Ignacio Ruiz Quintano
Si no hemos entendido mal la propaganda, la idea de la Academia es hacer con la lengua lo que a nadie se le había ocurrido: dinero. Ya lo anunció este verano su director en una revista cultural: «Sabemos sacarle brillo a la peseta.» Pero que nadie crea, con esto, haber sorprendido en su covacha al hebreo de corva nariz que manipula sus maleficios sobre nuestra moneda, la cual, por otra parte, tiene sus días contados. No más supersticiones. Ni más complejos. Lo dice el secretario general del comité organizador del Congreso de la Lengua: «La mezcla de lengua, arte y negocio no es indecorosa.» Y todos asentimos: «Para nada, para nada.» Animado, el secretario general, etcétera, remacha: «¡Vamos a romper el tabú!» Y, seguramente, lo romperán, al modo, además, con que los mahometanos exaltados rompen todos los días un muñeco.
En nombre del sentido común, ¿qué justificación puede haber para la proliferación en este pequeño planeta de un número estimado en veinte mil lenguas diferentes? La interrogante de Steiner, que considera probable que la sexualidad y el habla se hayan desarrollado tejiéndose íntima y recíprocamente, sólo puede despejarse sacando la lengua a la plaza del mercado, que es el método de producción económica más eficaz que se conoce: sustituyamos la noción de valor por la de precio, y nuestra lengua subirá y bajará como las acciones bursátiles.
«¿Qué dineros, qué inversiones, qué presupuestos mueve el español?» Esto es lo que se han propuesto averiguar en Valladolid los académicos, que, como el resto de los españoles, según la aguda observación de Fernández Flórez, son grandes buscadores, infatigables buscadores, aunque de gangas, de influencias, de protecciones, de facilidades. Nuestra innata propensión al sondeo se resume en una frase-sésamo: «Hay que buscar dinero, aunque sea en el centro de la tierra.»
Para el español, el centro de la tierra es el Estado. «Mis viajes son verdaderos viajes de Estado», tiene dicho el director de la Academia, gris el pelo y grises las palabras, pero con esa función preciosa de segregar sobre cualquier cuestión de «capasanta» o padre ecónomo la sugestión de cierto patriarcalismo. En este caso, el sometimiento de la lengua a la suprema taumaturgia de los números. Como en el siglo pasado lo representó el sol, la lengua representa en este siglo nuestro tesoro —«nuestro petróleo», en palabras de otro académico—, y, siendo así, tampoco es cosa de meterla en un calcetín o debajo de un ladrillo. Nuestra lengua no puede revelarse cobarde, como ha sido la tradición de nuestro dinero. Cada hablante debe convertirse en un agiotista. Bien empleada, la lengua ha de proporcionamos lo bastante para, por una vez en la vida, tener cubiertos los gastos del mes sin contar tristes historias a los amigos. ¿Cómo? «El ejemplo es Inglaterra», contestó, en su momento, nuestra ministra de Cultura. Pero, si es cierto que cada lengua engendra y articula una visión del mundo, ¿qué tiene que ver nuestra visión del mundo con la de los ingleses? Los ingleses, de entrada, «ignoran» la cultura. Como aclaró lord Goodman, cuando presidía el Arts Council: «Los ingleses están libres de cualquier cultura: ésa es una de sus más preciosas libertades.» Un inglés que aspire a vivir de la cultura, tiene que hacerse hispanista. Así se explica la impotencia de Chesterton: «¿Cómo vamos a encontrar ocho cortas palabras inglesas que equivalgan a “Sumit imus, sumunt mille; quantum isti tantum ille”? ¿Cómo se las entenderá uno para traducir el verdadero sonido del “Pange lingua”, cuando la primera sílaba deja un retintín semejante al encuentro de címbalos?»
En Inglaterra la lengua la garantizan los hablantes, que no garantizan más prosa que la de Shakespeare, mientras que en España la lengua la garantizan los académicos, cuya prosa, la única que cuenta con la garantía del Estado, es la que saldrá a la venta. Desde luego, en Andalucía y en las Castillas hay un mercado, como ha sabido verlo nuestro ministro de Exteriores, con su sutil, certero y agudo sentido del comercio: «El mejor español, quitando el acento, es el que se habla en Cataluña.» ¿A quién importa hoy un acento? Telefónica está sin acento, y paga la mitad del Congreso de la Lengua.
El Don Concha de Umbral, director de la Academia:
"Sabemos sacarle brillo a la peseta"
«¿Qué dineros, qué inversiones, qué presupuestos mueve el español?» Esto es lo que se han propuesto averiguar en Valladolid los académicos, que, como el resto de los españoles, según la aguda observación de Fernández Flórez, son grandes buscadores, infatigables buscadores, aunque de gangas, de influencias, de protecciones, de facilidades