Agradezco la generosa hospitalidad de este blog que me permite aportar mis granitos de arena a la celebración taurina isidril. Propondré, estos días, unos extractos de un amplio, y me gustaría creer que serio, ensayo titulado Los Toros entre la Reverencia y la Ansiedad. Importa el subtítulo: (Un singular acceso a la anomalía humana). Debería ver la luz editorial el año que viene, si el tiempo no lo impide y la maestrante Fundación de Estudios Taurinos no se arrepiente. (Jean Juan Palette Cazajús)
El surgimiento del «Aura»
Jean Juan Palette Cazajús
Las fases del sacrificio, tales como quedan representadas en la cerámica griega, pertenecen al tiempo espacializado y descriptivo, ese tiempo aritmético que se mide absurdamente como medimos las distancias. Pero el momento sagrado, el acmé del acto de matar, de la mise à mort, se sitúa él en el tiempo existencial, el tiempo inefable que nos atraviesa. Es uno de los escasos momentos en que el «ser para la muerte» accede a sí mismo y a su propia precariedad. Los ceramistas griegos sabían que la mímesis artística era incapaz de aprehender el aura inmaterial de los momentos sagrados durante los cuales, parafraseando a Martin Heidegger, el ser se muestra escondiéndose. Incapaces de plasmar el aura inefable del momento sacrificial, los artistas preferían sugerirla, ocultando el momento del trance. Nuestra cultura en cambio es cinética y cinematográfica, pasa sistemática y constantemente de lo real a lo virtual o a lo ficticio. Es una cultura exhibicionista. Convertidos nosotros mismos en seres virtuales y ficticios, a punto ya de padecer una mutación de nuestras modalidades perceptivas que nos hará prontamente incapaces de diferenciar entre la realidad fenomenal, o sensitiva, y la realidad virtual, hace tiempo que hemos perdido todo contacto con la noción de «aura». Porque lo que así llamamos, es la certeza de la presencia del ser, intuido a través de un repentino rebosamiento de la conciencia de vivir y el advenimiento de un momento de densidad sobrecogedora. Es el rastro de una presencia y de una lejanía concomitantes y excepcionales, intuidas al margen de las coordenadas fisiológicas del cuerpo, momentáneamente olvidadas. Podríamos hablar del surgimiento, en el seno de la existencia, de una sacralidad sin trascendencia, arrastrada por el movimiento simultáneo de la vida y de la muerte, la sensación aérea de que el peso de la rutina ha dejado de obliterar la agudeza de nuestras percepciones, mientras el paso inexorable del tiempo ha quedado suspendido por unos instantes.
Para que surja el aura tiene que haber, como en la tragedia clásica, unidad de lugar, de tiempo y de acción. El aura no tiene definición científica, en cambio sí tiene encarnación concreta, contenido perceptible, y así podemos considerar el paroxismo plástico-emocional que brota a veces, durante las corridas de toros como perteneciente a los territorios del aura. Un sentimiento puesto exclusivamente al alcance de quienes acuden personalmente a la plaza de toros y se entretejen en el «espacio-tiempo» sagrado del sacrificio. La pantalla del televisor, por ejemplo, se contenta con «re-transmitir» el evento, pero se muestra fundamentalmente incapaz de «transmitir» el aura. Esa lucidez, esa contención, esa abstención de los ceramistas griegos aparecen entonces como la exacta inversión de lo que nos ofrecen las corridas televisadas, en las cuales el tiempo del rito se ve desvirtuado, cortado en lonchas por el exceso de imágenes virtuales, donde la obsesión primaria, exhibicionista, por el detalle visual, por la abundancia de los primeros planos, por la repetición o por la cámara lenta, acaba con toda posible aprehensión de la sacralidad fugitiva, de la densidad existencial del acontecimiento.
La cámara, que pretende mostrarlo todo, nos oculta lo esencial. La pantalla obtura toda emanación posible del aura y el espectáculo se reduce a una proyección visual casi incongruente, donde la gravedad primordial de la corrida de toros queda reducida a la inanidad rutinaria de cualquier momento de entretenimiento mediático. Algo muy parecido, asimismo, es lo que ocurre con muchas faenas que nos parecieron inefables vistas desde el tendido, pero pueden dejarnos bastante fríos, repetidas en el vídeo. Porque lo que nos traen aquellas imágenes artificiales es la realidad momificada de un momento difunto y –lo más importante– ya totalmente previsible. Falta el aura de aquel trance irrepetible; falta el aura de aquella faena tantas veces ansiada, tantas veces truncada y, en esta ocasión, haciéndose, milagrosamente, lance tras lance, inesperada y por fin culminada realidad ante nuestros ojos. Pero siempre con la amenaza de que el fragilísimo hilo de aquella improbable construcción pueda quebrarse en cualquier momento. Algo, ese trascendental albur del tiempo –al fin y al cabo una de las escasas demostraciones posibles del «ser»– que ha desaparecido del vídeo. Y falta asimismo otra dimensión esencial, intuitiva y orgánica, la del tipo de riesgo o de emoción que pudo transmitirnos aquel toro particular. Toda faena debería valorarse, rigurosa y sistemáticamente, entre 0 y 10 –se nos perdonará el prosaísmo aritmético– según el toro haya resultado una «hermanita de la Caridad» o un «Barrabás», un colaborador o un adversario. Si no hay toro realmente bravo, lo que tendremos no será la faena sino su simulacro. La diferencia, crucial, aparece hoy casi siempre ninguneada y esta percepción directa, ineludible, de lo que realmente «significó» aquel toro, aquel día, tampoco puede ser recogida por la pantalla. Falta, en fin, el sentimiento de lo que los griegos llamaban kairós y que, en aquel momento, embargaba al torero, esa necesidad de atrapar la oportunidad fugitiva que por nada en el mundo hay que dejar escapar. Falta aquella suspensión dramática del tiempo.
Un último punto: las imágenes de violencia suelen ser el principal recurso con que nos secuestran las ficciones cinematográficas y televisivas para sacarnos del cotidiano amodorramiento. Un condimento comercializado bajo sus formas más espectaculares y descarnadas y consumido en tales cantidades que ha dejado hastiado nuestro paladar. No sabemos si podrá escribirse alguna vez el trascendental ensayo que analice hasta el fondo aquella turbia y ya rutinaria fascinación. En cambio, resulta que entre aquella mayoría de consumidores y narcodependientes habituales de la violencia como ficción, se recluta buena parte de aquellos a quienes se les hace particularmente insoportable e indigesta la sinceridad visual de las corridas televisadas, que exponen sin tapujos la realidad orgánica de la muerte del toro. ¿Son acaso reacciones indignadas de quienes se sienten expulsados de su habitual refugio en la fantasía y el morbo para verse expuestos a los auspicios y la crudeza de su propia e ineluctable vulnerabilidad? Insinuamos una respuesta, pero no la garantizamos. Ahora bien, y no lo dudamos un solo instante, la corrida de toros solo cobra sentido dentro del tiempo inmediato y existencial de su presencialidad. Para que surja el sentimiento catártico y termine brotando el aura participativa es imprescindible acudir personalmente a la plaza de toros y tomar asiento alrededor del anillo consagrado.
La ansiedad fundamental ante la muerte animal fue sin duda uno de los síntomas que revelaron el proceso de interiorización y de valorización progresiva de las percepciones del mundo, por parte de los primeros humanos, así como su lento tránsito desde un universo de protoemociones animales hacia un espacio de representaciones y metarrepresentaciones cada vez más cargadas de significaciones. Aquello señalaba la emergencia de una conciencia reflexiva y de un orden de sentimientos y valores. Se perfilaba así una complementariedad cada vez más perceptible entre las ya evocadas hominización cognitiva y humanización del juicio. Con esta distinción, quisimos destacar la importancia del largo proceso mediante el cual se fueron asentando en la mente humana una serie de comportamientos caracterizados por vacilaciones psicológicas, «protopreguntas» diversas, donde quizá convenga encontrar las primeras manifestaciones de lo que terminará siendo la dimensión moral. La comentada ansiedad constituye uno de los más importantes síntomas del malestar esencial y definitivo mediante el cual la condición humana cobra conciencia de que, a la manera de San Agustín, «Sibi quaestio facta est» («Se había convertido en una pregunta para sí misma»). Puede asombrar la tranquilidad ostentosa con que la corrida de toros ofrece al mundo el espectáculo de la muerte animal, cuando todas las tendencias de nuestras sociedades consisten, no solamente en desterrarla de todo espacio visual, sino en evitar, mediante el acondicionamiento comercial, el embalaje publicitario o la preparación culinaria, que nada en cualquier producto derivado recuerde en ningún momento su procedencia, es decir lo que, en origen, fuera un animal vivo. También a ese nivel, la corrida de toros cumple, una vez más, con un excepcional deber de sinceridad y de lucidez. Se encarga de recordarle al ser humano la excepcionalidad de su itinerario, biológico y existencial, la incertidumbre de su emergencia, la fragilidad de su aventura, en realidad un arriesgado y perpetuo comienzo.