venía a comprobar si se encontraba bien. La cabra se hallaba muy a gusto y pacía la hierba con tanto gusto que monsieur Seguin era feliz.

-Por fin -decía el pobre hombre-, ¡aquí hay una que por lo menos no se aburrirá en mi casa!

Monsieur Seguin se equivocaba, su cabra se aburrió.




Un día, al mirar la montaña, se dijo:

- ¡Qué bien se tiene que estar ahí arriba. Qué alegría de poder retozar en los helechos, sin esta maldita soga que te araña el cuello!... ¡Eso está bien para el burro o el buey, lo de pacer en un prado!... Las cabras necesitan más espacio.

Desde ese momento, la hierba del prado le pareció sosa. Se apoderó de ella el aburrimiento. Adelgazó, su leche se hizo rara. Daba pena verla el día entero tirar de su cuerda, la cabeza dirigida hacia el monte, la nariz abierta, gimiendo tristemente. ¡Meee!...
Monsieur Seguin se daba bien cuenta de que a su cabra le pasaba algo, pero no sabía lo que era...Una mañana al acabar de ordeñarla, la cabra se volvió y le dijo en su jerga:

-Oigame, monsieur Seguin, languidezco aquí, dejeme tirar hacia el monte.

-¡Ah, Dios mío... ella también! -exclamó asombrado monsieur Seguin, dejando caer la escudilla por el susto.

Lluego, sentándose en la hierba al lado de la cabra:

-¿Cómo puede ser, Blanquette? ¿Quieres dejarme?

Y Blanquette contestó:

-Sí, monsieur Seguin.

-¿Es que te falta hierba aquí?

-¡Oh! ¡No! Monsieur Seguin.

-Será porque estas atada demasiado corto. ¿Acaso quieres que te alargue la cuerda?

-No vale la pena, monsieur Seguin.

-Luego, ¿qué te hace falta? ¿Qué es lo que quieres?

-Quiero tirar hacia el monte, monsieur Seguin.

-Pero, desgraciada, ¿es que no sabes que está el lobo en el monte?... ¿Qué harás cuando te lo encuentres?...

-Le daré con los cuernos, monsieur Seguin.

-El lobo se burla bien de tus cuernos. Me ha comido cabras con muchos mejores cuernos que los tuyos... ¿Es que no te acuerdas de la pobre Renaude que estaba aquí el año pasado? Una señora cabra, fuerte y maliciosa como un carnero. Se peleó con el lobo toda la noche... pero, por la mañana el lobo se la comió. -¡Carajo, pobre Renaude!... me da igual, monsieur Seguin, déjeme ir al monte.

-¡Bondad divina!... -exclamó monsieur Seguin-. ¿Pero qué es lo que le hacen a mis cabras? Una más que el lobo va a comerme... Pues bien, no me da la gana... ¡te salvaré aunque tú no lo quieras, granuja! Y porque temo de que rompas la cuerda, te encerraré en el establo, y ahí te quedarás siempre.

Después de eso, M. Seguin se llevó la cabra en un establo todo oscuro, y cerró la puerta con dos vueltas de llave. Desgraciadamente, se había olvidado de la ventana y apenas se dio la vuelta, la cabrita se fue...

¿Te ríes, Gringoire? ¡Claro! Ya lo sé; tú estás del lado de las cabras; tú, en contra del bueno de monsieur Seguin... Pero vamos a ver si vas a reírte dentro de un rato.
Cuando la cabrita blanca llegó al monte, todo fue un encanto general. Nunca los viejos abetos habían vista nada tan bonito. Fue acogida como una pequeña reina. Los castaños se inclinaban a tierra para acariciarla con la punta de sus ramas. Las flores doradas se abrían a su paso, y aromaban todo lo que podían. Todo el monte estaba de fiesta.
Ya te imaginas, Gringoire, ¡lo contenta que estaba nuestra cabra! Había desaparecido la cuerda, la estaca... nada que le impidiera corretear, de pacer a su antojo... Ahí sí que había hierba, ¡hasta por encima de los cuernos, querido!... ¡y qué hierba! Sabrosa, fina, parecía encaje, y compuesta de mil plantas... Qué diferencia con el césped del prado. ¡Y luego las flores!... Hermosas campánulas azules, digitales purpúreas de grandes cálices. ¡Toda una selva de flores salvajes rebosantes de sabrosos jugos!...
La cabrita blanca, medio borracha, se revolcaba ahí patas arriba rodando por los taludes, mezclada con las hojas muertas y las castañas... y luego se enderezaba de golpe sobre sus patas. ¡Hop!, arrancaba, la cabeza para alante, campo a través, ahora encima de una loma, ahora en el fondo de un barranco, arriba, abajo... parecía que había diez cabras de monsieur Seguin en el monte.

Es que Blanquette no le tenía miedo a nadie. Atravesaba de un salto grandes torrenteras que le salpicaban al pasar con vapores de agua fresca y de espuma. Luego, toda empapada, iba a echarse encima de una roca plana para secarse al sol... Una vez, al acercarse al borde de una meseta, una flor de cintia entre los dientes, divisó abajo, abajo del todo en el llano, la casa de monsieur Seguin, con su prado en la parte trasera. Eso le hizo reír hasta llorar.



-¡Qué pequeñito -dijo-. ¿Cómo habré podido caber ahí?

¡Pobretica!, es que al verse a tanta altura, creía que era por lo menos tan grande como el mundo... En resumidas cuentas, todo eso fue una magnífica jornada para la cabra de monsieur Seguin. Hacia el mediodía, al correr de derechas a izquierdas, se tropezó con un rebaño de gamuzas que estaban comiéndose a bocados una lambrusca. Nuestra pequeña andariega con su tocado blanco causó sensación. Se le dio el mejor sitio en la lambrusca, y todos esos señores fueron muy galantes... Se dice también -eso tiene que quedar entre nosotros, Gringoire- que un joven gamuzo de negro pelaje tuvo la suerte de gustarle a Blanquette. Los dos enamorados se perdieron en el bosque una o dos horas, y si quieres saber más, pregúntaselo a los arroyos chismosos que corren invisibles entre el musgo.

De pronto el viento se hizo más fresco. La montaña se volvió violácea. Era la tarde...

-¡Tan pronto ya! -dijo la cabrita. Y se detuvo asombrada.

Abajo los campos estaban bañados en la bruma. El prado de M. Seguin desaparecía en la niebla, y de la casita sólo se veía el tejado con un poco de humo. Escuchó las campanitas de un rebaño que se volvía, y le entró tristeza en el alma... Un búho que volvía la rozó con sus alas al pasar. Se sobresaltó... luego se oyó un ulular en el monte:

-¡Huuuuuu! ¡Houuuuu!

Se acordó del lobo; en todo el día la locuela no se había acordado... En ese preciso momento se oyó el sonido de un cuerno que venía del fondo del valle. Era el bueno de M. Seguin que intentaba un último esfuerzo.

-¡Huuuu! ¡Huuuuu!.... -hacía el lobo.

-¡Vuelve! ¡Vuelve!... -clamaba el cuerno.

Blanquette tuvo ganas de volver; pero al acordarse de la estaca, la cuerda, la valla del prado, pensó que ahora ya no podía volver a llevar esa vida, y que era mejor no retornar.

El cuerno dejó de sonar... La cabra oyó detrás de ella un ruido de hojarasca. Se volvió y vio en la sombra dos orejas cortas, completamente erguidas, y dos ojos que relucían... Era el lobo.

Enorme, inmóvil, sentado en su trasero, estaba ahí observando a la cabrita blanca y saboreándola anticipadamente. Como sabía que se la comería, el lobo no tenía ninguna prisa; sólo cuando ella se volvió, se echó a reír maliciosamente.

-¡Ja! ¡ja! ¡ja! ¡La cabrita de M. Seguin!

Y se relamió el hocico con su lengua roja.

Blanquette se sintió perdida... Por un momento, al acordarse la historia de la vieja Renaude, que combatió toda la noche para ser devorada por la mañana, pensó que quizás valía mejor dejarse comer en seguida; pero luego se rehízo, se puso a la defensiva, la cabeza agachada y los cuernos para alante, como una valiente cabra de M. Seguin que era... No esperaba matar al lobo. Las cabras no matan a los lobos. Sólo quería ver si podía resistir tanto tiempo como la Renaude...

Entonces, el monstruo se acercó, y los cuernecitos entraron en danza.
¡Ah, la valiente cabrita, con qué buena gana combatía! Más de diez veces, y no miento, Gringoire, obligó al lobo a retroceder para recuperar el aliento. En esas treguas de un minuto, la golosa cogía rapidamente una brizna de su querida hierba; luego volvía al combate con la boca llena... Esto duró toda la noche. De vez en cuando, la cabra de M. Seguin miraba las estrellas bailar en el cielo, diciéndose:

-¡Oh! A ver si puedo aguantar hasta el alba...

Una detrás de otra, las estrellas se apagaron. Blanquette redobló las cornadas, el lobo las dentelladas... Una luz pálida apareció en el horizonte ... El canto ronco de un gallo subió desde una granja.

-¡Por fin! -dijo el pobre animal, que sólo esperaba el día para morir; y se echó por el suelo en su bella pelliz blanca toda manchada de sangre...

Entonces el lobo se abalanzó sobre la cabrita y se la comió.

¡Adiós, Gringoire!
La historia que te he relatado no es un cuento inventado por mí. Si algún día pasas por la Provenza, nuestros pastores te hablarán a menudo de la cabra de moussu Seguin, que se battégue touto la neui emé lou loup, e piei lou matin lou loup la mangé.
Me has oído bien, Gringoire:
E piei lou matin lou loup la mangé