miércoles, 26 de enero de 2011

Madrid-Fusión


José Ramón Márquez

Antes, cuando en las casas cocinaban las madres, las abuelas o esa señora que lleva con nosotros toda la vida, las personas tenían bastante más claros que ahora los conceptos de lo que es la comida bien fundamentada. A través de aquéllas se aprendían los sabores esenciales. Lo que es un guiso, cómo sabe un potaje, las patatas guisadas, los fritos, las croquetas, las empanadillas, qué se yo. A medida que todo aquel entramado se nos fue y desaparecieron prácticamente -y a fe que vive sus últimos coletazos- los guisos al amor de la lumbre, las gentes se acostumbraron a almorzar fuera y a solucionar su cena con una ensalada, algo de queso y un poco de embutido, cosas que no ensucian la cocina y ‘sirven para mantener la línea, que nosotros somos de poco comer’.

El resultado de aquella pérdida se sustancia en tres grandes líneas: por una parte la ignorancia sobre los sabores esenciales, que son la base del gusto, pues ya hay generaciones que han perdido el ‘fondo de armario’ de los sabores, pues nunca lo han conocido; por otra la sustitución de los modos clásicos por novedades e invenciones, como corresponde a una sociedad tan snob como la que vivimos; y en tercer lugar estaría esta moderna consideración que pone a los alimentos casi en el mismo plano que los medicamentos, que si el fósforo, que si el potasio, que si la fibra.

Con estos mimbres, con la ayuda de la televisión y de la perniciosa crítica gastronómica –decimos de los de los toros, pero los de la gastronomía son para echarles de comer aparte- y a través de la fatal influencia de las escuelas de cocina –tan dañinas como las escuelas taurinas-, se ha llegado a la situación que hoy tenemos, de la que este circo llamado Madrid Fusión, escaparate de vanidades que tan poquísimo tiene que ver con la gastronomía, es sólo la punta del iceberg.

Porque el hecho de que aparezca un Arzak (por cierto, que todavía me duelen las muelas de la becada fósil que nos echó al plato el tío en su casa madre del Alto de Miracruz) o un Adriá debería ser irrelevante, si hubiese una auténtica cultura del gusto; allá ellos y sus conciencias, diríamos, pues en ese caso su existencia debería ser algo socialmente irrelevante salvo para los que poseen tarjetas de crédito de empresa, los revistosos del puchero gastronómico y los gourmets que planifican sus viajes mirando las estrellas (Michelín).

Lo sano sería que las ingeniosidades y paridas de estos cocineros ‘galácticos’ no tuviesen influencia alguna para la gente común. Sin embargo, esos cocineros con sus gracietas y con sus invenciones lo que han hecho ha sido sembrar una pésima semilla que, burla burlando, te lleva a que en Béjar te ofrezcan en un bar de la plaza un mi-cuit de foie con reducción de Pedro Ximénez, en vez de un plato de torreznos que es lo que pide el cuerpo y el tempero, y luego llegará el buey de Kobe a echar a coces a la morucha salmantina y las gónadas de pez globo a las criadillas.