Martín-Miguel Rubio Esteban
Doctor en Filología Clásica
Trevijano era todo un personaje barojiano, un nuevo Zalacaín del siglo XX. Un consumado aventurero, no en el sentido mezquino del oportunista que se abraza a la calvicie de las ocasiones proficuas, sino en el sentido de un idealista de fervorosa fiebre que hace suyas todas las causas justas del mundo, y jamás las soslaya, sino que entra en liza abierta contra todo aquel que las amenaza. Tenía ambición, amor al peligro y una confianza ciega en su estrella. La vida sedentaria y apacible le irritaba. Un perfecto Don Quijote de Las Alpujarras, quizás el crepúsculo doloroso de nuestra raza. Los propios obstáculos a sus propósitos le daban bríos y una inagotable energía. Inquietud espiritual personificada necesitaba siempre la acción, la acción continua. Español por los cuatro costados.
He sido testigo en dos ocasiones de su valor físico. En una ocasión unos izquierdistas, catequizados por el Dossier anti-Trevijano que el PSOE había elaborado en relación con su protagonismo heroico en la independencia guineanoecuatoriana, del que ya hemos hablado en estas “remembranzas”, le rodearon enseñándole los dientes y la ira de chulos de puticlub –obviamente eran PSOE– en un pasillo del Ateneo de Madrid, en los días en que Trevijano apoyaba la candidatura del comunista Carlos París para presidir tan insigne institución. Los ojos de Antonio llamearon con desafío, como el combatiente que va a por todas, manteniendo su boca un rictus de desprecio e ironía. Aquellos jóvenes cobardes huyeron. Antonio tenía entonces setenta años. Carlos París era un comunista decente que escribía también en las OTRAS RAZONES de La Razón verdadera de Luis María Anson. Era catedrático de filosofía y estaba casado con Lidia Falcón, mujer que siempre ha mantenido unos ojos azules espectaculares, y que representó como nadie el santo feminismo de la primera hornada, y que en la actualidad está a punto de ser borrado y aniquilado por el movimiento de LGTBI, tal como ya pronosticase Francisco Nieva en su profética obra Magia Batula. Carlos París, aunque comunista, representaba la candidatura que más garantizaba la libertad de pensamiento y expresión en aquella institución, frente al candidato apoyado por el PSOE y El País que, obviamente, acabó ganando. También apoyaba al bueno de Carlos Juan Antonio Bardem y su hermana Pilar. Después de votar fuimos a un cercano restaurante y allí estaba el entonces flamante joven Javier Bardem, rodeado por tres jóvenes bellezas, como moscas revoloteando en torno a la miel. Carlos París era un catedrático emérito con el corazón de un muchacho joven, con pantalones vaqueros, zapatillas y cazadora de cuero negro, era humilde, dulce, oía con atención a todo el mundo, y nunca se arrogó el monopolio de la verdad. Entre los comunistas obviamente hay de todo, como entre los liberales. Y Carlos París era un hombre bueno, e intelectualmente muy sólido. Por otro lado, era la época en que el Partido de Julio Anguita combatía contra el gobierno criminal de los GAL, de la Operación Mengele, y de la corrupción sistémica. Y ello unía a aquellos comunistas honrados y todavía no venales, como los de hoy, con las corrientes liberales aún no pringadas por la corrupción. Los comunistas de entonces habían sufrido la represión del franquismo –el propio Carlos fue apartado de su cátedra–, y esa persecución ideológica los había dotado de cierto temple de asceta y austeridad, que había alimentado posiciones de honestidad y honradez. Un día bajó Carlos Paris a Valdepeñas con Lidia y estuvo viendo la procesión del Corpus Christi, en el que salían los niños y las niñas vestidos de comunión. Entre ellos iba mi hijo Martín vestido con el hábito del padre Damián. Lo contemplaron todo con respeto, e incluso admirando la belleza de la procesión. Había embeleso en los ojos bellísimos de Lidia Falcón. Es una dulce y triste membranza.
El único objetivo político que tenía Antonio era traer la democracia formal a España, y ello entrañaba, según él, que las buenas personas de cualquier ideología pudieran colaborar en su proyecto. La democracia estaba por encima de todas las ideologías, a las que él llamaba con cierto desprecio “anteojeras y policías de la mente”. Las ideologías eran algo secundario, lo sustantivo era la democracia, las reglas de juego con las que debían jugar todos los partidos y todos los ciudadanos en el juego de la política y del poder.
Para Trevijano la libertad de expresión en una democracia no debería tener límites. Y además la libertad es indivisible. Causa sonrojo escuchar las ampulosas jeremiadas con que los políticamente correctos y muy sabios de este país se lamentan, con aspavientos y efusiones de Bacante, demasiado excesivas para ser sinceras, como reencarnaciones de feroces inquisidores que hubiesen hecho las delicias del mismo Enrique de Susa, de quienes sobre la guerra en Ucrania mantienen un pequeño distanciamiento sobre la doctrina OTAN. Pero si algo nos enseñaron los mejores hombres de la Revolución Francesa, que si no cayeron bajo el Comité de Salud Pública, no sobrevivieron a los sucesivos directorios del corrupto gobierno termidoriano, es que la libertad es indivisible, no quedando limitados sus dones para nadie, ni siquiera para los más rusófilos. La libertad que se defiende con mordazas, censuras y expedientes disciplinarios no merece ser defendida, sino que hay que combatirla como perverso sucedáneo de la libertad. La libertad sólo se protege, saliendo ella siempre triunfante, con su propio y alegre ejercicio. Más aún, si la libertad tiene algún sentido es para ejercerla expresando ideas u opiniones que se oponen al sentir dominante. Usarla para proferir sólo las ideas dominantes, como jaculatorias religiosas, no tiene ningún sentido y es una tautología cobarde y servil. Expresar sólo aquello en lo que está de acuerdo el poder es en el mejor de los casos una simple comunión fáctica del lenguaje, que diría Bronislaw Malinowski. Parafraseando a Eurípides en “Las Fenicias” podemos decir que “éste es el sino del esclavo, no poder decir lo que piensa” si se opone a las ideas de los amos o a las ideas dominantes de cada época. Cuando el católico Milton escribió su “Areopagítica”, la defensa más noble de la libertad de imprenta en lengua inglesa, eligió estos dos versos de Las Suplicantes de Eurípides, incluyéndolos en el Prefacio de su discurso al Parlamento en contra de la censura: “Ésta es la verdadera libertad, cuando los hombres que han nacido libres, pueden hablar libremente”. Y es que si había algo que caracterizase a los ojos de un compatriota contemporáneo de Eurípides el régimen político de su ciudad era la “parrhesía”, o la facultad de expresar por cualquiera –incluso los esclavos– cualquier tipo de opinión, por peregrina que fuese; incluso opiniones contrarias a la Democracia y a la Libertad.