Ignacio Ruiz Quintano
Abc
El paulismo es un ismo de sangre caliente. Pablo, fariseo apasionado, lo era: «En efecto, habéis oído mi conducta de otro tiempo en el judaismo, cómo con exceso perseguía a la iglesia de Dios y la devastaba...»
La explicación más aceptada fue la de la reverberación del sol sobre la arena. Para el psicoanálisis, sin embargo, el sentimiento de culpa sigue siendo un misterio —el más problemático de nuestra evolución cultural—, y se expresa por una necesidad inconsciente de castigo. Los judíos trataban de satisfacerla imponiéndose privaciones y penitencias, pero a Freud lo admiraba más la actitud del hombre primitivo, que, con mejor sentido, si le sucedía una desgracia, no se echaba la culpa, sino que culpaba al fetiche, que, obviamente, no había cumplido con su cometido, y lo molía a golpes, en vez de castigarse a sí mismo.
El reconocimiento de este inteligente proceder debe de ser lo que ha animado a los gestores de la Unesco a inscribir, al fin, el yacimiento de Atapuerca en el registro inmobiliario del Patrimonio de la Humanidad. La Humanidad, según todos, vive de la inteligencia, y lo que quiere la inteligencia, según Paul Valéry, es no trabajar. Por eso el mundo moderno vive igual de obsesionado que el mundo antiguo con la esclavitud, es decir, con la fúnebre perspectiva de morirse de hambre. Un revés de la fortuna y, «¡voila!», la esclavitud. Puesto que normalmente todos venimos al mundo con dos manos y una cabeza, lo normal es ser esclavizado por la cabeza o por las manos. Como intelectual, a las órdenes de políticos filisteos que obligan a escribir cosas sin sentido, o como obrero, a las órdenes de rústicos capataces que obligan a varear la aceituna.
A Camba le resultaba un poco extraño que la gente suponga que el intelectual, por el hecho de ser llamado intelectual, tenga más inteligencia que los demás, y no suponga, en cambio, que el obrero manual tenga más manos, pero así es la gente, y no la vamos a cambiar. El intelectual, en fin, tiene la importancia que la gente esté dispuesta a concederle. Los americanos lo llaman «egghead» y «highbrow», lo que significa que no le conceden mucha. Pero los europeos lo cuidan como las hormigas al pulgón, deleitándose con sus secreciones azucaradas.
«¡El intelectual europeo! ¡Qué maravillosa figura! —exclamaba Tom Wolfe en los setenta, mirando de reojo a Revel—. Un cínico brillante, deslumbrador en verdad, firme como una de aquellas esculturas Art Déco de bronce y oro que esculpía Gustave Miklos entre los escombros humeantes de Europa después de la Gran Guerra.» Después de todo, ¿no era la violencia «la partera de la historia»? Con esa idea, al menos, habían clavado en la plaza del lugar común la estaca destinada a influir en los destinos de la tribu, y luego corrían a «presentar la cuenta» de lo escrito. ¿Cómo atreverse a pasar ante el tótem con las manos en los bolsillos sin que los salvajes creyeran que se había agraviado a la divinidad? Nadie sabe cómo, pero el caso es que un día el poste totémico apareció hecho astillas, y los intelectuales, descolocados, cambiaron el cuento de la buena pipa por una fumada de la pipa de la paz.
Teniendo en cuenta la necesidad inconsciente de castigo, podían haberse impuesto una penitencia, pero se conoce que el inconsciente del hombre intelectual, como el inconsciente del hombre primitivo, no es tan inconsciente como parece a primera vista, y prefirieron que cobrara el fetiche. La teoría del hombre primitivo que sacude al fetiche cuando sobrevienen desgracias encaja como un guante en nuestra idiosincrasia de la responsabilidad política. ¿Qué vamos a hacer, si tenemos la sangre caliente y el sol reverbera sobre la arena? La vida nacional está permanentemente alterada por este paulismo intelectual. El paulismo es el ismo de los que se suben a un caballo, se caen del caballo y descubren, al levantarse, lo seguro que se va a pie. «No hay nada como ir a pie.» «Ya lo creo, señor.» «Es que no basta con creerlo. Hay que manifestarse.» «Mire, señor, yo soy jeffersoniano de toda la vida. Jefferson caminaba seis millas al día y lamentaba la existencia de los caballos.» «¡Sería un tibio, ese Jefferson!» «Era un americano.» «No me diga más. ¡Un fascista liberal!» «No. Un demócrata de a pie.» «¿Acudía a las manifestaciones?»
San Pablo,Velázquez
La teoría del hombre primitivo que sacude al fetiche cuando sobrevienen
desgracias encaja como un guante en nuestra idiosincrasia de la
responsabilidad política.