Brindis de Morante a Trevijano en Las Ventas
Martín-Miguel Rubio Esteban
Doctor en Filología Clásica
Pasiones de Servidumbre, en fin, fueron la descripción fisiológica de la glándula pineal del actual régimen español. Sus páginas nos ponen en contacto con los espíritus (humores) partidistas que llegan al poder político; son el centro de una clara “dependentiainhaesiva”, por seguir con la alegoría cartesiana. Trevijano ha sabido encapsular el “géniemalin” de la Transición, causante de tantos actos criminales y desolación moral. Si bien ya desde Montesquieu la filosofía política había vinculado las pasiones a las naturalezas de los distintos sistemas de gobierno –y nadie como Platón–, se había hecho necesario fijar los contenidos conceptuales de aquellas pasiones ya estudiadas y otras nuevas que la evolución social y el desarrollo de las fuerzas de producción han hecho aflorar. Pues si el contenido conceptual de las pasiones de la época de Descartes y de Montesquieu era prácticamente monosémico e indiscutido, el vocabulario pasional del mundo actual, en virtud de las interesadas connotaciones epocales, históricas y políticas, estaba extremadamente borroso, y se hacía inevitable una redefinición de las pasiones que las volviera a vincular con su sistema de gobierno propio.
Muy pocos hombres he conocido con el amor (o pasión) a la libertad que tenía Antonio García-Trevijano, a quien su causa lo dominaba por completo. No más de cinco o seis. Son hombres que a su vez apasionan a los amigos de la libertad haciéndose cristalinos. En realidad, es la propia libertad quien hace reconocerse a sus amigos en una misteriosa anagnórisis. Y también es la propia libertad quien hace a sus devotos absolutamente incomprensibles a las almas ápteras y tullidas de los esclavos y servidores por naturaleza del poder. El gen de la libertad no está ínsito en todos los hombres. Como diría el propio Trevijano: “¿Qué pintor dialogaría sobre colores con un ciego? ¿Qué ave del paraíso sería más atraída por el canto lejano de la libertad que por el aleteo de su corto vuelo sobre el parvo jardín donde su plumaje deslumbra?” (pág. 271). No hay nada más hermoso ni más humano que ser libre. Sólo el hombre libre puede despreciar la dureza de la vida a la que le someten los bellacos esbirros del poder. Cuando me encontraba con Trevijano (o con García Calvo, o con Joaquín Navarro, o con Agustín Andreu) recordaba siempre aquellas palabras de Cicerón: “¿Qué es pues la libertad? La facultad de vivir como se quiera. ¿Y quién es el que vive como quiere sino el que vive bien? El que se complace en su obligación, el que ha estimado y resuelto una forma de vivir, el que sólo obedece a las leyes, no por miedo, sino porque las acata voluntariamente, aquél que nada dice, nada hace y, finalmente, nada piensa, a no ser por gusto y libremente; todos los consejos del cual y todos los asuntos que lleva a cabo salen de él mismo y a él se refieren, y tampoco existe ninguna cosa que pueda más para él que su propia voluntad y su propio juicio. Aquél a quien la misma Fortuna, que tanta fuerza se dice que tiene, cede; como dijo el sabio poeta: “Cada uno se hace su fortuna por sus costumbres”. Pues sólo al hombre libre sucede el no hacer cosa alguna contra su voluntad, nada por dolor, nada por fuerza.” (Paradojas, 5, 33-34).
Si un día las Musas que se solazan a las faldas del Monte Piero quisiesen prohijar amorosamente un Stendhal español que reflejase en otro Rojo y Negro los caracteres principales que han circulado por la Transición española, este gran escritor debería sin duda penetrar en el interior de las páginas de Pasiones de Servidumbre para sacar el barro con el que modelar con verosimilitud psicológica y rigor histórico las figuras de la Transición que vayan a transitar por sus narraciones. Ya decía Boileau: “Estudiad las costumbres tanto de los siglos como de los países: los ambientes hacen con frecuencia los distintos humores”. En ese sentido, Pasiones de Servidumbre se puede también estudiar como una manual de retórica.
Pero Antonio no sólo estudió y expuso el contexto sentimental de la Transición a la luz de las pasiones, sino que también reconstruyó en sus libros y, sobre todo, en sus artículos, el contexto de la mentalidad colectiva donde triunfó la Reforma y fracasó la Ruptura. El 10 de febrero de 2001, en su columna de Otras Razones, escribió lo siguiente: “Martín-Miguel Rubio, en su acertado artículo sobre “La Transición de Polibio” (La Razón, 4/11/2000), ha definido bien cuál es mi actual propósito. Pues lo que trato de hacer aquí es, precisamente, la historia pragmática de la Transición, revelando hechos silenciados y valores inconfesados, contra las historias legendarias y apologéticas que pretenden justificarla como mitos ilusos y falsos argumentos morales.”
Se estuviese de acuerdo o no con las afirmaciones que sostenía el bueno de Joaquín Navarro, con lo que siempre estaba de acuerdo era con su inquebrantable actitud ética de decir sólo lo que su corazón sentía y su cabeza verdaderamente pensaba. Y esta actitud es tan inusual y extraña en esta oligarquía mafiosa de intereses tangibíllimos –v. gr. protervos Ferreras/Inda– que la especie cívica a la que pertenecía el juez Navarro debería ser la más protegida en toda aquella sociedad que quiera asentarse en la libertad. Cosa ésta tan difícil que ya Tácito la veía lleno de pesimismo: “Rara temporumfelicitate, ubisentirequae velis et quaesentiasdicerelicet”.
Aznar no sólo no debió dejar que se persiguiera a ciudadanos como Joaquín, sino que fiel al If de Kipling, sentirse orgulloso del país que gobernaba, porque milagrosamente en él todavía había ciudadanos tan incoerciblemente libres que le decían siempre cuando “había metido la pata”, que los gobernantes también meten la pata, y sin ningún tipo de interés político o personal, sólo movidos por el interés moral de su propia conciencia. Pocos jueces han escrito tan bien y con tanto humanismo sobre el tratamiento de los delincuentes menores como Joaquín Navarro. Las contestaciones con las que en aquel programa de “Negro sobre blanco” Aznar respondía a Fernando Sánchez Dragó nos revelaron el enorme aprecio que el presidente Aznar sentía por la cultura y las humanidades, sin duda alguna heredado de la atmósfera de la casa paterna, y las inclinaciones liberales de las que su espíritu parecía estar imbuido, que hunden sus raíces también en el entorno doméstico. Por eso no entendíamos que Joaquín Navarro fuera perseguido precisamente por la fiscalía de la Audiencia Nacional, a consecuencia de sus opiniones políticas, tan legítimas como las de cualquier otro ciudadano, a no ser que el denso entorno de cobistas flabelíferos que oleaginosamente circundaron a Aznar no dejó distinguir al Presidente lo blanco de lo negro. Recuerdo que en una comida de los Cursos de Verano de la Universidad de Santander se encontraba en el comedor Aznar, y en cierto momento todo el mundo guardó silencio porque el presidente iba a contar un chiste. El chiste era malísimo y el que lo contaba no tenía nada de gracia, pero todo el mundo rió con tal pleitesía que al final yo mismo reí sinceramente por la situación. De todas formas, un gobernante liberal y honrado, como lo era Aznar, debía saber que mientras los críticos le obligan a mantener siempre alerta su inteligencia y en formas los músculos del espíritu –“la crítica es la piedra que aguza el espíritu”, que decía Horacio–, los corvinos aduladores –kórax/kólax– le hacían siempre persistir en el error y le llenaban de grasa pesada el cerebro, al llamar a veces genialidad política lo que sólo era una metedura de pata. Era preferible la rotundidad crítica del inolvidable Joaquín Navarro, por destemplada que nos pudo parecer a veces, que el canto aleluyáticojabonoso de las ranas y los cuervos. Estoy convencido de que Aznar ha sido el presidente español más honesto. Lo decía su mirada tímida y el recelo ruboroso de una honestidad que desconfiaba de “las tablas”.