jueves, 1 de mayo de 2025

Pepín Bello



Ignacio Ruiz Quintano

Abc Cultural


Camino de los 103 años, a don José Bello, coqueto como un tenor, ya no le hace gracia que le digan Pepín, y menos en ese tono popeyesco con que un ministro de Justicia, el canario López Aguilar, lo abordó con su cháchara de sacamuelas en la Residencia de Estudiantes:


Oiga, usted, don Pepín. ¿Por qué va por ahí diciendo que Lorca no era de izquierdas?


¡Qué tropa!


Por eso don José de estar solo no se cansa nunca. Lejos de las molestias del trato social y sin otra ley que la de la pereza cósmica, que obedecen todos los cuerpos del universo. Y si hay que escribir, que sean, no “sonetos cortitos”, como los que la locutora Nieves Herrero pedía en TV al bardo de Brazatortas, sino anáglifos, todavía más menudos, y por el medio, la gallina: “El té, / el té, / la gallina / y el Teotocópuli.”


Pero la soledad de don José Bello no es ese enorme y amarillo llano donde no sale el día ni llega la noche. Es la soledad que en el bellísimo sentido del verso de Gil Vicente –“¡Soledad tengo de ti!”– la empleó nuestro siglo XV. Pemán tiene explicado cómo esa “soledad” es un portuguesismo que pugnó por introducirse en el castellano, una versión de la palabra “saudades”, sobre cuya equivalencia española discutieron Menéndez Pelayo y Valera, sin hallarle satisfacción.


Es algo como el “regret” francés o como la “anyoranza” catalana, pero la “saudades” portuguesa tiene un dejo más complicado y melancólico de nostalgia y de ausencia. Su única versión posible era una palabra a la que se le diera todo ese significado intraducible, que fue lo que se intentó en el siglo de Gil Vicente con la palabra “soledad”. Y de la época en que esta palabra tuvo este significado vino el bautizar con el nombre de “soleares” a una copla andaluza.


Complicado y melancólico dejo de nostalgia y ausencia que Ruano resumió en que Dios elige bien: “Van desapareciendo los mejores, y se va quedando uno solo como en una selva en la que no dan sombra los árboles...”


De estar solo no me canso nunca.


En un tiempo en que ya no se cree en nada, ni siquiera en los buenos modales, don José recibe en zapatos y rebeca. Lo convidan a huesos de santo (esas cosas de epígono del surrealismo que tiene Olano, su vecino y asistente) y él convida a cerveza. Se celebra la fiesta de la memoria. Preside la colación un hermoso San Francisco, el mendigo que evitó que toda la cristiandad llegara a su fin bajo la doble presión destructiva del islam desde el exterior y las herejías pesimistas desde el interior. Un hombre, concluye Chesterton, que no quiso separar las ramas del bosque.