Francisco Javier Gómez Izquierdo
La Copa del Rey es un enfermo al que ya nadie hace caso y al que se deja morir con disimulo como a un exdrogadicto malhablado que duerme dos portales mas allá del mío y al que su madre no ha tenido más remedio que echar de casa con los papeles de un juez. La Copa del Rey es para el equipo modesto como la lotería de Navidad y así como los pobres soñamos con el gordo mirando una papeletilla con cuatro euros en el número de la Cofradía de la Merced, más un euro para pagar el manto del paso, el presidente del Guadalajara sueña con el Madrid y el del Huesca con el Barcelona para tapar los desconchones de sus economías.
Para Madrid y Barcelona, la Copa ya se ha convertido en un marronazo de campeonato. Jugarla es arriesgarse a un ridículo insospechado e intempestivo y ganarla una obligación. La peor ocurrencia que podía albergar la sesera de los que mandan en el fútbol es anticipar los cruces desde dieciseisavos, y así como cuando el niño descubre que los Reyes son los padres, los entrenadores del montón juegan las eliminatorias con futbolistas que no importa que se lesionen y sin enfadarse si caen eliminados porque al Barça y el Madrid solo los verán en la final... en campo neutral. ¿Qué ilusión podemos tener cordobeses o granadinos, si sabemos que no nos van a traer la bicicleta porque el Barça y el Madrid van por el otro “lado del cuadro”, como dicen en el tenis?
El mejor modo de revitalizar la Copa es el partido único en el campo del equipo de inferior categoría o en casa del peor clasificado de su misma liga. Repartir la taquilla y aplaudir las heroicidades de los Novelda, Alcorcón y Toledo, porque aunque pueda parecer injusto a los equipos de primera ¿Acaso les es rentable el actual modelo? ¿Por qué no apostamos por una competición que no se parezca a la Liga y podamos vivir la extraordinaria experiencia del partido único donde sólo cabe vencer o morir? ¿Por qué no se da una oportunidad del menesteroso?
En estas disquisiciones pasamos la noche burgalesa en las gradas de El Arcángel porque el Córdoba-Granada no lo vimos. Escuchamos que Caparrós y Djukic sacaban a sus chicos reservas. Intuimos un salto de un rumanito del B llamado Florin, que cabeceó un balón fantasma para el 1-0. Luego se dijo que falló el portero Oier. En el 1-1, vimos al linier de nuestra preferencia levantar la bandera, pero como el árbitro Álvarez Izquierdo se perdió en la niebla, concedió el gol de Mainz, sin que ni siquiera la TV pudiera localizar a los futbolistas que intervinieron en el lance. En fin... que el partido fue un timo que nunca debió autorizarse, pero como la Copa es una actividad casi clandestina y no el homenaje que merece el aficionado de los equipos modestos, los escasos cordobesistas que padecimos el engaño nos pareció a propósito que la niebla diera el aire tenebroso y gangsteril que requería la ocasión.