jueves, 11 de diciembre de 2025

Buenos tratos



Wenceslao Fernández Flórez


Ignacio Ruiz Quintano

Abc


Si lo han de secuestrar a uno, que sea la policía política de este régimen de progreso que nos hemos dado. Ahí es nada, el trato que le dan a uno. ¿Que qué trato es ése? Pues según un abogado del Estado, el trato es “exquisito”. Pero la cosa, ahora, consiste en saber qué entiende por “exquisito” un abogado del Estado, pues el Estado es un ente que se atiborra de abogados. Abogados, más abogados, siempre abogados. Emplea un millón y produce cuatro millones. Más abogados, más abogados... Después llora como un cocodrilo sobre el paro de los universitarios, y los periódicos publican reportajes con la fotografía del abogado que es guardia municipal. Y esto no es de hoy, que esto lo escribía hace setenta años Fernández Flórez, para quien los abogados de la política eran nuestros parásitos: “Nos producen fiebre y se nutren de nuestro jugo, reclamando el mayor de los respetos en nombre del horror que sienten contra la sencillez... El papeleo y los distingos los enloquecen. Son como la gata recién casada de la fábula, que ve pasar a un ratón.” ¿Se puede ser más cursi que ese abogado del Estado que niega el delito de “detención ilegal” sobre la base del trato “exquisito” recibido por dos detenidos acusados de agredir a un ministro que nunca fue agredido? Si seguimos el hilo lógico de este abogado del Estado, detención ilegal sería, si acaso, lo de Lasa y Zabala, porque les dieron matarile, pero de ningún modo lo de Segundo Marey, que fue agasajado con fabada. En bote, pero fabada, al fin y al cabo. ¿No es “exquisito” ofrecer fabada a un hambriento? El adjetivo “exquisito” es encomiástico en castellano –como el francés “exquis”–, pero en portugués, la otra lengua imperial –un castellano deshuesado, decía Unamuno–, es peyorativo. Harían bien los físicos relativistas de Jueces para la Democracia, o como se diga eso, en aclarar estos extremos. Pensemos, por ejemplo, en ese juez ministro, o juez y guardia, que, además de aficionado a la física relativista –la ciencia, en España, siempre ha sido cosa de aficionados–, se mira al andar en el espejo y ve pasar a un metrosexual. Como la gata recién casada de la fábula.